Por Nicolás Medina
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En este lado del mundo, Japón se presenta como un enigma. Una sociedad de gestos contenidos, de tradiciones centenarias que conviven con el vértigo de la tecnología y la globalización.
En el cine, esta distancia cultural se ha traducido en fascinación. Kurosawa y su épica de honor y sangre, Ozu y la sobriedad de la rutina familiar, Kitano y su violencia de geometrías perfectas. Japón es un escenario que el cine occidental ha explorado con mirada turista, atrapado en su exotismo. Desde Lost in Translation (2003), de Sofia Coppola, hasta El último samurái (2003), de Edward Zwick, la cultura japonesa ha sido tratada como un decorado místico, una colección de estampas de ukiyo-e vivientes. Pero dentro de su propia industria, el cine japonés ha sabido observarse con otra lente: la de la cotidianeidad que esconde abismos, la de la tragedia contenida en la mínima variación de una costumbre. Y en ese registro, pocos cineastas han sido tan consistentes como Hirokazu Koreeda.
La sociedad japonesa ha sido construida sobre una idea de solemnidad, de orden, de armonía. En cada gesto, en cada ceremonia, subyace un código que no solo regula la convivencia, sino que también delimita la identidad. La represión emocional, tan característica de su cultura, no es solo un rasgo sino un mecanismo de supervivencia. La cortesía extrema y el sentido del deber pueden ser, a la vez, una manifestación de respeto y una forma de control.
Esta estructura tan rígida convierte cualquier desviación en un drama. En el ámbito familiar, donde las expectativas son claras y los roles están predefinidos, el conflicto suele estallar de la manera más silenciosa: con una ausencia, con un gesto no correspondido, con un secreto que se revela demasiado tarde. Koreeda ha hecho de este dilema su campo de exploración cinematográfica. Ahora lo traslada a la televisión con Asura (2025), su nueva incursión en el formato seriado bajo el ala de Netflix.

Asura (2025)
En un catálogo cada vez más internacional, donde las producciones asiáticas han pasado de ser una rareza a un estándar, Asura se incorpora con cierta discreción. Netflix ha apostado fuerte por el contenido asiático en los últimos años, con títulos como El juego del calamar (aunque coreana, marcó un antes y un después en la visibilidad de la industria asiática en general). En este ecosistema, Asura aparece como una apuesta que no busca el impacto inmediato, sino la permanencia en un circuito más cinéfilo. La dirección de Koreeda le da un prestigio automático, pero su aproximación intimista y pausada se aleja de la espectacularidad que a menudo domina el streaming. La serie se inserta en este panorama con una identidad propia: un drama familiar que escarba en las grietas de la imagen pública, que disecciona con precisión quirúrgica el peso de la herencia y el precio de la verdad.
El término "asura" proviene de la mitología budista y hace referencia a seres que viven en un estado de constante conflicto. A diferencia de los dioses, los asura están dominados por sus pasiones y emociones, lo que los convierte en figuras trágicas, atrapadas en un ciclo eterno de lucha y sufrimiento. "Asura" no es un concepto nuevo en la ficción japonesa: la serie de Koreeda está basada en Ashura No Gotoku, una novela de Kuniko Mukoda que ya había sido adaptada a la televisión en 1979 y al cine en 2003.
La nueva versión, sin embargo, busca modernizar la historia sin perder la esencia de su premisa: la batalla interna de sus protagonistas, una familia fragmentada por el descubrimiento de una traición que reconfigura su mundo.
Asura sigue la historia de cuatro hermanas que descubren que su padre lleva una doble vida. Lo que comienza como una revelación incómoda se convierte en un terremoto emocional que las obliga a replantear su relación con él, con su madre y entre ellas.
Koreeda, fiel a su estilo, evita el melodrama fácil y se enfoca en los pequeños gestos, en las pausas, en las conversaciones a media voz. La serie no gira en torno al escándalo, sino a las consecuencias emocionales de la mentira, explorando cómo cada hermana lidia con la herida a su manera. Es un relato donde la intimidad se convierte en el campo de batalla, y la familia, en la trinchera.
El drama se desenvuelve a través de las experiencias de las cuatro hermanas Takezawa, cada una con su forma de reaccionar ante la revelación de la infidelidad de su padre. La mayor, Tsunako (Rie Miyazawa), viuda y aparentemente estoica, se debate entre el resentimiento y la comprensión, mientras mantiene una relación extramatrimonial que refleja la misma ambigüedad moral que condena en su padre. Makiko (Machiko Ono), la segunda hermana, es la más tradicional. Una ama de casa que se aferra a la idea de una familia estable, pero empieza a sospechar de su propio esposo. Takiko (Yu Aoi), la tercera, más impulsiva y crítica, no solo rechaza a su padre, sino que se blinda contra cualquier forma de afecto masculino. La menor, Sakiko (Suzu Hirose), parece la más despreocupada, pero enfrenta el dilema de aceptar o no la infidelidad de su pareja.

Asura (2025)
Koreeda toma este material y lo convierte en una exploración de la identidad femenina en Japón, abordando la pregunta implícita en la serie: ¿Es realmente felicidad vivir sin hacer olas? El drama no se enfoca en el padre traicionero, sino en las hijas y cómo cargan con el peso de su herencia emocional, reflejando de manera matizada la tensión entre tradición y autodeterminación.
El director japonés lleva décadas explorando las dinámicas familiares en el cine. Desde Nobody Knows (2004) hasta Shoplifters (2018), su filmografía ha diseccionado con precisión las tensiones que surgen entre la sangre y el destino. Su paso a la televisión no traiciona sus principios: sigue apostando por la observación minuciosa, por la construcción de personajes a través de silencios y miradas, por una puesta en escena que deja espacio al espectador para interpretar lo que no se dice.
Si bien la televisión impone otras reglas narrativas, Koreeda las subvierte a su favor, entregando un relato pausado pero contundente, donde el conflicto no es un punto de giro, sino un estado permanente.

Asura (2025)
Si algo distingue a Asura es su estructura episódica que recuerda a la telenovela clásica, con conflictos que se van superponiendo de manera orgánica. Sin embargo, lejos de caer en el efectismo, Koreeda construye una serie donde el drama no se alimenta de giros espectaculares, sino de las tensiones internas de los personajes. El conflicto no es un disparador, es una condición constante: la vida misma es el problema y la serie se encarga de explorarlo en todas sus dimensiones.
Más allá de la tragedia que atraviesa a los personajes, Asura nunca se sumerge en el nihilismo. Koreeda crea una red de contención donde la familia, pese a sus fracturas, sigue siendo el refugio final. No es una visión ingenua ni conciliadora, al contrario, es una constatación de que, a pesar de las heridas, la pertenencia es una fuerza ineludible. La serie propone un espacio seguro tanto para los personajes como para el espectador, donde el conflicto no es un punto de quiebre, sino un paso necesario para la transformación.
No se puede hablar de cine japonés sin mencionar a Yasujiro Ozu, y Asura bebe claramente de su legado. La atención al detalle, la construcción de los espacios como metáforas emocionales y el retrato de la familia como un organismo en crisis recuerdan a películas como Tokyo Monogatari (1953) o Primavera tardía (1949). Koreeda no imita a Ozu, pero dialoga con él, actualizando sus preocupaciones y trasladándolas a un contexto contemporáneo.

Asura (2025)
Además, el director nipón maneja el tiempo cinematográfico como pocos directores contemporáneos. No hay flashbacks explicativos ni diálogos redundantes; cada plano está medido para que el espectador descubra la información a través de la composición y el montaje. En Asura esta estrategia se refina aún más, aprovechando la estructura episódica para enfatizar el paso del tiempo. La cámara se mantiene paciente, observando desde la distancia justa: lo suficiente para captar la emoción contenida, pero sin invadir el espacio personal de los personajes. La repetición de encuadres, especialmente en los espacios domésticos, genera una sensación de encierro, reforzando la idea de que los personajes están atrapados en una red de expectativas y culpas que no pueden eludir.
Y a fin de cuentas, a pesar de formar parte del catálogo de Netflix, Asura no es un producto moldeado para el consumo masivo. Su ritmo pausado y su enfoque en lo íntimo la diferencian del estándar del streaming. Es una serie que exige paciencia y atención, pero que recompensa con una profundidad emocional poco común en el medio. Una propuesta que demuestra que, incluso dentro de la maquinaria del algoritmo, todavía hay espacio para el cine de autor.
Asura esta disponible en el catálogo de Netflix desde el pasado 9 de enero. Monstruo (2023), la última película del director estrenada en el Festival de Cannes, está disponible en la plataforma MUBI.
Por Nicolás Medina
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