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Contenido creado por Federica Bordaberry
Literatura
Lo que he hecho

¿Cómo decirlo? (He intentado escribir el paraíso)

Es imposible describir lo que estaba atravesando, pero hoy lo imagino como miles de brazos y manos pesando como cuerpos sobre el suyo.

26.05.2022 11:30

Lectura: 5'

2022-05-26T11:30:00-03:00
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Por Bruno Guerra
brunogdarriulat

“He intentado escribir el Paraíso

No te muevas

deja que los vientos hablen

eso es el paraíso

Deja que los dioses perdonen

lo que he hecho

Deja que aquellos a quienes amo intenten perdonar

lo que he hecho.”

Ezra Pound

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¿Cómo decirlo?

Me acuerdo patente del olor a té y pan de banana que invadía su cocina. En los olores es donde encuentro mis recuerdos más fieles y vívidos. Me acuerdo de su cara hinchada, deshaciéndose en llanto, mientras la gente alrededor le festejaba, hacían loas y bailaban la bamba mientras hedían a destilado de alcohol berreta, queriendo sostener un festejo que había acabado desde hacía días, que fue montado por su familia para honrar que finalmente había terminado su carrera universitaria y al que ella hubiera escapado como quien planta a alguien en el altar.

Estudió algo en ciencias (no podría precisar qué, porque no pude oler ninguno de sus libros de estudio), y tardó más de siete u ocho años en finalizar. Se recibió con honores y a fuerza de noches en vela y peleas contra los relojes. Después del camino sinuoso a la promesa de un futuro mejor, tras atravesar y romper la cinta de llegada, con el cansancio de quien no se desvela de tanto pensar, algo que el público confundía un gesto de la alegría, una alegría por otra parte expropiada para ser lúcida por un mérito que no le correspondía a ninguno de esos espectadores, después de todo ese camino, ella sentía que nada quedaba por hacer, que no habría nada de allí en adelante.

No sentía ni un poco del alivio que se suponía que llegaría. Solo se desfloraba y decía cosas que no pude escuchar bien porque su llanto espasmódico convertía las palabras en onomatopeyas.

Es imposible describir lo que estaba atravesando, pero hoy lo imagino como miles de brazos y manos pesando como cuerpos sobre el suyo, y hundiéndola en el barro de la esperanza, las expectativas y exigencias hasta ahogarla, o lo que es peor, hasta que lo que pensamos que era barro se convierta en arena movediza y la encierre, dejándola catatónica en la jaula de lo impronunciable. Estoy casi seguro de que aquella tarde le costaba respirar.

Algo parecido a la imagen del barro y las arenas movedizas habrá querido decirme, pero solo podía llorar, moquear y repetía que quería irse corriendo de todos lados, pero no como quien se va de viaje después de recibirse para descansar del trajín de finalizar una carrera. Este era un salir corriendo que terminaba y se compactaba ahí mismo, en la precisa frase “salir corriendo”, no tenía rumbo y mucho menos destino. Quizá, era solo un correr circular hasta que el cansancio la venciera. Recién hoy sé lo que es querer desaparecer.

Yo, sin entender del todo lo que estaba pasando, ni la razón de su llanto que, por un momento, fue más grande que el del duelo por un muerto cercano. Confundido, supongo que por la diferencia de edad o porque yo estaba demasiado concentrado en afilarme los dientes, pensando que estaba preparado para masticar el mundo mientras iniciaba mis estudios en arte, le acerqué con timidez una taza humeante, mientras que sobre su cabeza pendía una daga en forma de signo de interrogación.

—¿Y ahora qué hago? —alcanzó a decir casi sin fuerza y como quién le habla al aire, mientras abría el horno y yo me regocijaba y distraía con la mezcla de olores exquisitos, aromas que hoy me recuerdan a la pérdida de mi inocencia.

Yo le contesté, creyendo que me hablaba a mí, con una ingenuidad casi verdadera, con un convencimiento horroroso, que lo que tocaba era descansar un tiempo y luego trabajar, dedicarse a gozar del fruto de su esfuerzo. Le dije (y al recordarlo siento aliento desagradable del desatino), que lo que seguiría era entregarse a la pasión y el amor por su oficio, las mismas razones que la llevaron a las puertas de esa facultad años atrás.

Recién ahora, que tengo la edad que ella tenía entonces, pero soy mayor, después de seis o siete años y tras haber perdido su rastro por completo, recién puedo entender lo imposible de mis palabras y la depravación que esconden. Siento por esas frases el mismo asco que por las placas estampadas en las puertas de las casas donde se ostentan nombres y profesiones.

Así nos enseñaron a hacernos mayores, a definirnos en torno a algo, a cualquier cosa, a lo que sea, a lo que puedas aferrarte como harían los que están a punto de ahogarse, como lo estaba ella aquella tarde de té, pan de banana, frases erradas y un dolor que no cabe en la misma palabra dolor, porque el dolor real, así como el amor verdadero, son mucho más grandes que las palabras que pretenden contenerlos. Y el que no quiera entender esto es un idiota, un fariseo desgraciado, o un tremendo hijo de puta.

Julieta, si estás leyendo esto quiero pedirte perdón por no comprender el silencio que te estaba siendo impuesto. Quiero que sepas que después de deshacerme entre páginas de libros, entre laberintos de enigmas que nunca me serán revelados, recién sabiéndome nada, puedo entenderte.

Quiero ser tu compañero en el abismo de saber que hay cosas que jamás podrán ser dichas.

Espero, desde lo más profundo de mi corazón, que hayas encontrado el camino a la deformación, a la sátira y al absurdo, que son los caminos que -al menos a mí- han funcionado. Espero que hayas logrado el alivio y la descontractura de no tener que soportar el cansancio alienante que provoca sostener ser siempre vos misma.

Por Bruno Guerra
brunogdarriulat