Por María Sofía Romano Braga
alcafecafe
—No he vivido como una mujer, he vivido como un hombre.
—¿Cómo?
—Bueno, he hecho lo que quería hacer y gané el dinero suficiente para mantenerme. Y no tengo miedo de estar sola.
—¿Esa es la razón por la que usás pantalones?
—No, uso pantalones porque son cómodos.
—Por cierto, ¿alguna vez usás pollera?
—Tengo una.
—¡¿Una?!
—Y la voy a usar en tu funeral.
(Katharine Hepburn en entrevista con Bárbara Walters en 1981).
Vuelvo del laburo. Me saco los tacos, el traje y me pongo una remera de No Doubt. Remuevo el maquillaje con algodón y agua micelar y voy a la cocina. Agarro un vaso y lo sirvo con un par de hielos y una medida generosa de whisky. Mientras hielo y whisky se encuentran vuelvo frente al espejo para comenzar con la rutina de skincare que implementé hace relativamente poco: gel de limpieza, tónico, algún serum y una crema hidratante. “Soy la mezcla de mi madre y de mi padre”, pienso.
Cómo ser mujer (2011) y Más que una mujer (2020), de Caitlin Moran, una periodista y escritora británica, repasa disyuntivas con las que nos encontramos las mujeres por el simple hecho de existir. El primero es del 2011, Caitlin escribió con elocuencia, atrevimiento y una sinceridad entrañable que le costó una crítica feroz y que aborda aspectos de la condición femenina.
Casi 10 años más tarde, publicó Más que una mujer. Este empieza con un encuentro ficticio entre la Caitilin que terminaba de escribir, exaltada en su realización personal, Cómo ser mujer, y la que venía del futuro para decirle que, si creía saberlo todo, en realidad no tenía idea de lo que se venía.
Más allá de mi evidente gusto personal por la pluma radiante en humor y en perspectiva de género que tiene Morán, esto es un símbolo de lo constante que será la pregunta: "¿Cómo ser mujer?". No existe tal respuesta, es una búsqueda infinita que no solo cambia con el paso del tiempo, con el acceso a la información y con la deconstrucción de lo establecido respecto al género, sino que también muta día a día según quién seas, el contexto socioeconómico y cultural en el que te encuentres, cuántos años tengas y, en muchos casos, según el día del ciclo menstrual en el que estés.
Hay diferencias de género. Pero desde niña algo me hizo ruido en lo más básico y superficial: la firmeza de los estereotipos. Lo masculino y lo femenino. En los encuentros sociales, cumpleaños o juntadas, los hombres se juntaban al lado del parrillero a beber y a hablar generalmente de fútbol y de política. Las mujeres estaban adentro, generalmente supervisando nuestro cuidado y con otros temas de conversación relativas a la estética, a la novela de turno, a las relaciones interpersonales y a nuestra crianza. Muchas veces desbordadas y encontrando en esa instancia un espacio de entendimiento y desahogo. Muchas quejas sobre sus maridos, por supuesto. A veces en voz baja y otras en voz alta, para que escuche y se deje de hacer el boludo. No estoy hablando de mucho tiempo atrás, sino década de los 90 y 2000. Mujeres que trabajaban, que tenían su carga horaria laboral y luego —y durante— velaban por mantener y desarrollar un hogar y una familia.
Esas mujeres y esos hombres venían de otra crianza: mis abuelos y mis abuelas, donde los primeros salían a trabajar y las segundas trabajaban en sus casas sin preguntarse si ese era realmente su deber, ni siquiera considerando la posibilidad de no hacerlo. Eran mujeres que sostenían los cuidados de una forma invisible e irregular.
Si sigo por esta vía y voy a mis bisabuelos y bisabuelas, me remonto a hijos e hijas de inmigrantes y se profundiza todavía la diferencia abismal en estatus porque, en parte, se trata de eso: de la percepción en la sociedad de la igualdad y de la libertad puertas adentro a tener las mismas oportunidades. ¿Qué es lo que genera la libertad del pensamiento? ¿La educación? ¿La independencia económica? ¿El afuera dándote cabida con tu atrevimiento? Convengamos que aún hoy, en 2025, ser osada siendo mujer sigue siendo un riesgo. No importa en qué contexto asumas esto último.
Convivimos con el peligro del señalamiento, del cuestionamiento, del rechazo, del insulto, del acoso, de la violencia.
Si venís en busca de respuestas, no es conmigo, es con vos. Puedo decir que la erradicación del miedo es un paso importante. Suena ficticio, en algún punto siempre se vuelve así, pero cuando dejás de tener miedo —ese que te inculcan desde niña cuando nos crían como princesas mandándonos a la guerra con una varita mágica—, algo se modifica. Lo hace mucho más en tu interior, pero de ahí a que resuene en el afuera es cuestión de tiempo.
Cuando ocurra y ya no tengas miedo —de estar sola, de no pertenecer, de no formar una familia si ese es tu deseo, de expresar que no te interesa ser madre, de no continuar en ese trabajo en el que querés crecer o de no conseguir el que soñás— no va a gustar. Y te van a intentar domar, silenciar, callar. Van a intentar dirigirte porque históricamente el varón está acostumbrado a creer —esto es realmente una cuestión de creencias— que toma las decisiones más importantes. Tampoco soy idiota: sé que el poder hoy sigue en sus manos porque la mayoría de los roles directivos a nivel de Estado, de empresas y de instituciones siguen estando ocupados por hombres.
Al preguntarle a mujeres que admiro cuáles características creen que las definen cómo mujer y qué les gusta de ser mujer obtuve algo de forma unánime: la fortaleza, la capacidad de acción, la polifuncionalidad (poder encarar con muchas tareas diversas al mismo tiempo), la tenacidad, el instinto, la gestión del dolor propio y ajeno (físico y mental) y la sensibilidad.
Que no se malinterprete, esto no es una guerra de sexos. No invoco el espírtu del partido de tenis entre Billie Jean King y Bobby Riggs que se dio en 1973, después de que él dijera que el tenis femenino era muy inferior al masculino porque si fuera así me estaría regocijando con el resultado de dicho encuentro y no es el punto (¿o sí)
La realidad es que las cualidades intrínsecas al género —si es que las hay— habilitan a absolutamente todo.

Billie Jean King y Bobby Riggs (1973). Foto: Tullio Saba
El feminismo es la búsqueda de la igualdad de derechos y oportunidades. Ya sé que tengo vagina y tetas, por suerte. Amo ser mujer. Sé que menstrúo y ovulo. Conectar con mi ciclo después de años de supresión, a causa de las pastillas anticonceptivas que nos mandó a tomar una profesora de biología cuando teníamos 14 años, fue lo mejor que me sucedió. Hablar sobre pastillas anticonceptivas es para una crónica entera, solo quiero dejar en claro lo bien que me hizo desintoxicarme para descubrir quién soy: una mujer cíclica. Entenderme en ese vaivén no me me hizo vulnerable, me fortaleció. Lo usé y sigo haciéndolo a mi favor porque en la conciencia está la sabiduría y el saber es poder.
Antes de menstruar era una nena con intereses diversos, algunos considerados masculinos que me fueron reprimidos y otros mejor llevados y acompañados.
Caminar con 12 años por la calle Magallanes desde 18 de Julio hasta Miguelete era un terreno hostil. Hasta mis 18 años apuré el paso, aprendí a caminar cerca del cordón para que no me puedan arrinconar y más adolescente a subir el volumen de la música para que los auriculares no me permitieran escuchar las obscenidades. Llegué a correr por sentirme perseguida, expuesta a adultos mostrándome sus genitales. A quienes les preocupan los límites que ha implantado el feminismo, espero que este no sea uno de ellos. Después llegó el momento de desenvolverme sola en la cancha, en un bar. De empezar a trabajar. De mirar hacia dentro los vínculos de pareja y sus dinámicas naturalizadas. Cuánto desbalance.
Pero sigamos con este recorrido de la pregunta infinita: "¿Cómo ser mujer?", que no solo se hizo Caitilin Morán sino también la directora, cantante y actriz Ana Belén en la película española Cómo ser mujer y no morir en el intento, basada en la novela homónima de Carmen Rico-Godoy. En esta película filmada en 1991, Carmen Maura —reina absoluta— encabeza un protagónico donde interpreta a una periodista que intenta progresar en su trabajo sin descuidar su relación amorosa, la organización práctica de la casa, las amistades ni las necesidades de sus hijos. Claro está que Antonio, su pareja, tiene concentrada toda su atención en su trabajo en una discográfica que le demanda viajar y allí los problemas del hogar los asume Carmen. No es un drama, sino una comedia ácida, pero vaya si la realidad nutre (y a veces supera) a la ficción.
Hay una escena que es para encuadrar: Carmen está en la redacción y el jefe la llama. Le dice que la manda al suplemento dominical de coordinadora, un puesto que ha sido creado especialmente para ella, que va a ganar un poco más y la endulza diciéndole que lo hará de manera formidable por su garra y conocimiento. Carmen anticipa la jugada y le pregunta si ella será quien tome las decesiones a lo que obtiene un no como respuesta, que hay un director adjunto, un hombre que no da la talla: Lozano, un estúpido. Ella increpa a su jefe (la osadía como riesgo, otra vez) y el jefe le responde que ella tiene marido y que por eso no necesita ganar más. La escena continúa con una salida triunfal de Carmen en la que toda feminista se pararía a aplaudir. Recomiendo verla, aunque exista la paradoja de que la secuela de esta película se titule Cómo ser infeliz y disfrutarlo.
Cuánto soportamos, cuánto mordemos. Cuántas veces sonreímos y por dentro estamos rotas. Cuánto hubo de modales exigidos en nuestras abuelas, en nuestras mamás, en nosotras mismas que esculpieron de alguna forma nuestro ser salvaje, instintivo e íntimo.

Cómo ser mujer y no morir en el intento (1991), Ana Belén
Está de moda el culto al amor propio y en algún punto siento que es parte del recorte digital que se decide hacer. Me parece maravilloso quererse a una misma (¿Qué nos queda, sino?) pero no creo del todo el aventón masivo de que de un instante a otro todas empezamos a adorarnos. Porque en una sociedad con tantas imposiciones es difícil aceptarse. Porque en la era virtual es más complejo aún saber qué es lo que a vos realmente te hace bien y no lo que delimita el "dumpcito" de marzo de una persona que supuestamente la pasó espectacular.
Algo me dice que, cuando una está sola con sus pensamientos, los que predominan son de preocupación, de hostigamiento, de repaso analítico detallado por aquello que no hicimos de la manera ideal, aquello que directamente no hicimos o todo los que nos queda aún por hacer. Y que, en las horas en las que supuestamente se cultiva el amor propio, hay ratos largos de scrolleo estúpido que no hace otra cosa que llevarnos a comparar modelos de ser que no son reales, sino justamente el recorte digital que una persona decide hacer impregnando... su amor propio. Una especie de calesita que induce a preguntarse cuánta verdad hay en todo y qué de todo es verdad. Y la peor pregunta, la más trágica de mi angustia existencial, ¿acaso la verdad importa?
El espacio-tiempo con una es sagrado, debería ser obligatorio. No tenés porqué leer a Morán ni tomar café de forma desmedida, simplemente hacer cosas que te gusten con vos, para vos y quedarte ahí un rato. Descubrirlas. En este tiempo que impone velocidad e inmediatez eso ya es revolución.
Es normal que estés cansada. Tiene sentido cuando la carga que tenemos sobre nosotras mismas es inmensa, la carga sobre lo que tenemos que representar. Como si ser mujer sólo se pudiera ser de una manera, o si en la biblioteca del feminismo existieran diez manuales y tuvieras que elegir uno para obedecer bajo su doctrina con una lista de requisitos interminables y estrictos. No somos iguales, pero queremos lo mismo. Por eso tenemos que ocupar más espacios de acción, decisión y liderazgo, para sumar representación. Es imposible que una nos represente a todas porque somos diversas.
Pero hay un barco en el que tenemos que estar todas dispuestas a navegar: exigir las mismas oportunidades y derechos que tienen los hombres y erradicar la violencia machista. El trayecto es largo porque la lucha es interminable. Saberla lejos —aún falta muchísimo por recorrer— no me desmotiva cuando veo a mis sobrinas y en sus ojos las niñas del mundo. La evolución es dejar en quienes vienen algo mejor. Pero tengo serias dudas sobre el camino que estamos tomando a nivel global, el regreso potente de la ultraderecha, esa camada que pensé que estaba obsoleta y resurge para querer quitarnos derechos adquiridos, cuestionar el aborto legal o violentar a una persona por decidir quién quiere ser y cómo vivir su vida. En Uruguay hoy dirigentes políticos que se autoperciben de centro y quieren dar la imagen de lo nuevo y lo fresco están solicitando que se exija la revisión del historial sexual de una presunta víctima de agresión sexual, de quien denuncia el hecho. Hablame de dinosaurios.
Hay que resistir. Por quienes están creciendo en este mismo lugar que habitamos y por quienes ya lo viven en su adultez, pero no se pueden pronunciar. En las más vulnerables porque en ellas todas las complejidades que me conflictúan no son problemas de trabajo, de una discusión entre amigos y amigas, de intercambio en la pareja o fiolosofía en el bar, sino que son su día a día ceñido de injusticias que ni siquiera les permiten ver cuáles son sus opciones. Por ellas es que nos encontramos en las calles cada 8 de marzo. Por ellas y por las que ya no están.
El feminismo es positivo también por el varón. De verdad, confíen. No queremos hombres que no puedan sentirse vulnerables, que no puedan expresar sus sentimientos, que tengan que rendir como máquinas en su desempeño sexual o validarse a través de su productividad laboral. No queremos educarlos tampoco.
Hablando con ellos encontré algunas cosas en común sobre consecuencias que les trajo el feminismo que consideran negativas: la sensación de que ya no pueden ser caballeros (déjense de joder, búsquense un problema serio) pero otro donde reparé porque me pareció interesante: sienten que ya no pueden ser protectores, de que está mal vista la intención de querer cuidar. Pero cuando profundizo y les pregunto de qué es que nos tienen que proteger, los peligros aparecen en el afuera, en la noche, en la posibilidad de que otros hombres nos violenten. No otras mujeres, otros hombres.
En Querido comemierda, Virginie Despentes le da voz a Óscar, un hombre que acosó sexual y laboralmente a una compañera de trabajo. Al principio no se reconoce como violento, pero a lo largo de la novela va encausando ese proceso. Despentes evidencia con su novela la falta de espacios masculinos para poder conversar sobre esto y lo importante que sería que puedan (y les interese) tenerlos.
Otra preocupación latente de los hombres es con la palabra, el cuidado en cómo se expresan: "Ya no se les puede decir nada", escucho una y otra vez. La corrección política que implica no cosificar a una mujer a mi no me parece complejo, más bien muy sencillo y lo resumo en cinco pasos:
1- Usar el sentido común
2- No ser un ordinario
3- No accionar en manada ni en consecuencia de la misma. Dícese de incentivarse por estar en un grupo de dos o más hombres.
4- Respetar la integridad psicológica y física de otra persona (vuelvo al punto 1 y 2)
5- Aceptar la negativa.
El lenguaje es político y desde ahí construimos narrativa. Supuestamente ya no se puede hacer humor. Si necesitás menospreciar al género que te dio la vida para hacer reír, replanteate tu banal existencia. Frase que perfectamente podría haber dicho la Maravillosa Ms. Maisel en el remate de alguno de sus monólogos.
Empiezo por el final, terminaré en el principio: Katharine Hepburn no vivió como un hombre, vivió siendo una mujer libre. Encontró su motivación en la actuación, en el placer —que es por naturaleza efímero—, en el deseo y en el amor que perdura —que es el que no limita—.
¿Cómo ser mujer en el 2025? Resistiendo.
De la forma que puedas, como tengas ganas. Tener tu deseo como motor y al placer como cómplice. Cuestionar el mandato. Hacer lo que te haga bien y te haga sentir cómoda. Pronunciarte si algo no te parece correcto. Sonreír solo si querés. Vestirte como gustes. Ser osada. Correr riesgos. Liberarte del miedo, la llave para gozar. Luchar por tu independencia económica porque desde ahí tomar decisiones tiene menos condicionamientos y por ende te vas a acercar a las más certeras. Descansar. Alzar la voz ante la injusticia. Capacitarte en lo que te resulte interesante. Ilustrarte. Bailar como si no hubiera mañana con el volumen bien alto y bajarlo para escuchar solo aquello que valga la pena.
Por María Sofía Romano Braga
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