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Contenido creado por Federica Bordaberry
Cine
El penal de las villas

"El marginal" o la tumba como escenario de la ficción

El espacio influye e interfiere, se cuela hasta los huesos de manera significativa para quienes lo ocupan.

20.07.2022 11:54

Lectura: 10'

2022-07-20T11:54:00-03:00
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Por Deborah Rostán
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“Te cruzás de calle si nos ves de noche

nos gusta andar por la oscuridad

pal mundo siempre fuimos marginados

sin importar nuestra identidad”

(L´Gante - Bizzarrap & Pablo Lescano)

Un lugar en el mundo

Estamos nuevamente en crisis. Eso nos vienen a gritar en la cara Israel Adrián Caetano y Sebastián Ortega, quienes, al parecer, renuevan la estética y la vida carcelaria de la emblemática miniserie Tumberos, creada también por ellos y Marcelo Tinelli. La serie El marginal expone una forma de vida penitenciaria que podría, dada la verosimilitud de la imagen realista, ser la de nuestro entorno rioplatense. Así se plantea la cuestión.

El espacio, ese lugar en el mundo, como aclama el subtítulo extraído del nombre del primer capítulo de Tumberos, no es nada menor. El contexto condiciona a cualquier ser humano, hasta determinarlo, en algunos casos. El espacio influye e interfiere, se cuela hasta los huesos de manera significativa para quienes lo ocupan. En este caso, la cárcel designa el área donde se encuentran encerrados aquellos que el código penal, las normas de convivencia social, y la comunidad en sí, entienden un peligro para la vida en sociedad. Se los deja allí, como olvidados, como en estado de sitio, en un gueto en el que abunda la suciedad, los malos hábitos, la bruma generada por el humo del cigarro y el faso, los escondites de los cortes y las facas, los colchones y las sábanas apolilladas, los pósters del Gauchito Gil, alguna pintada emblemática de las bandas o grupos que allí se forman, la música (villera, trap, cumbia), la pelopincho en verano, y algún fogón de tanque en invierno.

Los centros carcelarios en que se desarrolla El marginal son dos: San Onofre y Puente Viejo, ambos ficcionales. El penal de San Onofre está situado geográficamente en la antigua cárcel de Caseros en el barrio de Parque Patricios de la ciudad de Buenos Aires. Aquí también fue rodada Tumberos. Puente Viejo, por su parte, toma como locación una antigua fábrica textil ubicada en el barrio Almagro de la misma ciudad, acondicionada, transformada en cárcel, con el excelente trabajo de Julia Freid en la dirección de arte.

Dentro de la cárcel hay diferentes subespacios. Los pabellones y el patio: la villa del penal. Los pabellones también están segmentados. Existen pabellones para presidiarios “comunes y corrientes”, y existe el pabellón de lujo reservado para los porongas del centro, es decir, para aquellos quienes, a través del liderazgo y la posterior traición a sus secuaces, obtuvieron el privilegio, no sin antes trazar un acuerdo ilícito con la dirección del centro, claro. En este caso, quienes acceden a la exclusividad en la mayor parte de la serie son “Los Borges”: una banda encabezada por Mario Borges (Claudio Rissi) y su hermano Juan Pablo - Diosito (Nicolás Furtado). La corrupción, los acuerdos monetarios abundan y ubican a todos los comediantes del circo en la misma gran bolsa. Ya sean activos participantes o meros observadores, el sistema incluye a todos en la marginalidad.

En el patio se encuentra la villa del penal, caracterizada realmente como una villa. Integrada por covachas, como denominan sus habitantes a los aposentos, es el terreno más peligroso. Al patio se accede con guardaespaldas, o se tiene que pagar derecho de piso, encontrar un lugarcito y coparlo, acondicionarlo como se pueda, y tratar de resguardarse por las noches.

Los complejos o centros penitenciarios, como osa llamarlos Antín (Gerardo Romano) uno de sus directores, se acoplan a la estructura del panóptico foucaultiano. Antín mira la villa del penal como un espectáculo televisivo, como si estuviera frente a esos programas de chimentos en los que los famosos discuten y se pelean. Con una mayor cuota de violencia, los presidiarios parecen vivir en un zoológico, una jungla donde reina la ley del más fuerte, una selva que es vista a los ojos externos como un drama de acción en la que la vida humana, animalizada, pierde valor, y entonces se le resta importancia a los sucesivos asesinatos que ocurren periódicamente.

Es real, se habita una tumba y la oscuridad invade no solamente por las noches.

Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate (*)

Con alguna que otra diferencia a los establecidos por la Alemania Nazi, nos encontramos de todos modos frente a un campo de concentración (o lager, como indica el término en alemán). El campo de concentración, sostiene Giorgio Agamben, “es la estructura en la cual el estado de excepción sobre cuya posible decisión se funda el poder soberano es realizado de manera estable.” (Agamben, 1998, 72). Es decir, el campo de concentración es la excepción ejecutada como regla de forma constante.

En principio, el lugar predispone la marginación, la exclusión, el encierro de individuos, a quienes se los abandona por tiempo –muchas veces– indefinido, a pesar de estar dentro de la misma zona anteriormente habitaba: la ciudad. Dentro de ese sitio funciona la excepción, es decir, otro código.

Como sucede en el lager, existen criterios aleatorios para determinar la secuencia cotidiana. Los prisioneros son levantados por la mañana a gritos y golpes, luego se enfilan para el baño y posteriormente, realizan alguna actividad. Son los propios convictos quienes llevan a cabo tareas de mantenimiento, cocina, servicio, y hasta quienes dominan el penal. La reminiscencia del Sonderkommando (o la cuadrilla especializada de trabajo, formada mayoritariamente por judíos) se hace presente. El sistema enfrenta a los detenidos, sin apuntar a quienes realmente los margina. La violencia sistémica hace de las suyas, habilitando la segregación, la selección natural de la especie humano. Quien no se adapta, la queda. “O cogés o te cogen”, como sentencian sus propios habitantes. Todo parece tener como instancia final el aislamiento. La cárcel sitia a los prisioneros, y dentro de ella, el sistema los aísla entre sí, como forma de autoregulación de la condena. (Foucault, 2002).

Asimismo, siguiendo la analogía con el lager, aquí también la oscuridad abunda literal y metafóricamente. La noche admite lo desconocido, y da lugar a lo prohibido en el amplio sentido del término. Hay, entonces, que custodiar y cuidarse: son los colchones y el propio cuerpo quienes guardan aquello proclive de ser robado o requisado.

Es también en el transcurso de estas horas, que en algunas instancias, los más lúcidos intentan transgredir la norma: se cavila y se lleva a cabo el escape, la fuga, o el motín. La fuga propone la vía individualista de la salida a esa muerte predeterminada; el motín, la organización colectiva para luchar contra el sistema. A fin de cuentas, ninguna de las estrategias termina por surtir efecto. “No me puedo ir, no puedo escapar/ se me ven por los ojos las ganas de salir.” como enuncia la cortina musical de las tres primeras temporadas, “El marginal” de Sara Hebe. Quienes intentan fugarse, vuelven a ser detenidos (ahora con una condena mayor), y quienes se amotinan, deben someterse a un castigo físico más grave: el encierro en el buzón o la tortura.

La prisión guarda relación metonímica con la pena. Se está allí para pagar una deuda. Los errores se materializan temporal y monetariamente dentro de la cadena que propone el mundo capitalista. (Foucault, 2002). Así, los castigos parecen continuar la línea del contrapaso dantesco: la pena mantiene un vínculo estrecho con el acto delictivo, o la infracción por que se condena al individuo. Es que, claro, estamos en el Infierno. En ese infierno tan temido del que no se podrá salir jamás. Un cielo sin estrellas, con círculos o ambientes jerarquizando los condenados, al amparo de un código animal y perverso, donde el castigo físico es moneda corriente. La cárcel, la tumba. De ahí el término para designar a quienes la pueblan: tumberos. Asimilada a la muerte encajonada, oscura, peligrosa, atrapante, a la cárcel se entra, pero no se sale.

La muerte llega a su máximo esplendor estético en la escena en que se organiza un velorio tumbero. En un ejercicio de duplicación, brota la metamuerte representada artísticamente en escena. Los colores, la luz, las velas, los detalles, los planos, alcanzan tenor poético y la imagen adquiere carácter lírico. A la luz del amanecer, el silencio irrumpe en el patio de San Onofre, el llanto y los gestos hipnotizan, las flores y el cajón emergen cosificando la acción. El penal, ese espacio, es la muerte.

De todas maneras, tanto en El marginal como en Tumberos los prisioneros optan por recurrir y aferrarse a la esperanza que se encuentra en quienes están afuera: los seres queridos, la familia, en particular, los hijos como representación de la dependencia y el futuro porvenir. Si se deja de lado ese anhelo de volver al mundo real por quienes esperan, adentro, la salvación está encarnada algunas veces en la religión, otras veces en la idea de dejarse morir para encontrarse con los seres queridos difuntos, y en la literatura, ya sea a través de la lectura o de la escritura.

En Puente Viejo se crea una biblioteca, una sala de lectura y escritura, donde se arrincona el goce de viajar hacia otros sitios. La posibilidad de crear nuevos mundos en la imaginación y la fantasía se la debemos siempre al papel en blanco incitando la creación, y a los libros que nos pasean por universos inesperados y desconocidos. También allí, Pastor Peña (Juan Minujín) termina por organizar charlas y lecturas. En una de ellas, recita a Eduardo Galeano y anuncia que “El destino es un espacio abierto y para llenarlo como se debe hay que pelear a brazo partido contra el quieto mundo de la muerte y la obediencia y las putas prohibiciones”. “Ojalá podamos ser tan porfiados para seguir creyendo, contra toda evidencia, que la condición humana vale la pena, porque hemos sido mal hechos, pero no estamos terminados”. Minutos después, comienza a sonar de telón la canción “La otra ciudad” de “Él mató un policía motorizado”. Resulta inevitable pensar en el vínculo.

A modo de epílogo, resta recordar que hace poco fuimos sometidos a una vida de encierro propuesta por la pandemia. Quizás nos estaban probando. Quizás, asustados, olvidamos fácilmente nuestra condición de seres libres y asumimos la propuesta sin más. Quizás deberíamos ser más conscientes de que la primera exigencia de la educación es que Auschwitz no se repita, como dice Adorno. Así, la meta sería atender al pensamiento y dejarnos atravesar por los textos (y no me refiero únicamente a los libros en papel). Solo en ello radica la salvación de encontrar nuestra identidad.

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(*) “Abandonad toda esperanza, quienes aquí entran”.

Último verso de la inscripción de la puerta del Infierno de la Divina comedia de Dante Alighieri.

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Bibliografía:

Adorno, T. La educación después de Auschwitz. Conferencia realizada por la radio de Hesse el 18 de abril de 1966.

Agamben, G. (1998) ¿Qué es un campo? Revista Argentina Artefacto. Pensamiento sobre la técnica, Nro. 2 (pp. 67-78).

Foucault, M. (2002) Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Buenos Aires, Siglo XXI Editores Argentina.

Por Deborah Rostán
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