Por Nicolás Medina
nicomedav
El cine siempre ha sido un fabulador compulsivo. Brian De Palma, reinterpretando a Godard, lo dijo de manera bastante clara: "El cine son mentiras a 24 cuadros por segundo". Y como toda mentira, exige un pacto: el espectador acepta la ficción con sus reglas internas, por más absurdas o inverosímiles que parezcan. Este contrato, sin embargo, no implica un cheque en blanco. Nadie espera que validemos moralmente lo que vemos, pero sí que entendamos que la cámara nunca busca ser una jueza imparcial. Emilia Pérez es una de esas películas que incomodan porque desafían este pacto. Su propuesta desaforada no pide permiso para existir. Es ficción desbocada, pura invención, y como tal, exige esa apertura a lo improbable.
Umberto Eco sostenía que toda obra artística es un texto incompleto. El cine, como lenguaje visual, demanda ser completado por quien lo mira. Los planos, las elipsis, los silencios, cualquier recurso de puesta en escena: todo es una invitación a participar. En este sentido, el espectador no es un mero receptor pasivo, sino un co-creador, y Emilia Pérez, con su desparpajo visual y narrativo, se enmarca perfectamente en esta idea. Audiard no busca dar respuestas, sino provocar preguntas. Su México de luces neón y canciones melodramáticas no pretende ser real; es un mapa que pide al público trazar sus propios caminos. La película asume su artificialidad sin pudor e invita al espectador a entrar en su juego o a quedarse afuera. O la abrazamos o la rechazamos, no hay punto medio.
Es acá donde el backlash contra Emilia Pérez resulta predecible. Las críticas apuntan a su superficialidad cultural, a su extravagancia narrativa y, por supuesto, a su casting. ¿Qué hacen una dominicana, una española y una estadounidense interpretando una tragedia narco-mexicana filmada por un francés? Pero las quejas pierden de vista algo esencial: esta no es una película que busca retratar a México con exactitud, ni siquiera explorar el narcotráfico con seriedad. Es kitsch por definición, una celebración del exceso. Atacarla por su artificialidad es como quejarse de que una pintura surrealista no se parezca a una foto. Y en un panorama cinematográfico cada vez más asfixiado por exigencias de corrección y representatividad, Emilia Pérez es una estampida de colores que se atreve a no pedir disculpas. Lo que molesta no es su fracaso, sino su éxito en hacer funcionar algo que, en teoría, debería ser un desastre.
Porque, desde el papel, Emilia Pérez parecía ser una receta para el desastre. A lo anterior sumémosle que el idioma se mueve entre el inglés y el español, que el protagonista es un narcotraficante mexicano conocido por su brutalidad, y que la narrativa incluye no solo su transición a mujer, sino también un viaje hacia la redención en clave de musical. Sí, musical. La combinación de estos elementos suena más a un delirio colectivo que a un proyecto cinematográfico serio.
Lo kitsch no solo está presente en la historia, sino también en la estética: los mencionados neones, vestuarios desbordados y un tono operático que lo envuelve todo. La película no teme abrazar el exceso. El kitsch, entendido como esa exageración estética que coquetea con lo ridículo, es una forma de arte en sí misma, y aquí encuentra su máxima expresión. Que algo así haya llegado a materializarse no solo parece improbable, sino casi milagroso. Pero el milagro ocurre, y la película logra algo que muchos no esperaban: funcionar.
Y si Emilia Pérez no colapsa bajo el peso de su propia extravagancia, es gracias a Jacques Audiard. El director francés, conocido por títulos como Un profeta (2009) o Dheepan (2015), no es ajeno a asumir riesgos. Su filmografía ha oscilado entre dramas intensos y narrativas que exploran lo inesperado. No por menos, su habilidad para encontrar humanidad en las situaciones más quiméricas le valió la Palma de Oro en Cannes y múltiples reconocimientos internacionales.
En este caso, Audiard toma un guion que podría haberse quedado en la autoparodia y lo convierte en una pieza que respira autenticidad emocional, aunque esté revestida de artificios. Su dirección otorga cohesión a un material que podría haber sido un desastre. Su mirada no juzga ni idealiza; simplemente expone. Y es ahí, en esa honestidad sin pretensiones, donde reside el mayor logro de Emilia Pérez.
Emilia Pérez cuenta la historia de Manitas del Monte (Karla Sofía Gascón), un despiadado narcotraficante mexicano que decide fingir su muerte para cambiar su vida de raíz. Renaciendo como Emilia Pérez, con la ayuda de una abogada, Rita (Zoe Saldaña), busca redimir su pasado oscuro y encontrar la paz consigo misma. Sin embargo, su transformación no borra los pecados de su vida anterior, y su nueva identidad enfrenta otro tipo de conflictos.
Desde su estreno, la película de Audiard no ha dejado de generar titulares. Netflix adquirió los derechos de distribución internacional apenas salió del festival de Cannes con un Premio del Jurado y el premio a Mejor Actriz para Gascón, donde aparte fue recibida con una ovación dividida entre el entusiasmo y el escepticismo. Pero las dudas no han impedido que arrase en la recién comenzada temporada de premios. Ganadora de 4 Globos de Oro de las 10 nominaciones obtenidas, la película ahora compite en los Critics Choice Awards con 10 menciones y en los SAG Awards con tres categorías importantes, lo cual apunta a que será una de las favoritas en los Oscar, para sorpresa (y disgusto) de muchos.
Pero por más premios que acumule, Emilia Pérez no ha podido escapar de la polémica, especialmente en el público mexicano. Desde el inicio, la película fue acusada de exotizar y trivializar la cultura del país. Las críticas apuntan a su representación caricaturesca de México, al casting de actrices no mexicanas y a una narrativa que convierte al narcotráfico en un espectáculo musical. Algunos incluso tacharon la propuesta de insensible y frívola, considerando el trasfondo real que intenta ficcionalizar.
Jacques Audiard dejó claro en entrevistas que no pretende ser un retrato fiel, admitiendo que no realizó una investigación profunda sobre México. Su enfoque, más cercano al pastiche que al realismo, se mueve en un terreno estilizado y deliberadamente artificial.
La tensión aumenta con el papel de Karla Sofía Gascón, cuya interpretación de Manitas/Emilia ha sido celebrada como un hito para la representación trans, pero también criticada por algunos sectores que consideran que la película perpetúa estereotipos. En México, las redes sociales se convirtieron en un campo de batalla, donde el debate osciló entre el rechazo absoluto y la defensa de la libertad creativa.
Es evidente que Emilia Pérez incomoda porque juega con límites sensibles, pero al mismo tiempo, su rechazo parece reflejar un miedo a lo que no se ajusta a las normas tradicionales del cine ni de la cultura popular.
Lo paradójico de las críticas hacia Emilia Pérez es que condenan lo que el cine lleva décadas glorificando: la humanización de personajes moralmente oscuros. Manitas del Monte no es el primer villano convertido en antihéroe, ni será el último. Desde El padrino hasta Breaking Bad, pasando por American Psycho o el Joker de Todd Phillips, el cine y la televisión han normalizado esta fascinación por el lado oscuro de la humanidad. Pero, mientras esas obras se ganan su lugar en el panteón de lo aclamado, Emilia Pérez es atacada por intentar lo mismo con un narcotraficante mexicano.
O quizá lo que molesta no es la idea de redención, sino el tono que adopta la película. El kitsch musical, con sus coreografías y canciones, choca con las expectativas de seriedad que el tema parece demandar. Pero, ¿acaso no es este choque el núcleo del cine como arte? La ironía es que Emilia Pérez no pretende excusar los crímenes de Manitas; al contrario, su transformación revela lo imposible de borrar el pasado. Lo que queda es una reflexión sobre identidad y humanidad.
El corazón de Emilia Pérez radica en su paradoja central: nadie puede cambiar completamente. Emilia, el reflejo idealizado de quien Manitas del Monte quisiera ser, nunca logra liberarse del todo de su antiguo yo. En una escena, un arrebato de furia lleva a Emilia a atacar a Jessi (Selena Gomez), y lo que emerge no es la voz de Emilia, sino la de Manitas. Dejando claro que la transformación externa no borra las cicatrices internas, y que las personas no pueden reinventarse sin enfrentar sus propias sombras.
Es en este momento donde Emilia Pérez desmonta la idea de redención fácil. No se trata de olvidar o justificar, sino de convivir con lo que se es. Este momento, crudo y desconcertante, encapsula la tesis de Audiard: la humanidad no se divide entre buenos y malos, sino entre quienes intentan mejorar y quienes renuncian a hacerlo.
Más allá de su narrativa, Emilia Pérez es, en esencia, una película trans. Su naturaleza se transforma constantemente, oscilando entre el drama, el musical y la comedia absurda, mientras desafía las categorías preestablecidas. Este enfoque no es casual; Audiard utiliza el lenguaje cinematográfico como una extensión de la identidad de su protagonista. La puesta en escena juega con códigos visuales cambiantes: iluminación saturada, movimientos de cámara coreografiados, y números musicales que explotan el artificio para subrayar la teatralidad de la historia.
El género musical, casi relegado al olvido en el cine contemporáneo, encuentra aquí una reivindicación audaz. Durante décadas, el musical ha sido visto como una forma “menor” de entretenimiento, pero películas como esta demuestran su capacidad para transmitir emociones complejas a través de lo extravagante. Audiard no teme abrazar esta herencia, haciendo de Emilia Pérez un híbrido que se reinventa con cada escena. Esta fluidez, tanto narrativa como estilística, es una declaración de principios: lo trans no solo está en el tema, sino en el propio dispositivo cinematográfico.
Jacques Audiard ha sido franco al admitir que no investigó a fondo México antes de filmar. Y, sorprendentemente, esto no se traduce en un fracaso, sino en una ventaja. Como ficción, Emilia Pérez es una construcción pintoresca, más cercana a un sueño de fiebre que a una realidad tangible.
Así que hay que asumirlo, Emilia Pérez es una obra que incomoda porque desafía las expectativas. En un panorama dominado por lo políticamente correcto, su irreverencia parece un acto de provocación. Pero tal vez lo que más molesta no es su tono, sino lo que pone en evidencia: nuestra incapacidad para aceptar una ficción que no pretende ser ni moralmente ejemplar ni fiel a la realidad.
La crítica más irónica hacia la película es que “no representa bien” a México. Algo que la película nunca intenta. No es un documental, ni un tratado sociológico, ni un manifiesto político. Es una ficción exuberante que explora la identidad, el cambio y la imposibilidad de escapar del pasado.
En un cine donde incluso las historias más absurdas se filtran por la corrección, Emilia Pérez no pide perdón ni permiso. Lo que ofrece es una experiencia única, que desafía tanto al espectador como al panorama cinematográfico actual. Y en un tiempo donde la conformidad reina y la sorpresa escasea, esa transgresión cobra un valor inusitado.
Emilia Pérez se estrena en Uruguay el próximo 6 de febrero. Ya forma parte del catálogo de Netflix en Estados Unidos, pero aún no tiene fecha de estreno confirmada para la plataforma en Latinoamérica.
Por Nicolás Medina
nicomedav
Acerca de los comentarios
Hemos reformulado nuestra manera de mostrar comentarios, agregando tecnología de forma de que cada lector pueda decidir qué comentarios se le mostrarán en base a la valoración que tengan estos por parte de la comunidad. AMPLIAREsto es para poder mejorar el intercambio entre los usuarios y que sea un lugar que respete las normas de convivencia.
A su vez, habilitamos la casilla reportarcomentario@montevideo.com.uy, para que los lectores puedan reportar comentarios que consideren fuera de lugar y que rompan las normas de convivencia.
Si querés leerlo hacé clic aquí[+]