“Este fue el libro que más me costó escribir”, asegura el psicoanalista argentino Gabriel Rolón, autor de una decena larga de volúmenes, acerca de su nueva obra: La felicidad. Más allá de la ilusión.

A fines del siglo pasado, Rolón se convirtió en una celebridad radial gracias a su participación en el programa La venganza será terrible, un clásico de la medianoche del éter creado y conducido por Alejandro Dolina. Luego hizo su propio camino mediático y literario, y hoy sus libros son muy populares en Argentina y también en Uruguay, donde fue dos veces ganador del premio Libro de Oro.

Dice que la semilla de su nueva obra surgió de manera inesperada, y acabó por enfrentarlo con un tema que no había tratado en sus textos anteriores. En concreto, el disparador fue una frase soltada por un amigo en una fatigada y viajera noche.

“La idea surge a partir de la provocación de un amigo, Martín, que es con quien recorremos la Argentina y el Uruguay con giras teatrales, conferencias, conciertos, Un día volvíamos de una gira muy extenuante, unos 2.500 kilómetros en cinco provincias, y como en noches anteriores veníamos charlando en el auto acerca de ‘mis temas’: el duelo, la muerte, la soledad, el amor, la angustia, el conflicto. . .son temas pesados y a veces oscuros”, admite.

 “Entonces Martín me dijo que yo debería escribir un libro sobre la felicidad. Yo le respondí que la felicidad es un tema raro para un psicólogo, y con el que no tengo mucho contacto. ¿Quién va a ver a un psicólogo porque es feliz?  Siempre que hablo con alguien es porque está más o menos, no porque es feliz”, admite. Sin embargo, la sugerencia no cayó en saco roto, y finalmente se transformó en un proyecto. “Empecé con algunos intentos, tanteos para ver por dónde encararía el tema”, explica.

Ese arranque fue arduo, debido a que había demasiados puntos desde los que podría iniciarse el abordaje. Por ello, para trabajar debió poner sobre la mesa “las fantasías que hay sobre la felicidad, los prejuicios, las creencias, qué dice la gente sobre la felicidad, qué creemos que es, qué cosas confundimos con ella”, enumera.

Además, fue necesario abrir de par en par las puertas de la biblioteca del saber universal para indagar “qué han dicho quienes estudiaron y escribieron al respecto. No hay que arrojarse alegremente sobre un tema así. Yo he escrito ensayos sobre asuntos sobre los que se ha pensado mucho, y vos tenés que leer eso, sino corrés el riesgo de creer que estás formulando una teoría maravillosa y ya la planteó otro hace quinientos años”, advierte.

“Había que estudiar, leer e investigar mucho, y fue lo que hice” para así “tomar estímulos en cada filósofo y pensador que leía, afianzarme mucho en mi experiencia de la práctica clínica y entonces sí permitirme este ejercicio de pensador, y escribir lo que yo pienso acerca de la felicidad”. 

Solo después de esa etapa, y con un voluminoso bagaje a su disposición el autor se lanzó a “esa deriva que parte de una duda ¿existe o no existe la felicidad? ¿Es posible o no? ¿Es para todo el mundo?” Esas interrogantes me fueron llevando por el derrotero de este libro”.

Cajón de sastre, o la necesidad de forrajear en todos los pastos

En La felicidad…, Freud y Lacan se dan la mano con Borges, José Hernández, Joan Manuel Serrat y Cátulo Castillo. Lejos de entrar en conflicto, esas voces disímiles armonizan y se unen en un crisol enriquecedor.

“Es un libro con mucha intertextualidad, en el que hay filósofos, artistas, letristas de tango, los queridos Horacio Ferrer y Alejandro Dolina, hay música y hay pacientes. Traté de nutrirlo desde muchos lados, porque desde ya hace un tiempo me he planteado el desafío de no ser solo un transmisor del psicoanálisis, sino alguien que, con las herramientas del psicoanalista, intenta pensar por sí mismo”, refiere.

“El título de pensador es muy grande, no diría que yo lo soy, pero es lo que intento ahora. La intención es plantearme con una voz mucha más propia y, atravesado como estoy por el pensamiento psicoanalítico, cuáles son mis ideas personales después de barajar lo que ha pensado mucha gente que leo y respeto”, asevera.

Un caldo a fuego lento en la era de la sopa instantánea

La extensa bibliografía manejada por el autor y la profundidad -libre de toda circunspección- con la que procura responder a las interrogantes que el propio tema plantea, parece seguir una ruta muy distinta a la habitual en tiempos en los que se prometen soluciones mágicas, rápidas y simples, a menudo bajo la forma de videos que pretenden resumir cuestiones trascendentales en menos de tres minutos.

“Me parece que es posible que estemos tan desesperados en un mundo tan difícil, que cualquier cosa que nos parece medianamente sencilla para aliviar nuestros dolores, nos viene como anillo al dedo” supone, y propone un ejemplo.

“¿Vos querés bajar de peso? ¡Olvidate! No es tan difícil; comés una cáscara de limón al día con dos vasos de agua, y lo lográs. Lo vas a hacer porque es algo muy fácil, pero otra cosa son los resultados”, ironiza.

“En cambio, si tenés que levantarte temprano, correr cinco kilómetros, cuidarte en las comidas, ir al gimnasio, ya ves que empieza a ser muy difícil. Bueno, desgraciadamente es muy difícil. Lamento decirte que con la cáscara de limón vamos a fracasar”, ríe.

“Además, está lleno de personas que creen que aquello que les ha servido a ellos le sirve a la humanidad”, advierte, y propone otro ejemplo. “¿Sabés qué hice yo? me puse a ver series en mi casa para no pensar en nada y se me fue el dolor”. Quien afirma y recomienda semejante despropósito “cree que la solución es esa, solo porque a él medianamente le sirvió, o en su autoengaño cree que le dio resultado”.

Esto sucede en buena medida porque navegamos día y noche entre cantos de sirenas que ofrecen atajos, vías rápidas que prometen llegar a destino evitando “dificultades” tales como el pensamiento, el esfuerzo o el dolor. 

“Vivimos en un mundo que nos distrae, que quiere que nos distraigamos, porque una persona distraída es fácil de llevar, y cuando se enoja le planteo una distracción nueva”. Por el contrario, “alguien que piensa, que cuestiona en serio, es mucho más difícil, más complejo de manejar porque, como los niños, siempre te va a preguntar por qué, y esa es la gran pregunta de la filosofía: siempre hay un por qué más”.

Sin recetas

Otro de los disparadores del libro llegó gracias a la fementida consigna que el comunicador Andy Kusnetzoff propuso —e impuso— al autor en el programa radial Perros de la calle, en el que Rolón tiene un espacio semanal. El locutor pidió al analista que, en cada programa, ofreciera una fórmula para la felicidad.

Con humor, y a sabiendas de que lo que se le pedía era imposible de asumir, Rolón aceptó el juego y durante diez semanas compartió otras tantas “fórmulas”, ideas que no son la imposible clave de la felicidad, pero que bien pueden valer como puntos de referencia, pequeñas luminarias en un camino oscuro.

“Para ser sincero y no engañar a ningún lector en su buena fe, aclaro que en este libro no hay ninguna fórmula, no están las respuestas para ser feliz”, proclama con énfasis. Lo que sí hay en las páginas es “una deriva que va de un lado hacia otro para intentar pensar acerca de la felicidad, y para estimular a que cada uno encuentre en su ser, en su historia, una respuesta posible, cuál es el tipo de felicidad que es accesible a cada uno”, puntualiza.

“No hay que pensarlo como algo ecuménico, aquello de ‘llegará la felicidad a un país y todos seremos felices’, porque eso no existe. En el más feliz de los reinos hay gente que se mata, y en el más oscuro de los sitios hay gente que es feliz”, asegura, apoyado en un ejemplo tristemente célebre.

“Ana Frank se enamoró, escondida atrás de una biblioteca, encerrada. Se enamoró, vivió una historia de amor, se ilusionó y soñó, y lo hizo en esos pocos metros que la separaban de la muerte a manos de los nazis”, relata, y entiende que el caso de la infortunada adolescente judía “es una prueba de que, en definitiva,  tenemos algo que ver con la felicidad que tengamos, lo que no es lo mismo que decir que depende pura y exclusivamente de nosotros, y es algo que está bien aclarado en el libro:  tenemos que ver, de un modo activo,  con la posibilidad o no de construir un espacio que pueda alojar la felicidad”.

Los ricos también lloran, pero tienen para comprar pañuelos

El ejemplo de Frank y su enamoramiento a despecho de la terrible situación que vivía, sirvió para poner bajo la lupa la tantas veces observada relación entre las posesiones materiales y la dicha. “El dinero no hace la felicidad”, reza una repetida sentencia que jamás fue pronunciada por un millonario. “No la hace porque la compra hecha”, es la sarcástica respuesta surgida del ingenio popular.

¿Es posible la felicidad en medio de la miseria? Adivinaron

“Creo —y lo digo un poco en el libro— que la felicidad es un constructo un tanto elitista. Porque una persona que tiene a sus hijos descalzos en el barro, que no come hace días, que no tiene un baño ni cloacas, que camina diez cuadras para buscar agua. . . ¿sabés qué? No, no va a ser feliz. Puede encontrar momentos que disfrace de felicidad, que le hagan bien, pero es muy difícil, porque le toca atravesar el mundo de la necesidad, no el del deseo. La felicidad es una opción que se abre cuando uno tiene la ocasión de desear. Aquel que está peleando para atajar necesidades no tiene el tiempo necesario para ser feliz”, refiere.

Para Rolón, a la hora de sopesar la incidencia de lo material y de lo externo en la felicidad “hay que tener cuidado, porque siempre que uno habla de estos temas camina por un borde complicado. Si vos decís que no tenemos nada que ver con la felicidad, que depende un cúmulo de factores externos, llegás a un punto en el que tampoco te hacés responsable de nada. En cambio si vos le decís a alguien ‘mirá, en definitiva depende ciento por ciento de vos’, también te equivocás, por lo que decíamos recién sobre las necesidades, porque no tenés ese estado de cierta calma, armonía y equilibrio para que registres un hecho como feliz. Porque los hechos no son felices, lo que es feliz es el registro que hacemos del hecho que ocurre”, apunta.

Por ello, la posibilidad de experimentar la felicidad depende de factores diversos, y “tiene que ver primero con haber sobrepasado el nivel de la necesidad, porque en medio de la necesidad la felicidad es una utopía. Primero hace falta salir de esa lucha por no morir, porque cuando hablo de necesidad me refiero a mantenerte con vida como puedas, comer lo que puedas, dormir donde puedas. . . y ahí no hay posibilidad para el constructo de la felicidad. Por lo menos tenés que estar en condición de empezar a desear cosas, tener sueños, un proyecto, anhelos, y ahí empieza a armarse algo que tiene que ver con la posibilidad de que construyas el estado de ánimo que sea capaz de recibir un acontecimiento” y percibirlo como feliz.

“Puede ser algo muy simple, como quedarte solo en casa, servirte una copa de tannat y poner un disco que a te gusta. Ese puede ser un momento maravilloso, pero también podés usarlo para extrañar, llorar, sufrir . Es en ese sentido que somos muy protagonistas de la felicidad, pero no quiere decir que depende completamente de nosotros, porque el entorno y la cultura en que vivimos juegan su parte, y el azar también. Yo digo una cosa y hay gente que se enoja conmigo: todos sabemos que el azar existe, pero algunos le llaman Dios”, comenta.

El laboratorio de la felicidad

En su novela Un mundo feliz, el escritor británico Aldous Huxley plasmó una curiosa distopía en la que el gran problema era que todo marchaba bien. O eso parecía. En dicha obra, los humanos anulan la posibilidad de la desdicha mediante el consumo de una droga.

Hoy, los avances en la neurociencia permiten conocer a fondo los procesos químicos del sistema nervioso y así elaborar fármacos más eficaces para combatir males como la depresión o el estrés.

Sobre la cresta de la ola de tales progresos parece surgir también la idea de que la felicidad podría ser resorte exclusivo de hormonas y neurotransmisores, algo que habilitaría a pensar que la felicidad podría caber en el botiquín.

“No funciona así”, rechaza Rolón cuando se le pregunta al respecto.

“Por supuesto, a pesar de ser analista, no voy a desconocer la importancia del cuerpo, de la biología. Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, dijo que el yo es ante todo un yo corporal. Los analistas partimos de la idea de que el paciente antes que nada es un cuerpo. Yo trabajo con su psiquis, pero si el cuerpo está mal. . .  no es el mismo paciente si hoy se entera de que tiene cáncer, ni es el mismo paciente si la química de su cerebro está mal. Puedo trabajar hasta el día del juicio final para sacarlo de un pozo depresivo si lo que está mal es químico, necesita un psicofármaco que lo ayude”, ejemplifica.

“Yo no me meto en contra de eso, al contrario. Lo que sí creo es que a veces se incurre en un exceso. No relativizo el poder de lo biológico, pero sí veo que muchos neurocientíficos o médicos relativizan el poder de lo psíquico. Creen que dándote un poco más de determinada hormona van a conseguir algo que no van a conseguir. Porque quizá lo que a vos te impide ser feliz es un mandato. De tu padre, de tu abuelo, de tu madre, de alguien importante que en tu infancia te dijo que no ibas a ser feliz. Capaz que lo olvidaste, o quizá no te lo dijeron con palabras, pero te trataron de esa manera”, expresa el autor, para luego valerse de un nuevo ejemplo.

“Vos ibas a hacer algo y tu papá decía ‘dejá que lo hago yo’. Con eso te decía que sos un inútil, con eso te están preparando para que te definas como un inútil, y es difícil ser un inútil y ser feliz. Ahí no hay prozac que lo arregle”, dice

“Yo trabajo con psiquiatras y hago interconsultas”, asegura el analista, quien señala que en algunas ocasiones el paciente requiere ayuda tanto psicológica como psiquiátrica.

La maldita esperanza

“Defiéndeme, Señor”, pedía Jorge Luis Borges en su poema Religio Medici, 1643, versos en los que el ruego pretendía conjurar un peligro muy concreto. “No de la espada o de la roja lanza / defiéndeme, sino de la esperanza”, decía.

Más coloquial y no menos poético, el historietista español Ramón Tosas, conocido como Ivà, advertía que “la esperanza es una puta que va vestida de verde”.

En similar postura de rechazo a la esperanza se planta Rolón, quien en su nuevo libro recomienda renunciar “al optimismo y la esperanza, esas cosas engañosas que nos hacen creer que seremos felices”.

Consultado acerca de su antipatía para con dos conceptos que gozan de buena prensa, el autor explica lo siguiente. 

“El optimismo me parece una mirada tan sesgada como el pesimismo, porque creer que todo va a salir siempre bien es tan estúpido como creer que va a salir siempre mal. A veces es de una manera y otras de la opuesta. No hay que ser pesimista ni optimista, sino realista”, resume.

“Si soy un tipo optimista y creo que solo por eso voy a entrar a tocar la guitarra en la Filarmónica de Montevideo, cuando llegue a la entrada del Solís me van a correr a patadas”, plantea como ejemplo el autor, quien además de psicoanalista es músico.

“Ahora bien, si yo tengo confianza y estudio doce horas diarias durante veinte años, a lo mejor  mi confianza me ayuda a estar más tranquilo en el examen, a tocar un poco mejor. Me parece que es un poco haragán decir ‘vas a ver que va a salir bien, tenés que ser optimista’. ¡No! Tenés que trabajar, estudiar, prepararte, esforzarte, y después de todo eso a lo mejor la chica te da bolilla”, ríe.

“Con la esperanza sucede algo parecido, te detiene”, asegura el autor.

“Yo ahora tengo esperanza de que va a dejar de llover”, dice, señalando la pertinaz cortina de agua que se ve por las ventanas del salón donde se realiza el reportaje“¿Qué quiere decir eso? Que yo no sé si va a dejar de llover ni puedo hacer nada al respecto, porque no depende de mí, que solo me toca mirar y esperar. Sucede que si te limitás a mirar y esperar, la vida se te va a ir y un día te vas a dar cuenta de que te estás muriendo y no hiciste nada. Por eso yo estoy en contra de la esperanza y a favor del deseo desesperanzado. Hay que desear y jugársela por lo que uno desea, sin ninguna esperanza”, concluye.