Por Natalia Costa Rugnitz y Daniela Kaplan @thinkingmagma y @mirandocultura

El pasado 25 de marzo llegó la actualización de GPT-4 con su habitual dosis de entusiasmo: mejoras aquí, optimizaciones allá, y la frutilla del postre viral, una mejora en la generación de imágenes. Ahora podés crear fotos y videos al estilo de tus animaciones favoritas. Podés convertir a tu perro en Totoro o filtrar tu selfie con una nostalgia animada de una infancia que ni siquiera viste en japonés.

Dopamina barata, al alcance de un click.

Un término se impuso: Ghiblimanía. CNN tituló el fenómeno con esa expresión reveladora. Lo que nadie vio venir es que, detrás de tanto rosa y celeste, late algo más turbio.

Primero, asombro y curiosidad. El Salvo, versión Miyazaki. Precioso, ¿cómo negarlo? Sin embargo, de pronto todo igual. Las redes llenas hasta el hartazgo de cartoons adorables, con el mismo estilo. Walter Benjamin habló del “aura” de la obra de arte: un brillo que emana de la pieza original, y que desaparece cuando la imagen se vuelve infinitamente reproducible por medio de la técnica. De manera paulatina, el asombro se convierte en malestar.

Y justo cuando esto empezó a hacer ruido, la prensa se inundó con titulares de otra índole. Es curioso usar la palabra “inundó”, porque lo que está sucediendo es justo lo contrario.

La nube no flota, chorrea

En cuestión de horas, los portales de noticias más leídos del mundo pasaron a poner sobre la mesa la cuestión energética. Si bien es difícil hacerse de datos conclusivos, existen investigaciones serias que dan un fondo donde hacer pie.

Un estudio conjunto de la Universidad de Colorado Riverside y la Universidad de Texas en Arlington, por ejemplo, estima que cada solicitud a Chat GPT consume una pequeña cantidad de agua —alrededor de 500 mililitros por cada 20 a 50 preguntas respondidas—.

Hace énfasis en la necesidad de mirar más allá del árbol: si el modelo respondiera a todas las preguntas de sus 195 millones de usuarios diarios, eso equivaldría a un consumo de 96 millones de litros de agua por día. Esto se complica con la generación de imágenes, porque el poder de cómputo necesario en este contexto es aún mayor. No es metáfora. Son litros reales, que van a refrigerar centros de datos para que no se fundan mientras vos generás una princesa Ghibli con la cara de tu novia.

Y entonces llega el mensaje de Altman:

Es muy divertido ver a la gente disfrutar de las imágenes en ChatGPT. Pero nuestras GPUs se están derritiendo. Vamos a introducir temporalmente algunos límites de uso mientras trabajamos en hacer que el sistema sea más eficiente. 

Este mensaje llegó poco más de 48 horas después del lanzamiento. Sorprendente.

En este punto, la primera observación es sobre el uso del lenguaje: la GenAi es software y, como tal, exige un hardware. La expresión “nube” es un recurso perturbador, capcioso y sumamente efectivo del marketing tecnológico, como viene alertando la comunidad filosófica desde la década de los noventa.

Lejos de ser inofensiva, la elección de la palabra “nube” es un gesto semántico, que es a la vez ideológico. Tan efectivo como demagógico. Porque lo que llamamos “la nube”, como si fuera una acumulación de algodón mágico, tiene poco de etéreo. El hardware está envuelto en toneladas de plástico y metales. Sus tripas son de aluminio, cobre y acero; de litio y cobalto y silicio. Pesa. Consume. Calienta. Y para enfriarse, usa agua. Mucha. Por eso Altman tuvo, literalmente, que parar el flujo de la canilla. O, más bien, cerrarlo un poco.

Es cierto: la agricultura succiona hoy cerca del 70% del agua dulce extraída a nivel global. La cifra es colosal. Pero no siempre fue así. El paso de sociedades nómadas a comunidades agrícolas sedentarias sucedió hace unos 12.000 años. El aumento, por consiguiente, implicó miles de años. Fue entre el siglo XIX y el XX que se disparó: la superficie de tierras irrigadas era de ocho millones de hectáreas en 1800, 94 millones en 1950 y alrededor de 220 millones en 1990

La princesa Mononoke (1997)

Moraleja fundamental: ningún extractivismo empieza siendo escandaloso.

Todos arrancan discretos. Se instalan como una condición del progreso. Después crecen. Hasta que se vuelven imprescindibles y ya no es posible que el mundo se sostenga sin ellos.

Entonces, un razonamiento muy básico es que la inteligencia artificial no necesita hoy las cantidades de agua que demanda la agricultura. Sin embargo, si algo nos enseña la historia —petróleo, litio, gas— es que, eventualmente, pasa a operar el imperativo del crecimiento sin freno.

Si a esto se aplica un razonamiento probabilístico, la conclusión es que con la IA no será diferente. Es más, en plena carrera de la IA, en la que las fuerzas compiten en una clave similar a la que tuvo lugar durante la carrera nuclear de la Guerra Fría, la circunstancia se vuelve más preocupante. Volviendo al petróleo, en esta clase de pugna no se trata solo de recursos, se trata de tensiones geopolíticas que a menudo, arrastran a guerras sangrientas.

No es profecía. Es estadística y memoria.

¿Hay que esperar a que la cifra relacionada a la cantidad exacta de agua sea obscena, o a que el extractivismo derive en conflictos armados, para empezar a pensar el problema? De ningún modo.

Solo sé que no sé nada

Esas tres selfies con estética de castillo ambulante pueden haber costado diez litros. Pero nadie te lo dijo. Eso es lo más inquietante: no lo sabemos. Y si lo sabemos, lo sabemos mal, tarde, o apenas. Es que, en general las innovaciones de este tipo se nos entregan envueltas en papelitos de colores. Ni la factura ambiental ni la presión hídrica: nada de esto se muestra. Porque en ese mundo de fantasía visual, lo único que se ve son los maravillosos productos generados.

No somos inocentes. Estamos al tanto de que muchos de nuestros hábitos cotidianos tienen impacto ambiental. Elegimos, cuando podemos, minimizar, reciclar, reducir, adaptar.

¿Por qué pasa esto? Es el dilema de la alienación, la ficción de que podemos decidir racionalmente cuando los datos que se ofrecen son sesgados y no tenemos el tiempo o la capacidad crítica para hacerlo.

La vida adulta (y la no tan adulta) de 2025 exige un smartphone, te obliga al reconocimiento facial, a interactuar con plataformas, a resolver trámites con bots, a elegir el almuerzo desde una pantalla táctil. No podés des-conectarte sin quedar afuera del mundo. Y no es porque seamos dóciles o débiles. Es porque, en cierto sentido, es darwiniano: adaptarse o perecer.

Humano, demasiado humano

Hay dos posturas enfrentadas. Por un lado que no hay que dramatizar. Que hacer memes no es un crimen. Que la tecnología avanza y resistirse es ridículo. Que la nostalgia es patética. Que el auto en que vas a pasear o los jeans que usás se chupan agua. Por el otro que la IA no es herramienta, es amenaza. Que se viene la hecatombe. Que hay que desenchufar el cable.

Lo notable es que ambas posiciones —la celebratoria y la fatalista— se articulan según la misma lógica: el pensamiento binario.

El pensamiento binario y la polarización del 50+1 son síntomas. Lo impregnan prácticamente todo, al menos a nivel popular. Bueno-malo; héroe-villano; inteligente-idiota; conservador-progresista; derecha-izquierda y una larga lista de etcéteras.

¿Es simplemente fanatismo fundamentalista? Sí, pero por motivos no tan obvios, menos relacionados con valores que con la fragilidad de la existencia.

El viaje de Chihiro (2001)

El pensamiento binario es una forma de lidiar con el caos del mundo. De hacer accesible una complejidad que aturde a la ciertamente limitada mente humana: esa avalancha de contradicciones y paradojas que abruma, que da inseguridad y miedo. El maniqueísmo, así visto, es un intento desesperado de una inteligencia bastante débil para manejar lo difícil que es la búsqueda de dar sentido a las cosas, hacerlas comprensibles, asequibles.

Pensar así es una forma de no colapsar. Se entiende, y mucho. Humano, demasiado humano. Eso no quita que sea malo para la civilización. Hacemos el mundo más soportable, sacrificando su espesor.

El universo, no obstante, no es una película de Hollywood. No es así de simple. Las cosas suelen situarse en algún punto entre los grises. Habitar esa complejidad es incómodo. Duele. El pensamiento binario es una forma de anestesia. Y la anestesia acaba. En algún momento, te despertás.

La cuestión con la IA es que mientras nos preguntamos si deberíamos usarla, ya lo hicimos.

Democratización sin paideia es populismo

Lo más sensato, o lo menos insensato, parece ser tratar de situarse entre los grises. No la nostalgia. No la desconexión. No la cabaña en el bosque. Sí a bajar un cambio a la “democratización” de la inteligencia artificial. Entre comillas. Porque, otra vez, el manoseo semántico. Altman pone a disposición masiva las actualizaciones de GPT y habla de “democratizar”, cuando lo que hace es popularizar: bajar la barrera de entrada.

¿Por qué lo hace? ¿Porque le interesa la igualdad, la justicia digital, la felicidad de las masas?

No. Más usuarios equivale a más datos, mejor entrenamiento del modelo y, al final, más de lo mismo: más inversión, poder y ganancia.

Si vamos a hablar de democracia, hablemos en serio. En la Atenas clásica se pensó el sistema democrático bajo la premisa de que no podía funcionar sin paideia, es decir, sin educación. Sin educación, lo que hay es una turba opinando por reflejo. Bueno, estamos ahí. En una especie de “democracia” digital sin paideia. Se invita a participar, a generar, a crear, usando una narrativa atravesada de dobles significados de los que se nos revela solo uno.

El viaje de Chihiro (2001)

Democratización sin paideia es populismo tecnológico. De más está explicar las razones. Los sistemas educativos tienen que reaccionar, que integrar la IA a los planes de estudio, como herramienta, como objeto de análisis y crítica.

Por otro lado, hay que aceptar que no alcanza con educar. Se trata, en paralelo, de lidiar con ese ademán desesperado —e inconsciente— de una inteligencia agobiada por la complejidad del mundo. La Ghiblimanía aprovecha la volada, apela a lo que de niños resta en nosotros.

Hay que tomar medidas coercitivas. El mundo político tiene que despertar, aunque la aceleración (que no es accidental: es funcional) lleve a que no haya tiempos institucionales que compitan con el ritmo del capital. Parcheando, tironeando, haciendo lobby.

¿Y los ciudadanos de a pie? Pues vamos creyendo que las Big Tech harán un esfuerzo por lograr sistemas de refrigeración más eficientes, movidas por una súbita conciencia moral. No. Lo harán porque lo necesitan para abaratar costos. No está del todo mal: algo es algo. Pero es imprescindible tenerlo claro.

Los ciudadanos de a pie vamos pidiendo explicaciones después de haber aceptado los términos y condiciones. No hay discusión posible cuando el código ya corrió.

El propio Altman, quizá movido por la misma intencionalidad cruzada con la que habla de "democratización": 

“Me parto el alma durante una década intentando ayudar a crear una superinteligencia para curar el cáncer o algo así. Durante los primeros 7 años y medio, a casi nadie le importa. Luego, algo de interés. Finalmente, llegamos al punto en que funciona. Lo lanzamos al público. Y la gente lo usa para generar dibujitos". 

El riesgo —uno de los riesgos— es ese: que la técnica se trague a la cultura. Y que lo haga con una sonrisa y en colores pastel.