Por Juampa Barbero | @juampabarbero
En un mundo donde los videojuegos trascendieron su propósito original y se convirtieron en espacios de socialización, experimentación y arte, Grand Theft Hamlet (2024) emerge como una propuesta tan disparatada como brillante. ¿Qué pasaría si Hamlet, el príncipe de Dinamarca, intercambiara los castillos fríos y los ropajes de la realeza por un entorno donde la violencia es la norma, los coches robados son la moneda de cambio y el caos es una fuerza omnipresente?
La respuesta está en este documental, que no solo reimagina la clásica tragedia de Shakespeare, sino que también se convierte en una reflexión sobre los límites del teatro, la identidad en los mundos virtuales y la interacción humana dentro del ciberespacio.
El punto de partida es inesperado: dos actores desempleados, Sam Crane y Mark Oosterveen, buscan una manera de mantenerse cuerdos durante el confinamiento por la pandemia de covid-19. Los teatros están cerrados, el arte escénico está en pausa y la incertidumbre se apodera de sus carreras. Es en ese contexto donde el videojuego Grand Theft Auto online se convierte en su nuevo escenario, su nuevo refugio y, paradójicamente, su nueva realidad.
En una sesión de juego, encuentran un teatro virtual dentro de Los Santos, la famosa ciudad ficticia en la que el GTA se desarrolla, y una idea absurda pero irresistible toma forma: representar Hamlet en ese universo despiadado e impredecible.
Lo que sigue es un experimento que transgrede géneros, convenciones y expectativas. Grand Theft Hamlet no es simplemente una adaptación inusual de Shakespeare, sino una exploración de lo que significa interpretar y vivir un personaje en un mundo donde las identidades son fluidas y las interacciones están mediadas por avatares y micrófonos. Los personajes de la obra clásica cobran vida en un entorno donde la muerte es trivial, el absurdo es cotidiano y las reglas son impuestas por códigos de software más que por leyes humanas.

Grand Theft Hamlet (2024)
Desde el punto de vista visual, la película se apoya completamente en el motor gráfico del juego. Los avatares de los actores recitan los parlamentos de Shakespeare en medio de autopistas infestadas de criminales, en callejones oscuros y en teatros virtuales donde la audiencia es impredecible. Algunos jugadores desconocidos se suman a la experiencia, mientras que otros reaccionan con la violencia característica del mundo de GTA.
La fusión entre el lirismo shakesperiano y la brutalidad del juego crea momentos de comicidad involuntaria, pero también instantes de inesperada belleza. Cuando Sam Crane pronuncia el célebre monólogo de "ser o no ser", no lo hace desde un escenario tradicional. Lo hace en un espacio virtual donde la línea entre la realidad y la ficción se difumina de manera espectacular.
Una vez que Grand Theft Hamlet empieza a desplegarse, la idea parece tan perfecta que se siente inevitable. ¿Cómo nadie había intentado antes representar a Shakespeare en uno de los mundos abiertos más detallados de la cultura pop? Pero la película no se conforma con la ocurrencia; sus creadores llevan la premisa al extremo, buscando los límites del lenguaje audiovisual dentro del juego.
Y así surgen imágenes imposibles, como la de Hamlet reflexionando sobre la vida y la muerte mientras flota en un globo aerostático entre las nubes decodificadas, o una persecución que, en otro contexto, podría confundirse con un delirio de acción shakesperiano. Es un cine de descubrimiento constante, donde la cámara explora con la misma fascinación que los personajes, encontrando belleza en el lugar menos esperado.
La película, dirigida por Sam Crane y Pinny Grylls, no solo documenta este experimento teatral digital, sino que también sirve como un análisis del impacto emocional y psicológico del confinamiento en los artistas. La soledad, la desesperación y la necesidad de expresión artística son motores que impulsan a los protagonistas a llevar a cabo esta travesura. Pero más allá del juego y del absurdo, subyace una pregunta profunda: ¿Qué significa ser un actor en una era donde la presencia física ya no es un requisito para la interpretación?

Grand Theft Hamlet (2024)
Detrás de su aparente absurdo y humor, Grand Theft Hamlet esconde reflexiones que atraviesan lo existencial, lo artístico y lo digital. Hay escenas en las que los personajes, más que interpretar, parecen desnudarse emocionalmente, revelando ansiedades sobre el tiempo, la identidad y la desesperación del encierro. El choque entre el texto clásico y la violencia de GTA no es solo un juego irónico; la brutalidad del mundo virtual resuena con la vorágine interior de Hamlet, su lucha contra fuerzas que lo superan. Por momentos, al margen de sus avatares, los actores parecen estar interrogando su propia realidad: ¿hasta qué punto somos nosotros mismos cuando nos ocultamos detrás de una máscara digital? ¿Dónde termina la interpretación y dónde comienza la verdad?
Shakespeare, con su profunda exploración de la identidad, el destino y la actuación misma, parece extrañamente adecuado para esta reinterpretación. En Hamlet, el protagonista finge locura, se debate entre el deber y la introspección, y se enfrenta a un mundo hostil donde la traición y la muerte son inevitables. En Grand Theft Hamlet, estos temas resuenan de manera diferente, pero no menos poderosa. Los Santos, con su violencia omnipresente y su falta de lógica, se convierte en un reflejo moderno de la corte danesa, donde el destino es incierto y la moralidad es ambigua.
Lo que podría haber sido simplemente un chiste elaborado se convierte en una exploración inesperadamente conmovedora de la condición humana en el mundo digital. La película no se limita a ser un capricho posmoderno, sino que invita a reflexionar sobre cómo los entornos virtuales pueden servir como vehículos para el arte, la narrativa y la conexión humana. En una era donde cada vez más aspectos de la vida se trasladan al ciberespacio, Grand Theft Hamlet nos desafía a considerar qué otras formas de expresión artística podrían encontrar su hogar en estos paisajes digitales.

Grand Theft Hamlet (2024)
Por supuesto, no todo es un triunfo absoluto. En algunos momentos, la película se pierde en la delgada línea entre lo paródico y lo profundo, sin terminar de definir qué busca ser. Algunas escenas parecen más una broma interna que una exploración cinematográfica, y la estructura narrativa a veces se siente caótica. Sin embargo, incluso en sus tropiezos, mantiene su magnetismo. Su naturaleza experimental es precisamente lo que la hace valiosa, y su capacidad para sorprender y emocionar en un entorno tan inesperado es lo que la convierte en una experiencia única.
A fin de cuentas, Grand Theft Hamlet es más que una simple adaptación excéntrica de Shakespeare. Es un testimonio de la creatividad en tiempos de crisis, un homenaje al poder del teatro y una demostración de cómo los mundos virtuales pueden ser más que simples escenarios de entretenimiento. En Los Santos, entre la violencia digital y la anarquía, Hamlet encuentra un nuevo hogar, y su dilema existencial cobra un significado renovado en la era del internet y los avatares.
Al final, no es solo una locura creativa o un experimento cinematográfico improbable; es una prueba de que el arte siempre encuentra caminos insospechados para manifestarse. Lo que comienza como un capricho nacido del encierro se convierte en un reflejo de nuestra época, donde la tecnología y la tradición se entrelazan de formas que nunca imaginamos. Y tal vez ahí radique la mayor revelación de la película: el arte no necesita escenarios solemnes ni estructuras rígidas para perdurar, solo necesita la voluntad de alguien que, desde cualquier lugar, aún quiera contar una historia.
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