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Contenido creado por Sofia Durand
Cine
Más allá del crimen

“La chica de la aguja”: cuando el cine obra como un espejo de la crueldad

Magnus von Horn deja atrás el brillo digital de "Sweat" para sumergirse en un thriller oscuro basado en hechos reales.

03.03.2025 17:13

Lectura: 7'

2025-03-03T17:13:00-03:00
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Por Juampa Barbero | @juampabarbero

No partía como la gran favorita en la carrera por el Óscar a mejor película internacional. Y, de hecho, no lo ganó; el premio fue para la candidata brasileña, Aún estoy aquí, como era de esperarse.

Sin embargo, más allá del brillo de los galardones, quedan en las sombras un sinfín de películas que merecen ser vistas. Algunas son olvidadas por completo, otras quedan eclipsadas por el ruido mediático. La chica de la aguja pertenece a este último grupo: una obra que duele, que inquieta, que exige ser vista.

Cuando empieza, creemos estar ante un clásico exponente del cine social europeo ambientado en tiempos de guerra. Una de esas tantas películas que, desde el neorrealismo italiano hasta el cine nórdico contemporáneo, retratan la miseria con crudeza y lirismo a partes iguales.

Pero algo se siente extraño desde los primeros minutos. Un ente fantasmagórico parece acechar en cada rincón, una presencia surrealista que distorsiona nuestra percepción.

No estamos ante un drama histórico convencional.

Hay un aura oscura, un peso invisible que se adhiere a cada imagen contaminada por una energía maldita.

Magnus von Horn, el director sueco detrás de La chica de la aguja, construyó su carrera explorando la crueldad humana desde ángulos opuestos. Su ópera prima, Sweat (2020), se adentraba en los excesos de la era moderna con una estética vibrante y saturada, siguiendo durante algunos días a Sylwia Zajac, una influencer del fitness con cientos de miles de seguidores. Rodeada de admiradores y un equipo de trabajo devoto, Sylwia vive atrapada en una paradoja: la idolatría masiva no puede llenar su vacío emocional.

En contraste, La chica de la aguja se adentra en un universo de sombras, alejándose del brillo digital para retratar la brutalidad del pasado. De la sobreexposición a la invisibilización, del exceso al despojo, von Horn demuestra que su cine no teme fundirse en los aspectos más atroces de la condición humana.

Ubicada en la fría y sombría Copenhague de 1919, nos adentra en un relato que, lejos de lo tradicional, opta por una exploración más descarnada y psicológica. Inspirada en hechos reales, la película reconstruye la historia de Dagmar Overbye, una mujer que, bajo la fachada de un servicio de adopción clandestino, cometió una serie de infanticidios que conmocionaron a Dinamarca y terminaron por reformar la legislación en materia de identificación y protección infantil.

No seguimos los pasos de Dagmar como una criminal en pleno accionar, sino que entramos a este mundo a través de Karoline, una joven costurera que, en un contexto de pobreza y soledad, se ve obligada a tomar decisiones extremas para sobrevivir. Interpretada por Vic Carmen Sonne, Karoline es una mujer atrapada entre el peso de su realidad y las pocas opciones que se le presentan en un mundo hostil. Su embarazo no deseado, la indiferencia de la sociedad y la precariedad laboral la llevan a cruzarse con Dagmar (Trine Dyrholm), quien le ofrece una salida, en apariencia compasiva, pero que esconde un destino mucho más macabro.

La chica de la aguja (2024), Magnus von Horn

La chica de la aguja (2024), Magnus von Horn

La protagonista queda embarazada del dueño de la fábrica, un hombre que pertenece a una clase que jamás la aceptaría. Su familia lo desprecia y él, como era de esperarse, elige desentenderse por completo del niño que viene en camino. Es en este momento de vulnerabilidad que ella toma una decisión urgente: acudir a la villana, convencida —con una ingenuidad desgarradora— de que allí encontrará ayuda. No hay en ella malicia ni segundas intenciones, solo una necesidad urgente de resolver su situación, sin sospechar que está cruzando un umbral del que ya no podrá volver.

El aspecto más lúgubre de La chica de la aguja se manifiesta en su uso del surrealismo y la deformidad como herramientas de terror psicológico. Hay algo de David Lynch en su manera de distorsionar la realidad: los rostros se retuercen y se derriten al mejor estilo Inland Empire (2006). Pero también hay un guiño casi directo a Freaks (1932), de Tod Browning, una reverencia a ese cine donde la monstruosidad es tanto física como social.

En el centro de esta atmósfera inquietante está el esposo, quien regresa con el rostro devastado por una explosión y oculta sus heridas tras una máscara. Su sola presencia rompe la delgada línea entre lo humano y lo espectral, convirtiéndose en una figura que no solo aterroriza, sino que redefine la noción de identidad dentro de la historia.

La película se construye a partir de una atmósfera opresiva y minimalista, donde cada imagen contribuye a la sensación de encierro y fatalidad. La elección del blanco y negro refuerza lo pesadillesco de la historia, donde la moral se desdibuja entre la supervivencia y el desaliento. La fotografía de Michal Dymek, conocido por su trabajo en Cold War (2018), juega con las sombras y los contrastes para enfatizar la dualidad de la protagonista: una mujer frágil, pero capaz de actos impensados cuando la necesidad se impone sobre la ética.

La chica de la aguja (2024), Magnus von Horn

La chica de la aguja (2024), Magnus von Horn

En lugar de enfatizar los crímenes en sí, La chica de la aguja prefiere centrarse en la evolución de Karoline y en la progresiva revelación del horror. A través de su mirada, el espectador descubre la verdadera naturaleza de Dagmar, en un proceso que mezcla el desengaño con la imposibilidad de escapar de su influencia. La película logra generar una tensión constante sin recurrir a los golpes de efecto ni a la espectacularización del crimen, algo que la aleja del terror convencional y la acerca a una exploración más introspectiva del mal.

Von Horn no se limita a contar una historia sobre asesinatos, sino que plantea un comentario social sobre el papel de la mujer en un contexto despiadado. La falta de derechos, la marginación y la precariedad son elementos fundamentales que explican cómo una estructura social fallida puede propiciar la existencia de figuras como Dagmar. No se trata solo de una asesina, sino de una consecuencia de un sistema que ignora a los más vulnerables. En este sentido, la película se inscribe en una corriente de cine que busca reflexionar sobre el entorno en el que el crimen surge, más que sobre el crimen en sí mismo.

Otro aspecto destacable es la relación entre ambas protagonistas, que se construye en un terreno ambiguo donde se mezclan la necesidad, la admiración y el temor. No es simplemente una víctima y una victimaria; su vínculo se desarrolla en una dinámica de poder que evoluciona a medida que la verdad sale a la luz. Dyrholm interpreta a Dagmar con una frialdad que la hace aún más perturbadora, evitando cualquier gesto que la convierta en un monstruo evidente y optando por una actuación contenida que deja entrever la manipulación y la ausencia total de empatía.

La chica de la aguja (2024), Magnus von Horn

La chica de la aguja (2024), Magnus von Horn

Frente al dolor de Karoline y otras jóvenes, su respuesta es perturbadora: “El mundo es un lugar horrible. Pero necesitamos creer que no lo es”. No busca aliviar el sufrimiento, sino disfrazarlo, maquillar la miseria con un consuelo envenenado. Su propio papel en esa maquinaria de abuso queda justificado en su mente a través de pequeñas dosis de éter, una forma de silenciar cualquier atisbo de culpa. No hay arrepentimiento en ella, solo una aceptación cínica de la oscuridad en la que elige moverse.

La banda sonora, sutil pero efectiva, acompaña la narrativa sin invadirla, reforzando el clima de opresión. La dirección de arte, por su parte, reconstruye de manera impecable la Copenhague de principios del siglo XX, con sus calles sombrías, sus fábricas y sus interiores austeros que reflejan la precariedad de la época.

Al llegar al desenlace, la película deja una sensación de vacío y desolación. No hay redención, no hay justicia que repare lo ocurrido. Solo queda el peso de una historia que nos recuerda hasta qué punto la desesperación puede conducir a actos impensados, y cómo una sociedad indiferente puede ser el caldo de cultivo perfecto para el miedo.