En los últimos años, el documental uruguayo ha encontrado en el retrato personal y afectivo un camino propio, alejado de la rigidez del formato institucional o meramente informativo. Si bien aún conviven películas de cabezas parlantes y otras más volcadas a lo divulgativo, el corazón del canon reciente late con más fuerza en aquellas obras que se gestan desde lo íntimo, desde lo vivido. Es allí donde ubicamos a películas como La intención del colibrí (2019), de Sergio de León, Ese soplo (2022), de Valentina Baracco Pena, o Bosco (2020), de Alicia Cano: son obras que no solamente cuentan una historia, sino que nos invitan a habitarla y acercarnos a sus protagonistas.

Es en ese linaje que se inscribe ahora La fábula de la tortuga y la flor (2025), el nuevo largometraje de Carolina Campo Lupo que confirma que lo personal no es solo político, sino también poético. Lo que define a este grupo de películas no es una estética homogénea, sino la capacidad de encarnar un vínculo, un duelo, una espera. Una conversación que no fue pensada para ser exhibida y sin embargo encuentra, en su exposición, una razón de ser. Son películas que se vuelven necesarias no solo para quienes las hacen, sino también para quienes las ven. Porque irradian una forma de estar en el mundo, de mirar lo cotidiano con ternura radical. Estos documentales se permiten lo más impensado: ser honestos, frágiles, imperfectos. Y es precisamente esa fragilidad lo que los vuelve imprescindibles.

Con La fábula de la tortuga y la flor, Carolina Campo Lupo lleva el gesto íntimo a un territorio aún más complejo: el del acompañamiento a una amiga en sus últimos días. Pero lo que podría haber sido una película desgarradora —y por momentos, sin duda, lo es— encuentra otra pulsión más luminosa. Lo que predomina es la ternura, la complicidad, la resistencia a través del cariño. En lugar de una despedida, es una celebración.

El cine aquí no es tanto una herramienta de observación, sino una forma de cuidado. Una manera de estar, de acompañar, de no soltar la mano. La cámara no media, se funde con la vida. Y lo que surge es una película que se vuelve refugio: para Carolina, para Eliana, para sus hijos, y también para nosotros, espectadores, que al final tenemos la sensación de haber conocido a alguien muy especial. Una amiga nueva. Una que quizás ya no esté, pero que —como toda amistad verdadera— sigue hablando incluso después del silencio.

La premisa de la película es sencilla en su superficie, pero profunda en sus implicancias: registrar los últimos encuentros entre dos amigas de toda la vida. Y lo que comienza como una forma de procesar el dolor se transforma, con el tiempo, en una obra que explora el poder de lo cotidiano para resistir al olvido. Porque registrar, cuando se trata de lo íntimo, no es un acto menor. Es un gesto que requiere coraje: el de exponerse, el de no saber si lo que se está haciendo será compartible o incluso soportable. Sin embargo, esa incertidumbre es parte del proceso de toda película que nace desde un lugar honesto.

"Creo que no puedo decir exactamente cuándo ocurre. Hay un proceso y es verdad que empieza como un ejercicio, algo muy instintivo. Es la forma que tengo de mediar con la realidad. Empieza como algo para protegernos, y se va transformando de a poco a lo largo del rodaje. También hablando con gente y pensando en la película, en lo que estábamos haciendo y conversando, me empecé a dar cuenta de que podía tener un valor que trascendiera a nuestro propio conflicto", cuenta la directora en entrevista con LatidoBEAT.

Ese pasaje de lo íntimo a lo compartible fue, como ella misma lo describe, un camino lleno de dudas y tropiezos: "Pensé que tal vez, a partir de esto, que era un juego entre nosotras o una manera de sobrevivir, se podía construir algo que abriera una puerta a espectadores y espectadoras. Pero decir cuándo sucedió es imposible. Todo el proceso fue algo muy instintivo, muy atropellado, muy torpe también. Iba para atrás, para adelante; mucha indecisión mía, de pensar: '¿Yo quiero hacer esto? ¿Por qué lo estoy haciendo? ¿Con qué derecho filmo a mi amiga?' Muchas idas y vueltas. Debe ser la película más difícil de mi vida. Por ahora es la más difícil, y si sigo es probable que lo sea. Fue muy difícil, realmente muy difícil".

La fábula de la tortuga y la flor no se construye en soledad. Como ella misma subraya, hay una red de afectos y colaboraciones que fue dando forma al proyecto incluso antes de que pudiera llamarse película:

"Se fueron dando procesos que tenían que ver con mi diálogo interno. También con gente que me rodea que siempre estuvo muy involucrada. Marcos [Campo Lupo], por ejemplo, que es asistente de dirección de la película, es mi hermano y estuvo desde el origen involucrado en los diálogos. O Hernán [González Villamil], director de sonido y compositor que también estuvo desde los primeros diálogos. Las películas no son solo de los directores. Hay algo acá de lo que se produce en equipo que en ese momento no era un equipo, y sin embargo se fue conformando".

Y al final, ese impulso colectivo terminó de dar forma a la urgencia: "En el medio de todo eso empecé a sentir que tenía que registrar más cosas, porque tenía que poder contar una historia. Fue algo que sentí. No tenía ni idea de qué podía pasar con ese material".

Hay títulos que se plantan frente al espectador como una exposición subrayada de lo que viene. Otros, en cambio, operan como pequeñas invitaciones al desconcierto. La fábula de Carolina y Eliana entra sin duda en la segunda categoría. La elección de palabras no es inocente: hay algo en esa mezcla entre lentitud y belleza, entre lo terroso de una tortuga y lo frágil de una flor, que ya nos pone en clima. No se trata de una historia de grandes gestos, sino de lo mínimo y lo esencial. Tampoco es casual que se invoque a la fábula, un formato que —como bien sabemos— habla en claves sencillas para tocar cosas complejas. En este caso, la amistad, la enfermedad, la despedida. Lo curioso y lo lúdico en el título no es un desvío, sino parte del camino.

"La fábula de la tortuga y la flor" (2025)

"La idea del título, y que en realidad para mí termina de cuajar con la película, es alejarla de esa cosa puramente documental y verdadera, de lo real. Separarnos un poco y pensar en la idea de una narración, para mí similar a las fábulas, porque tiene esa cuestión de fábula en donde tenemos dos animales. Dos seres de la naturaleza que no son humanos, pero que atraviesan un conflicto humano y que tratan de resolverlo de alguna manera", comenta sobre el título. "Mi idea era llevar la película a ese concepto, a ese universo de lo animal y lo natural. El cine documental siempre está como muy ligado al testimonio de lo real. Yo tenía ganas de separar un poco; de hecho, el relato de la película tiene algo que también busca separarse. Si bien tiene estos momentos súper documentales y 'verdaderos' de nuestros encuentros, también hay todo un juego con otro tipo de narraciones".

Antes de ser la amiga que vemos en pantalla, Carolina Campo Lupo es directora, productora, docente y cofundadora de dos casas productoras (Lobo Hombre y Pájaro Dorado). Formada en Uruguay, México y Londres —en campos que van de los medios a las artes y del cine experimental documental—, Carolina estrenó su primera película, El hombre congelado, en Visions du Réel en 2014. Desde entonces ha seguido orbitando en el panorama audiovisual local, trabajando como productora en títulos recientes de nuestra tierra como Ni siquiera las flores (2024), de Mariana Viñoles, actualmente en cartelera, o El retrato de mi padre (2022) y Las flores de mi familia (2012), ambas dirigidas por Juan Ignacio Fernández Hoppe.

Sin embargo, La fábula de la tortuga y la flor le planteó un desafío intrínseco: la cineasta se convierte también en personaje. No como un efecto de vanidad, sino como consecuencia inevitable de estar filmando a alguien a quien quiere. Y de hacerlo mientras se vive, también, una batalla personal. No hay distancia posible entre la cámara y lo que ocurre.

"Había algo muy difícil de ser amiga y directora al mismo tiempo. Porque Eliana era una persona muy importante en mi vida. Lo sigue siendo, pero de verdad. De esas personas que uno realmente siente que las tiene que tener siempre. Entonces estaba pasando por algo muy doloroso, además de que yo me acababa de recuperar también del cáncer. Estaba en un momento muy duro. Era un conflicto brutal ser directora y ser amiga, y todo el tiempo estaba en tensión. Yo era muy consciente y de hecho sufría bastante esta tensión que me hacía decir: 'Che, no me puedo separar. No puedo ser directora'. Me costaba pensar lógicamente qué era lo que me faltaba o qué necesitaba para la película. Era imposible. A veces lo hacía e iba con un plan, pero llegaba y obviamente la vida me pasaba por arriba.

El caos, mi amiga, mis emociones, y bueno. Que sea lo que sea. Era como que tenía que negociar entre estos dos roles. Sin embargo, creo que instintivamente en algunas cosas fui acertando. Algunos días pude grabar como lo había pensado. Había momentos en que podía tomar un poquito más de distancia, y tratar de organizar o planear determinadas cosas. Por eso digo que debe ser la película más difícil de hacer para mí en todos los sentidos. Porque era una lucha constante entre la directora y la amiga todo el tiempo peleando dentro de mí", explica.

Carolina Campo Lupo

La tensión entre el rol profesional y el lazo afectivo no solo define la construcción narrativa de la película: la desborda. Cada plano lleva ese pulso, esa duda, esa contradicción. Y también una cierta honestidad desgarradora: "Lo que terminé haciendo fue aceptar esta lucha y dejarla como parte de la película. Estas cosas como de descuido estético, de repente. Esas torpezas que pasan a ser parte del registro de una emoción y de una complejidad, porque algo que yo siempre me preguntaba era cómo filmar a alguien que queremos y se está muriendo. ¿Cómo hacemos eso?". 

Está claro también que la idea de La fábula de la tortuga y la flor camina por una cornisa. Porque una película sobre la despedida de una amiga con cáncer —que además no se agarra del testimonio militante, ni de la denuncia, ni del subrayado social— puede caer en cualquier momento en el pantano de lo lacrimógeno, o peor: en el negocio emocional de la tragedia ajena. Y en el documental, esa línea es más delgada de lo que parece. La espectacularización del dolor, el morbo disfrazado de "verdad", la emoción editada para generar impacto. Todo eso puede estar ahí, acechando.

Y sin embargo, la película no cae. No por magia ni por suerte, sino por una ética de trabajo que Campo Lupo se impuso desde el principio. No filmar en el hospital, por ejemplo, fue un gesto radical. Porque donde otros pueden ver escenas potentes, ella vio un límite.

"Fue una decisión de no espectacularizar el dolor. Eliana era excepcional, la Eliana que ves era así. No es que yo haya hecho una Eliana feliz y después el 80% del tiempo estuviera deprimida. Ella era así. No Había decidido no tomar medicación, antidepresivos ni nada; o sea, llevaba adelante así la vida en todos los sentidos. Entonces yo decidí dejar afuera la miseria que produce el cáncer, porque es real. Fue deliberado porque también quería construir más allá de eso. Yo odio la espectacularización de la miseria, y también la estatización de la desgracia humana. Me parece que está mal a nivel ontológico. A mi entender, ya era muy duro lo que estaba retratando y no hacía falta ir a lo pornográfico en el sentido cinematográfico".

La línea ética, sin embargo, nunca es fija ni sencilla. No alcanza con una regla general. Hay que discutir cada encuadre, cada transición, cada silencio. Por eso, más allá de esa decisión inicial, la conciencia crítica acompañó todo el proceso.

"Ni que hablar que igual, el cuestionamiento ético de si lo estoy o no lo estoy haciendo, estuvo siempre. Estuvo hasta el último día del montaje, y fue además una premisa de trabajo con todo el equipo; hasta el sonido y el color. Pensar cómo no convertir esto en un circo. Durante el rodaje, yo tuve la premisa de grabar todos nuestros encuentros, y así fue. Si bien decidí que el hospital no lo iba a grabar, aunque está ese solo plano, el resto de nuestros encuentros se grababa todo y después se elegía. Y en el montaje, una cosa que se habló mucho y que trabajamos con Guillermo [Madeiro], Marcos y Hernán, porque todos iban viendo los materiales también, fue cuidar determinados límites. De qué tanto vamos a dejar ver cosas que pueden ser muy espectaculares y golpes bajos, y que sin embargo van desvirtuando también el cuidado de los personajes y de la película".

"La fábula de la tortuga y la flor" (2025)

Lo que está en juego no es solo lo que se muestra, sino el cómo. Y sobre todo, por qué. ¿Por qué filmar el final de una amiga? ¿Por qué decidir quedarse con los días luminosos sin negar los oscuros? ¿Por qué resistirse a convertir el duelo en postales? La respuesta no está escrita en ninguna escuela de cine. Pero La fábula de la tortuga y la flor la busca con una sensibilidad que no subraya, ni embellece, ni explota. Solo acompaña.

La dificultad no es solo filmar el dolor, sino también el cómo permitir que el cine respire junto a lo filmado, sin encerrarlo en su propia maquinaria. La película de Carolina puede leerse también como una práctica de esa pregunta: ¿cómo dejar que las cosas se muestren sin imponerles una forma cerrada? Hay en su dispositivo una ética del encuadre que no solo mira, sino que deja mirar. Y también deja pensar.

Porque la película no es sobre una sola cosa. No es un manifiesto, ni una elegía, ni una biografía. Es, más bien, una serie de conversaciones abiertas que la cámara deja aflorar, como si la estructura no fuera un molde sino una red que permite entrever múltiples capas.

"La fábula de la tortuga y la flor" (2025)

"Durante los rodajes había una serie de cosas que a mí me interesaban, y que cuando las filmábamos yo sentía que eran importantes. Había algunos ejes que yo siempre quise a partir de que empecé a entender que esto era una película. Tenían que ver con trabajar la amistad, la maternidad, pero además el lugar de los niños. Cómo construir el lugar de los niños, que son mucho más activos de lo que imaginamos que son, que también son los niños cuidadores. Hay muchas escenas de la película que, al filmarlas, sentí que realmente eran importantes", cuenta la directora sobre el proceso. 

"La cuestión médica, por ejemplo, fue algo que trabajamos mucho. Queríamos encontrar un punto en donde se entendiera la situación, pero que no se hablara constantemente de la enfermedad. Tampoco era un documental educativo sobre lo que ocurre a nivel físico, ni uno que fuese con un estandarte de 'La medicina está mal y los médicos no encaran'. Pero sí era importante saber que esto se habla y que hay un conflicto, por ejemplo, con cómo la medicina trata a los pacientes. Eso se abre ahí y la película no va de eso, pero es parte de las conversaciones de las amigas y parte de los enfermos".

Y agrega: "Para mí era importante que estuviera cómo nosotras nos sentimos con nuestro cuerpo, y cómo nos sentimos con respecto a la medicina. Yo creo que si la película es política, lo es de otra manera, no con panfletos. Para mí hay que traer las cosas y que queden en la cabeza del espectador; en un espectador que tiene sus propias ideas de las cuestiones médicas, de la maternidad y de lo que sea. Para mí la película reivindica el amor, como una cosa sumamente importante en la vida que todavía no sé si entendimos".

"La fábula de la tortuga y la flor" (2025)

Lo político en La fábula de la tortuga y la flor no se enuncia, se encarna. No hay tesis ni moraleja, sino cuerpos que atraviesan dilemas: cómo se siente una con su cuerpo, con su enfermedad, con su rol como madre o como amiga. 

La fábula de la tortuga y la flor tuvo su preestreno en el marco del 43° Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay, organizado por Cinemateca. Llega a las salas de cine este 29 de mayo para luego viajar al Philadelphia Latino Arts & Film Festival (PHLAFF).

"Hice una película que en un momento era algo personal, y después para mí se volvió un objeto que tenía la finalidad de abrir una ventana para los demás. Mi única expectativa es poder compartirla y abrirla y que la gente entre y la odie, la ame, me da igual. Pero es generar un espacio donde otras personas puedan entrar y se puedan espejar de alguna manera", responde la directora sobre sus expectativas de la película.

"Capaz que es en un segundo, si hay momentos en los que se puedan espejar y ver algo ahí de ellos, de ellas. Que podamos conversar, que podamos generar esta discusión en torno a lo que sea. Porque algo que a mí siempre me preocupó es lo poco que hablamos de la muerte. Y yo creo que hay que hablar, ayuda. Hace bien en distintos sentidos, aunque duela, pero es que no la podemos evitar. Está ahí, es parte de nuestra vida, camina junto a ella. Creo que está bueno que hablemos estas cosas, y es algo que también intenta la película".