Por Nicolás Medina
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Exigirle o esperar que, a sus 85 años y con más de 60 años de carrera, Francis Ford Coppola siga haciendo El Padrino (1972), La Conversación (1974) o Apocalypse Now (1980) es tan ingenuo que puede rozar lo absurdo.
Lo que quizá sí se podría esperar es que a esta altura de su carrera, Coppola lograra estar relativamente en control del contexto que rodea a sus películas. La película protagonizada por Marlon Brando y Al Pacino terminó costando casi seis veces más del presupuesto original, lo que ocasionó muchos roces entre Coppola y Paramount. Aparte de que, según lo que se dice, la mafia ítalo-estadounidense se involucró en el rodaje. La adaptación de Heart of Darkness (1899) fue todavía peor, las complicaciones de producción incluyeron desde drogas, hasta actores demasiado metidos en personaje y fuera de sí mismos, y un entorno de rodaje totalmente hostil que terminó dejando hospitalizado a Martin Sheen por un posible infarto.
Y es que, aunque en una primera lectura pueda parecer que las circunstancias en las que una película es concebida no deben influir en la obra en sí, es inevitable despojarnos de toda esta información al ver la película, y más aún en Megalópolis (2024), donde el recorrido de la película hasta llegar a estrenarse en el Festival de Cannes se permea funcionando casi como un paratexto, y también generando una doble e irónica lectura sobre la historia que propone Coppola en su película, y la historia de la concepción de Megalópolis en sí.
Se dice que Coppola comenzó a escribir Megalópolis en la década de los 80. Estaba filmando The Outsiders (1983) y venía de una seguidilla de estrenos que seguramente resultó (y hasta el día de hoy resulta) inconcebible y envidiable para cualquier director de cine. En 1972 estrenó El Padrino, una de las mejores películas de todos los tiempos. En 1974 estrena dos películas, El Padrino II y La Conversación. Y como si esto no fuera suficiente, en 1979 estrena Apocalypse Now.
El único que sabe el origen real de Megalópolis es y será Coppola, pero es razonable que luego de estrenar cuatro de las películas más grandes de la historia en menos de 10 años, el propio Coppola sufriera un poco de megalomanía.
La megalomanía se entiende generalmente como la expresión de delirios extremadamente desproporcionados de grandeza, de autoestima, de poder.
¿Hasta qué punto la visión de Coppola de Megalópolis es un sueño megalómano y hasta dónde podemos justificarlo con que es un proyecto en el que realmente Coppola creía y quería concretar antes de que se le acabara el metraje?
Coppola ha declarado que entre principios de los 80 y los 2000, muchos de los proyectos que acepto dirigir fueron en parte para llegar a financiar Megalópolis. Eventualmente, el oriundo de Michigan, tenía las cosas bastante encaminadas: se dice que estaba realizando lecturas del guion con actores como Robert De Niro, Leonardo Di Caprio, Nicolas Cage, Kevin Spacey, Uma Thurman y Russel Crowe, que ya había bajado a tierra imágenes conceptuales y llevaba grabadas más de 30 horas de metraje de segunda unidad (posiblemente locaciones, detalles, todo lo que no incluyera actores en escena). Entonces, llegó el 9/11 y todo se fue a pique.
¿Por qué? Porque la historia original de Megalópolis giraba en torno a un arquitecto que, luego de que Nueva York fuera devastada, aspiraba a reconstruirla como si se tratara de una utopía. Claro está que, con los atentados a flor de piel, la idea de combinar en una película a Nueva York con una devastación caótica y casi apocalíptica no sería precisamente bienvenida (y aún menos apoyada por inversores).
Hoy, Megalópolis mantiene en líneas generales su disparador original, pero también deja algunas ideas libres a interpretación. Para entender la propuesta se puede, primero, definir sus personajes principales: Cícero (Giancarlo Espósito), alcalde de Nueva York; Craso (Jon Voight), uno de los banqueros más ricos de la ciudad; Clodio (Shia Lebeouf), un joven esperpento aristocrático que busca mostrarle al mundo que es más que un simple niño rico; y César (Adam Driver), un arquitecto con la capacidad de manipular el tiempo y con un material milagroso llamado Megalón a su disposición. Todos buscan lo mismo: convertirse en el máximo responsable de la reinvención de Nueva York a esta utopía retro-futurista.
Hay muchos más personajes que rodean la historia, entre los relevantes están Julia Cícero (hija del alcalde, interpretada por Nathalie Emmanuel), Wow (una periodista con mentalidad de tiburón interpretada por Aubrey Plaza y Fundi (asistente y chofer de César interpretado por Laurence Fishburne, quien también auspicia de narrador de la fábula).
La intención de Coppola queda clara, el director, guionista y productor aspira a crear un paralelismo entre Nueva York y el imperio romano, de ahí los nombres de sus personajes. Pero la intención real de la película comienza a perderse en lo excesivo, garrafal y descomunal del relato de Coppola, al que a su vez denomina como una fábula. ¿Es entonces una fábula? ¿Es una sátira? ¿Es una re imaginación y extrapolación de la caída del imperio romano para que Coppola pueda expresar en imágenes su preocupación por la barbarie y la ignorancia que desde su punto de vista acechan contra el status quo de la polis ideal? Es un poco de todo eso, y es justamente eso lo que la vuelve tan desbordante.
Hay que decirlo, el concepto de megalomanía sí que está presente en la película, y Coppola logra transmitirlo a la perfección. Pero eso no es algo precisamente bueno. En todo este relajo, el foco de la película esta principalmente sobre Adam Driver, César, que queda claro que es un alter ego de Coppola: el innovador, el carismático, con un pasado revolucionario, pero ante todo, el artista incomprendido.
Driver carga bastante bien con algo que más que una mochila pesada, es una especie de arnés que lleva a un Coppola de 85 años con 120 millones de dólares en sus bolsillos, mientras posiblemente da indicaciones desmedidas y poco claras —que él comprende a la perfección— a todo el equipo de la película.
Respecto a los 120 millones de dólares, no es un dato menor, esa es la cantidad de plata que Coppola puso de su bolsillo vendiendo parte de su patrimonio y sus viñedos para producir la película. Aparte de ser el motivo por el cual, incluso luego de haberse estrenado en Cannes, la película aún no cuenta con distribución. Claro, Coppola no quiere arriesgarse a darle a nadie su película si eso no le implica mínimamente recuperar el dinero que ha invertido.
Kevin Costner, quien también llegó al festival de Cannes con su proyecto Horizon: An American Saga, parcialmente autofinanciado, ha expresado que teme que alguien se aproveche de la vulnerabilidad en la que ha quedado Francis, ya que tarde o temprano deberá venderle los derechos de distribución a alguien, y mientras pasan los días, y la recepción de la película continua inclinando la balanza hacia el descontento y la decepción, las acciones de Megalópolis bajan.
Coppola no se conforma con su fábula que, en general, gira en torno a la idea de que somos una sociedad perdida que cíclicamente acabará por destruirse a sí misma. Sino que, aparte, opta por jugar un poco a hacer una ópera, otro poco remite a Shakespeare, incluyendo un poco de Romeo y Julieta en la relación entre César y Julia y ciertos pasajes cuasi televisivo – teatrales que remiten a la obras del inglés.
Toda esta extravagancia puede dar la impresión de que Coppola, tan ensimismado en la película y en sí mismo, se ha apartado un poco de la realidad y de las narrativas vigentes. Es como si la película creyera que realmente está contando algo único y novedoso. Cuando lo novedoso, quizá, es su carácter casi de programa de variedades.Esos que uno agarra de costado haciendo zapping y en los que vale absolutamente todo.
A todo esto, Coppola parece sacarse las ganas de trabajar todo lo que puede en las visuales de las películas, que por momento pueden ser tan sorprendentes como para querer imprimir y colgar algún que otro plano en el living de tu casa, y que luego dan lugar a pasajes que parecen hechos para previsualizar en rodaje y que incomodan bastante a la vista.
A fin de cuentas, es probable que la Nueva Roma de Coppola sea, simplemente, un retrato de las mayores preocupaciones de su autor. ¿Una alarma, quizá? Lo cual podría justificar uno de los momentos más bizarros de la proyección. Cuando la película ya por sí misma no puede más, ni tampoco puede demandarle más al espectador, un “periodista”, se acerca con un micrófono a los pies de la pantalla, desde la cual César está dando una suerte de conferencia de prensa luego de ciertos acontecimientos en la película. Este “periodista”, que en verdad puede que sea un actor, o simplemente un acomodador disfrazado, se dirige a un Adam Driver gigantesco en pantalla y le hace preguntas. Correcto. Coppola se da el gusto (porque claramente lo ve necesario), de incluso crear una suerte de experiencia transmedia durante 30 segundos que desconciertan y que tampoco parecen tener demasiado sentido. A menos que, justamente, la idea sea la de extraer la ficción hacia la realidad para darle otro tipo de peso dramático.
Hay quien logre entrar en el juego propuesto por la película. Posiblemente, haya espectadores que encuentren sentido a toda la extravagancia propuesta en Megalópolis. Tal vez, al tener un estreno comercial, termine siendo un éxito en el público, adquiriendo un carácter de película de culto. O algo así. Pero lo seguro, por ahora, es que la película de Coppola ha sido recibida con más decepción, que con apatía. Y también, hay que decirlo, con cierta lástima. Todos quienes amamos al cine, le debemos mucho a Francis Ford Coppola, y posiblemente eso sea lo que hace que a medida que su proyecto de vida avanza y se desmorona, resulta más doloroso que molesto. Lo cual desencadena en un silencio alarmante al momento que empiezan a correr los créditos.
Megalópolis todavía no cuenta con fecha de estreno internacional, dado que sus derechos de distribución siguen en manos de su autor hasta nuevo aviso.
Por Nicolás Medina
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