El conde Drácula está presente en el imaginario colectivo de todos de una u otra manera. Su rostro pálido y su camisa blanca establecen la paleta perfecta para resaltar la sangre que chorrea de sus colmillos puntiagudos que, de alguna manera, acompaña lo refinado de su pelo engominado y su capa negra, actitud que se realza con su monstruosa caballerosidad.
Pero de las tantas apariciones de Drácula a lo largo de los años, dentro de las cuales se pueden destacar aquella versión de 1931 de Béla Lugosi, la reimaginación encarnada por Gary Oldman en la película de Coppola o la versión de Christopher Lee para la Hammer, ninguna fue tan horrorosa como la encarnada por el alemán Max Schreck en la Nosferatu de 1922, que fue, de hecho, un plagio de la obra de Bram Stoker realizado sin ningún permiso legal.
La película llegó en la cúspide del cine expresionista y, aunque no completamente expresionista, supuso ser una obra de resistencia frente a la banalización del mito vampírico. F.W. Murnau no solo adaptó la sombra del Drácula de Stoker; construyó un vértigo visual donde la deformidad y el terror se alzan como ejes de una estética macabra, rechazando la romantización y abrazando al monstruo puro.
“Nosferatu” (1922) de F. W. Murnau
En 1897, el escritor irlandés Bram Stoker dio a luz a una de las figuras más paradigmáticas del gótico literario: el conde Drácula. Concebida como una novela epistolar, su estructura fragmentada y caleidoscópica replicaba la alienación misma que buscaba retratar, mientras articulaba un discurso subyacente sobre las tensiones culturales de la Inglaterra victoriana. El vampiro, esa entidad seductora y depredadora, condensaba en su figura las ansiedades del colonialismo, el contagio sexual y la amenaza del otro.
Stoker, un hombre atrapado entre las limitaciones de su tiempo y su propia imaginación, exploró estos temas también en otras obras como La joya de las siete estrellas (1903), que indagaba en el orientalismo y la necromancia, aunque sin alcanzar la profundidad de su opus magnum. Drácula no solo se posicionó como un bestseller en su época, sino que se transformó, con los años, en un texto fundacional para el cine y la literatura, capaz de ser revisitado incesantemente sin perder su vigencia.
El legado inmediato de Drácula dio paso a una miríada de adaptaciones y reinterpretaciones que intentaron capturar la esencia del vampiro, aunque muchas se quedaron en la superficialidad del mito. En este contexto, Nosferatu emergió como una desviación radical. Prana Film, bajo la dirección de F.W. Murnau, decidió reconfigurar la narración de Stoker, adaptándola bajo el pretexto de la ilegalidad. Lo que nació como una adaptación encubierta se convirtió en una obra que trascendió a la fuente original.
“Nosferatu” (1979) de Wegner Herzog
El expresionismo alemán, con su fascinación por la angustia psicológica y las distorsiones de la realidad, no se permea precisamente en cada cuadro de Nosferatu. Pero Murnau, un cineasta obsesionado por la composición pictórica, utilizó la luz y la sombra como elementos narrativos, dotando al conde Orlok, nuestra nueva versión de Drácula, de una presencia casi mitológica. Esta figura grotesca interpretada por Schreck no seduce ni dialoga: domina y aterroriza, convirtiéndose en un espectro que trasciende el tiempo y el espacio.
Pero a pesar de su mérito artístico, la película estuvo al borde de la extinción. Los herederos de Stoker lograron que se ordenara la destrucción de todas las copias existentes, pero algunas sobrevivieron, permitiendo que la obra alcanzara un estatus legendario como artefacto prohibido.
La trama de Nosferatu sigue una estructura similar a la de Drácula: Thomas Hutter, un agente inmobiliario, viaja a los montes Cárpatos de Transilvania para cerrar un trato con el conde Orlok, solo para descubrir que su cliente es una criatura nocturna que se alimenta de sangre. La acción se traslada luego a Wisborg, donde Orlok siembra el caos y la muerte, hasta que Ellen, la esposa de Hutter, se sacrifica para detenerlo.
Sin embargo, las diferencias son significativas. Drácula es un noble decadente, sofisticado y seductor. Orlok, en cambio, es una aberración casi animal, un depredador cuyo cuerpo deformado refleja la corrupción de su esencia. Mientras que el primero representa una amenaza velada, el segundo es un terror manifiesto, desprovisto de la capa de glamour que caracteriza a muchas representaciones del vampiro.
“Nosferatu” (1922) de F. W. Murnau
La influencia de Nosferatu en el imaginario colectivo y en el género de terror es incalculable. La película redefinió al vampirismo no como una extensión de lo humano, sino como una negación de él. Desde su estreno, se convirtió en un modelo para explorar no solo el horror, sino también las pulsiones subconscientes y los miedos atávicos de la humanidad.
El vampiro, como arquetipo, ha pasado por innumerables transformaciones: del erotismo lánguido de Interview With The Vampire (1994) al realismo brutal de Let The Right One In (2008), cada iteración aporta una nueva capa al mito. Pero Nosferatu permanece como un recordatorio de los orígenes del miedo: la figura del depredador que acecha en la oscuridad, desprovisto de empatía o redención.
El vampiro ha sido revisitado y reinterpretado en infinidad de ocasiones, pero pocas versiones alcanzan la profundidad de Herzog con su Nosferatu: Phantom Der Nacht (1979), una meditación sobre la soledad y la inevitabilidad de la muerte. Asimismo, Shadow Of The Vampire, de E. Elias Merhige (2000) ofrece una mirada metatextual al mito, jugando con la idea de que Max Schreck era un vampiro real.
Y ahora, Robert Eggers, con su meticuloso enfoque histórico y su sensibilidad por lo ominoso, y con quien LatidoBEAT pudo conversar en compañía de Willem Dafoe, acaba de emerger como el heredero natural de Murnau. Su obra trasciende el mero entretenimiento, para convertirse en una investigación sobre los límites de la humanidad y sus miedos primigenios. En Nosferatu (2024), Eggers tiene la oportunidad de abordar un material que no solo es seminal, sino también maleable a sus obsesiones estéticas.
Eggers, quien ha demostrado una capacidad única para transformar lo cotidiano en lo aterrador, puede reinterpretar al conde Orlok como una figura tanto más perturbadora, cuanto más conectada estéticamente con sus propias inquietudes. Su enfoque termina por dar una película que, sin traicionar al legado de Murnau, también dialoga con las sensibilidades contemporáneas.
“Es controversial, pero no creo que la película de Murnau sea expresionista. Creo que está en el movimiento expresionista. Los diálogos y el estilo de actuación son expresionistas, pero Murnau y sus colaboradores estaban más interesados en el neorromanticismo, que estaba conectado al expresionismo, pero es diferente” explica, al preguntarle sobre cómo dialogó con el expresionismo en su nueva película.
“Miraban a los románticos originales, miraban a Caspar David Friedrich y a Johan Christian Dahl y creo que es el trabajo con las sombras lo que cae estilísticamente en el expresionismo. Y creo que pasa lo mismo con esta película”, continúa.
“Nosferatu” (2024) de Robert Eggers
En La bruja (2015), Eggers redefinió al terror gótico al sumergirnos en un paisaje histórico, donde la paranoia y el aislamiento son los verdaderos monstruos. En El faro (2019), exploró la alienación y la locura en un relato que desafió las convenciones narrativas, mientras que El hombre del norte (2022) combina el mito y la brutalidad en una épica sobre la venganza.
En cualquiera de estos casos, sus obras revelan a un director obsesionado por la autenticidad histórica y las narrativas que confrontan al espectador con su propia fragilidad. Nosferatu se presenta como una extensión natural de estas preocupaciones, un espacio donde Eggers puede desplegar su visión más oscura y sofisticada.
Pero lo cierto es que uno de los recursos favoritos de Eggers para la construcción de su horror es cómo el director hace uso del fuera de campo. Todo lo que no vemos, lo que no aparece en cuadro, lo que se sugiere, pero no se define por completo. Algo que recuerda a las ideas de H.P. Lovecraft y esta noción de que el miedo más fuerte para el ser humano, es el miedo a lo desconocido. Eggers se encontraba frente a un problema al adaptar Nosferatu: la inherente necesidad de que su monstruo tomara una dimensión física, algo que abordamos en nuestra charla.
“Creo que esta idea de Lovecraft aplica a la puesta en escena de la película de muchas formas. Uno de los desafíos más grandes para mí al hacer Nosferatu fue que mi instinto como cineasta era no mostrar al monstruo. Por eso intenté que durante gran parte de la película estuviera en las sombras. E incluso una vez que se le revela, se mantiene en un lugar sombrío. Y el saber que iba a tener que iluminarlo con la luz del amanecer era un pensamiento paralizante", comenta riéndose mientras asegura que Lovecraft tenía toda la razón.
Robert Eggers
La versión de Eggers traslada la acción a 1838, donde Ellen Hutter (Lily-Rose Depp) establece un vínculo psíquico con el conde Orlok (Bill Skarsgård), una figura que trasciende la maldad para convertirse en una encarnación de la peste misma. Nicholas Hoult y Willem Dafoe completan un elenco que transmuta a un choque entre la normalidad burguesa y el caos primigenio.
Y a propósito de Dafoe, el actor es un viejo conocido de los personajes delirantes. En este caso, debe auspiciar del particular profesor Albin Eberhart von Franz, que sería la versión de Nosferatu de Van Helsing. Con una sonrisa constante a través de la cámara de zoom, el veterano nos comenta su percepción acerca de lo atractivo de estos personajes rotos, locos y extravagantes: “Creo que lo que los hace atractivos es que tienen una perspectiva distinta. Nos invitan a pensar de una manera diferente. Si no los juzgas, a veces algunos de sus pensamientos oscuros terminan teniendo sentido, o al menos abren algo que tú mismo niegas, porque eres una persona sensata que tiene que pasar por esta vida. Ellos han dado el salto, ya sea a través de algún tipo de defecto o de inteligencia, no importa cómo llegaron allí, pero están en el otro lado. Están pensando en algo más allá de lo cotidiano. Eso me interesa. Porque yo soy uno de ellos”.
“Nosferatu” (2024) de Robert Eggers
“Tengo una profesión que me permite considerar todo tipo de cosas. Pero soy una persona normal que teme a Dios. Cuando veo a alguien que puede pensar fuera de la caja o se ve obligado a hacerlo, me permite acceder a un tipo diferente de curiosidad y asombro. Me gusta ese tipo de personajes. No son historias que la sociedad apoye, porque dan miedo. Pues bien, ¡que vengan! Porque si desciframos esas historias no solo nos humanizaremos, sino que también nos enfrentaremos a nuestros miedos”, culmina mientras se tienta, burlándose de sí mismo por haber sonado como un boy scout.
En un panorama donde la nostalgia se convierte en una excusa para la mediocridad, Nosferatu de Eggers logra escapar de esta trampa al subvertir nuestras expectativas. Aunque pueda ser considerada la más limitada de sus obras, esta calificación ignora su objetivo: transformar lo conocido en algo visceralmente nuevo. Eggers no busca innovar en la trama, sino en la experiencia sensorial.
La relación entre contenido y forma en Nosferatu (2024) es especialmente destacable. Eggers utiliza la estructura del mito vampírico para explorar temáticas que atraviesan su filmografía: la fragilidad de la civilización, el caos primitivo y el inevitable deterioro humano frente a las fuerzas naturales y sobrenaturales. Cada decisión estética refuerza estas ideas; las sombras, la puesta en escena minimalista y el ritmo pausado convierten lo conocido en un espacio de constante tensión.
“Nosferatu” (2024) de Robert Eggers
Visualmente, la película es un triunfo. Jarin Blaschke, colaborador habitual de Eggers, traduce el expresionismo clásico a un lenguaje contemporáneo, creando un paisaje que es a la vez onírico y opresivo. Robin Carolan aporta una banda sonora que intensifica cada momento, oscilando entre lo sublime y lo macabro. Pero es Bill Skarsgård quien redefine al conde Orlok, dotándolo de una fisicidad que evoca tanto a Max Schreck como a una criatura completamente nueva.
El uso de los silencios y los planos prolongados dotan a la película de una cualidad hipnótica. Estos momentos, lejos de ser vacíos, funcionan como pausas meditativas que invitan al espectador a sumergirse en la atmósfera opresiva del filme. La forma en que Eggers balancea estas técnicas con los momentos de horror explícito demuestra su comprensión de que el miedo no está solo en lo que se muestra, sino en lo que se insinúa.
“Nosferatu” (2024) de Robert Eggers
La verdadera fuerza de la película reside en su capacidad para construir terror desde la inevitabilidad. Cada escena está impregnada de un sentido de fatalismo que captura al espectador, recordándole que el horror no reside en lo que sucede, sino en cómo lo percibimos y su relación con las emociones de sus personajes.
“Se dice que el artista expresionista lleva el corazón clavado en el pecho, y con eso me identifico —afirma Eggers—, creo que Murnau también lo hacía. Porque creo en el extremo de la emoción. Hay melodrama en esta película, y me parece que ese tipo de exploración de la emoción es sumamente interesante”.
Si bien podría carecer del lirismo de El faro o la brutalidad de El hombre del norte, esta película encuentra su fuerza en la contención. Una muestra de que el horror no siempre necesita ser grandilocuente; a veces, basta con una sombra que se desliza por la pared para aterrarnos hasta el alma.