Por Juampa Barbero | @juampabarbero
Una lista de películas polémicas en internet no está completa sin Pink Flamingos (1972). Suele suceder que la gente la encuentra aberrante u ofensiva, y está bien. Dicen que esa clase de contenido te daña la cabeza, y está bien. Que el guion es una mierda y la fotografía aún peor, y está bien. Al igual que a quienes se quejan de asustarse en una película de terror, solo se les puede responder una cosa: el cine de John Waters no es para almas sensibles.
“Durante años, si un espectador vomitaba viendo una de mis películas, yo lo interpretaba como una ovación”, afirmó el icónico cineasta de Baltimore tiempo atrás. Con una galería de excentricidades impresa a lo largo de su filmografía, John Waters siempre dejó expuesto al espectador para sentir la verdadera incomodidad. Si no te atrae, ni te da risa, es difícil aguantar.
El Pontífice del Trash, así lo llamó nada más ni nada menos que William Burroughs, el abuelo del punk. Es conocida la ironía que irradiaba el famoso escritor estadounidense para llamar “pontífice” justo a quien más ofendió a la Santa Eucaristía con todo tipo de perversiones. El sexo surrealista dentro de la iglesia en películas como Mondo Trasho (1969) y Multiple Maniacs (1970) alcanza para insinuar lo que a Waters le importaban los dogmas religiosos, y pasar directamente a la segunda parte del apodo. Porque primero hay que hablar del trash.
En el sórdido submundo del cine, el "trash" se aferra a lo vulgar y lo descarado. Este género se deleita en lo grotesco, lo escandaloso y lo deplorable, ofreciendo un festín de tramas injuriosas, diálogos exagerados y actuaciones desbordantes. Con presupuestos modestos y una estética kitsch, el "trash cinema" se sumerge en los territorios más oscuros de la sociedad, desencadenando reacciones polarizadas en su audiencia.
En contraposición a los elegantes travellings y las cuidadas producciones de Hollywood, donde se pulía cada detalle y planeaba cada movimiento con precisión quirúrgica, John Waters optaba por el encanto descuidado y el caos calculado. En Mondo Trasho se puede notar a los transeúntes mirar a la cámara con asombro, zooms tan descontrolados que uno casi puede sentir vértigo y una estabilidad de cámara tan ausente como la modestia en una alfombra roja. Esta elección estética, lejos de ser accidental, la mantuvo durante varios años como una bofetada irónica al refinamiento.
Mientras algunos lo desprecian por su supuesta falta de calidad y valor artístico, otros, seducidos por lo sucio, lo adoran por su audacia y su capacidad para romper moldes. John Waters emerge como un ícono en este panorama, un maestro de la transgresión, cuya Trilogía Trash conformada por Pink Flamingos, Female Trouble (1974) y Desperate Living (1977) son testimonios de su genio provocativo e insignia queer.
La censura siempre fue un adversario constante en el camino de John Waters, quien se cagó en los límites impuestos por los guardianes de la moralidad en el séptimo arte. Desde los albores de su carrera, John Waters plantó su bandera en terrenos prohibidos, sin temor al qué dirán. A diestra y siniestra, sus películas fueron marcadas como objetivos por la ética puritana y la corrección política. A pesar de los intentos por condenar su arte subversivo, Waters se mantuvo firme, desafiando a los censores con una sonrisa burlona y rechazando cualquier intento de amordazar su creatividad infame.
El camp, una corriente artística que abraza lo ostentoso y la exageración, encuentra su hogar en las películas de John Waters. Celebrando lo estrafalario y lo excesivo, Waters ridiculiza las convenciones heteronormativas. Su obra, marcada por una estética alegórica y discrepante, también sirve como una forma de integración social de la cultura LGBTIQ+ en el cine alineado a la poca seriedad, de intenciones y resultados discordantes. Influenciado por otros directores célebres del camp de la talla de Russ Meyer, Andy Warhol y Ed Wood, Waters se divierte subvirtiendo los estereotipos, transformándolos en parodias hilarantes mientras exalta la belleza en su evidente fealdad.
La suciedad con la que presenta su obra no es detalle menor. Lleva al extremo las condiciones más impropias del ser humano poniéndolo en situaciones hediondas, pero que se presentan con total normalidad. Lo inapropiado tiene mucho estilo bajo la estética de este director tan peculiar. Fastidiar al espectador, correrlo de su asiento cómodo del entretenimiento y sofocarlo con una realidad que busca esquivar. Esto no quita que sus personajes sean queribles, extrañamente tienen cierto encanto y más de una vez te quitan una carcajada, como también pequeños destellos de ternura… pero todo esto cuando no estás con los ojos cerrados intentando no ver lo que está sucediendo.
Pink Flamingos es un claro ejemplo de la paradoja entre lo asqueroso y lo atrayente en el cine: “Es horrible, pero encanta”. Divine es nombrada como el ser más repugnante, y lo peor es que unos vecinos envidiosos quieren vengarse de su fama. Todas las cartas de John Waters están puestas en este film: desde zoofilia (suena más leve que describir lo que hace con el pollo) hasta coprofagia (nerdeada antes que comer caca de perro). La exhibición de comportamientos violentos y depravados, lo más oscuro y desagradable de la condición humana.
Sin embargo, a pesar de su contenido repulsivo, Pink Flamingos encontró un público que se siente atraído por su audacia y su rechazo total de la corrección política y el buen gusto. Para algunos espectadores, la película representa una liberación de las restricciones sociales y una oda a la irreverencia. Su aptitud de empujar los límites del cine underground generó admiración y fascinación en aquellos que valoran la originalidad y la provocación por encima de todo.
¡Todo en nombre del arte! Esa fue la justificación de John Waters para la escena sexual en donde dos pollos son asesinados aunque, según confesó, solo uno de ellos murió. Sabiendo todo esto, ¿creerían si les digo que hay una adaptación para niños? Así es: Kiddie Flamingos (2015). Esta versión fue producida como un proyecto de arte experimental en el que los niños recitan los diálogos y realizan las acciones de la película original, aunque de una manera más inocente y cómica debido a la edad de los intérpretes. Kiddie Flamingos es una reinterpretación mordaz y a menudo humorística, que trastorna las expectativas del público al presentar su narrativa ultrajante a través de la lente de la ingenuidad infantil.
¡Todo en nombre del arte! Esa es la filosofía detrás de las acciones más intensas que suceden en los relatos de Waters. En Multiple Maniacs, los villanos secuestran a un grupo de jóvenes para obligarlos a presenciar su acto circense. El asesinato final escenificado en Female Trouble es otra gran caricatura de este grito de guerra. Ni hablar de lo que sucede en Cecil B. DeMented (2000) donde un grupo de cinéfilos secuestran a una estrella de Hollywood y la obligan a actuar en su película, toda la cáscara que se empieza a caer y el cine recién empieza a aparecer cuando hierve la sangre.
En un grupo de revolucionarios que le rezan al cine underground, sus apóstoles son Rainer Werner Fassbinder, David Lynch, Kenneth Anger, Sam Peckinpah, por nombrar sólo algunos, cada cual aporta su grano de arena en la mente de estos jóvenes que promulgan el derrumbe del sistema. Cecil B. Demented es el nombre del personaje principal, el director de la película a filmar, el frívolo y tenaz orador que logra tener adiestrados a sus seguidores, como si Charles Manson (a quien le hacía un guiño cada tanto) se pusiera a escribir el guion perfecto para denunciar a la industria cinematográfica que nos cambia las emociones por basura. Y en la basura es por donde más le gusta revolcarse a John Waters. Es su terreno local, un manantial para el cerdo.
Es verdad que a medida que John Waters ganaba prestigio, sus películas se volvían más elegantes y estilizadas a partir de Polyester (1981). Sin embargo, aunque perdieron algo de su crudeza original, nunca renunciaron por completo a su esencia trash. Las producciones posteriores, como Hairspray (1988) y Serial Mom (1994), lucían una estética moderna con tonos pasteles, pero aún así mantenían su humor ácido que caracteriza el estilo inconfundible de Waters.
"Aunque la mona se vista de seda, mona se queda”, dice un dicho popular. En su trayectoria, John Waters arremete con su modus operandi contrastante. En Cry Baby (1990), explora la dicotomía entre rebeldes y conservadores con un musical caprichoso. No creas que es High School Musical. En Polyester aborda la controversia vecinal sobre la proyección de las películas más pornográficas del continente, ofreciendo una mirada audaz a la hipocresía y la doble moral que prevalecen en la sociedad. Y en Dirty Shame (2004), Waters lleva el sexo a paroxismos insospechados, exponiendo sin tapujos los límites de la moralidad y depravación donde los tabúes son arrasados sin remordimientos.
Incluso Pecker (1998), la cual parece más alejada de lo vomitivo, tiene un diálogo con el Waters primitivo. Si se toma en cuentas las fotos que saca su protagonista, se puede observar cierto realismo obsesionado con lo nauseabundo. Como si Pecker fuera Waters extasiado con su cámara buscando encuadrar la belleza donde los demás no la encuentran. Para nada radical como Pink Flamingos, acá parece hacerse una especie de homenaje él mismo, después de que todas sus películas lo convirtieron en “El Rey del Mal Gusto”.
Pero lo que hizo a Divine más que una simple actriz fue su destreza para encarnar la rebeldía y la liberación en su forma más pura. En un mundo donde la sociedad dictaba quién podía ser considerado bello o aceptable, Divine violentaba el establishment con su presencia escandalosa. Encarnaba la idea de que la belleza y la dignidad no tienen por qué seguir los estándares convencionales, y que el verdadero poder reside en la autenticidad y la autoaceptación.“I’m So Beatiful” repite una y otra vez la cantante, actriz y drag queen en su canción más exitosa al ritmo del ítalo disco.
Durante los años en los que no pudo dirigir películas, John Waters canalizó su creatividad a través de la escritura. En Carsick, combinó ensayo, ficción y crónica para explorar el arte del autostop en Estados Unidos. Ahora, con la novela Liarmouth, su primera incursión completamente ficticia, nos lleva en una trepidante road movie que oscila entre la realidad y la fantasía. Este nuevo proyecto también marca su retorno al cine, ya que los derechos de la obra fueron adquiridos para una adaptación cinematográfica bajo la dirección de él mismo. ¿Quién mejor, si no?
A sus 77 años, el más freak entre los freaks vuelve a la carga con su primera película en casi 20 años. El proyecto, anunciado en 2022, sigue las peripecias de la estafadora Marsha Sprinkle, una ladrona de valijas y maestra del disfraz, en un tono típicamente bizarro del creador de Hairspray. La actriz Aubrey Plaza está prevista como protagonista, y aunque el proyecto fue inicialmente aplazado debido a las huelgas de actores y guionistas, la preproducción fue retomada en las últimas semanas. Se espera que Liarmouth marque un nuevo hito en la carrera de un director que fue durante décadas una voz fundamental de la contracultura estadounidense.
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