Por Gerónimo Pose | @geronimo.pose
Temporada de ballenas es una cartografía acuática.
Una cartografía guiada por el asombro y la detención milimétrica ante aquello que podría revolotear desapercibido entre la furia del viento. Por una narradora que por instantes es inocente. Que no se percata del todo de su alrededor y que parece vagar invisible entre hilos tristes de agua, sauces llorones que se agitan, el veneno licuando el estómago de un gato de barrio que espera le peguen un tiro para frenar su sufrimiento. Latidos desprolijos de una bisabuela que se muere y nadie la llora.
Porque todos sabían que le iba a pasar. Y entonces el enojo brota entre la arena. Un enojo que se alimenta al entender que el resto de personas más grandes que la rodean saben todo y ella no. Entonces piensa que hubiera hecho las cosas distintas de haber sabido el destino irrefutable, al igual que todos. Traqueteando las ventanas de la casa, como el sonido de un vecino aplaudiendo desde la vereda.
Poco sabía que en esas mismas aguas donde jugaba en la infancia, con el pelo mojado, los coquitos de una palmera cabutia bailando en los bolsillos y la remera del liceo pegada al cuerpo, años más tarde iba a morir ahogada una señora de su pueblo. En los pueblos la gente no desaparece. La bisabuela Pocha con su corazón dejado como nuevo. Corazón que los vecinos hacen fila fuera de la casa para poder acercarse a escuchar. Pero que tengan cuidado con los pelos que se pueden enganchar con los hilos de los puntos frescos y que, si cinchan, Dios libre que la Pocha no quede descosida con el corazón al aire.
Minas es una ciudad de asmáticos. De personas con cáncer. Todo por culpa de las canteras que contaminan el aire. Una ciudad que, en realidad, es un pozo. Y como nos explica la narradora, que vio la ciudad desde el cerro, la ciudad está metida como en un huequito. No se habla de Minas como lo hizo Chalar en Minas y Abril, sino que el enfoque es otro. No hay claveles en el aire ni se habla de cunas de piedra, ni de tumbas en el rincón de la sierra. La aproximación es otra. La respuesta está a la vista, oculta en la tinta azul y en las ilustraciones que, como si estuvieran plantadas con huellas dactilares, dibujan el paisaje, el prisma de una memoria.
Por supuesto que dentro de la ternura con la que carga esta prosa hay directas críticas e intentos de visibilizar una problemática tan puesta sobre la mesa como bastardeada. La contaminación y la explotación de recursos por parte de grandes empresas que vienen a prenderse de nuestros arroyos, ríos y tajamares con la excusa de que son para darnos más trabajo a una población golpeada por el alto índice de desocupación.
La novela va y vuelve. Salta de la niñez a la adultez para volver sobre sus retazos una y otra vez. No mantiene una temporalidad fija. Algunas veces tranquila, otras veces más rápida, pero siempre en movimiento, como el flujo del agua.
Un padrastro que trabaja en la cantera de portland y va dejando un rastro de polvo mientras se mueve por la casa, como una babosa gigante, abatida. Que le gusta pescar a mar abierto con Adrián, el hermano, y eso a la narradora le da miedo porque porque solo vio el mar una vez y le genera pavor ya que nadie podría encontrarlos y ese caminito de polvo que destila de su ropa impermeable se perdería en el agua oscura al igual que las partículas de las piedras de la virgen perdiéndose en la hendidura de la noche.
La devoción por el agua de los arroyos. El respeto y a la vez el miedo por el mar abierto que planteó el conde de Lautréamont hace más de un siglo atrás en Los Cantos de Maldoror (1868).
Es ineludible mencionar que la narrativa de Silva Bernaschina recuerda a lo mejor de Mariana Enriquez, la de Las cosas que perdimos en el fuego (2016). A Distancia de Rescate (2014) de Samanta Schweblin. Pero eso es simplemente por mencionar un territorio común, una vaga comparación inevitable.
Comparte aspectos estilísticos con Gabriela Escobar, Eugenia Ladra, Fabián Severo y Alejandra Gregorio. Aunque podríamos mencionar otros tantos no tan coetáneos, pero vigentes, como Morosoli. También se conecta con otra literatura alejada de lo que pueden llegar a ser las influencias de la escritora. La capacidad de generar una historia a partir de destellos cotidianos, al igual que Irene Nemirovsky. La naturalidad para cimentar una sensación que confluye en el error y la crueldad a partir de lo cotidiano, de lo que sucede alrededor sin recurrir a las hiperbólicas descripciones surrealistas, como Pedro Juan Gutiérrez o el Sam Shepard obsesionado de los paisajes desérticos de un Estados Unidos perdido, de cabras hipnotizadas sangrando en círculo a la luz de un neón de un motel alumbrando la carretera, como el que encontramos en Luna Halcón.
Ahí descubrimos lo ecléctico y oculto que se encuentra escarbando en estas páginas enchumbadas de sentido. Un vuelo poético sumamente acertado y adecuado que sirve no solo para embellecer la narrativa, sino que también le añade un gusto más, como guitarras paneadas en los auriculares de un tema de los Stones o chispazos de un humbucker con un electrificante twang en un disco de los Cramps, desvaneciéndose en el mapa de sonidos, formando parte de un río cuidadosamente desprolijo. Un Fuzz aplicado con ternura, derribando el horizonte o tiñéndolo de terroríficas correntadas azules inundando el cuerpo.
Una cartografía acuática que se alimenta de zanjas ásperas y eternas.
Poco a poco, a través de la fragmentación, de pequeños testamentos que como oraciones se alojan solitarios en medio de un océano —en este caso el papel blanco—, hilvanan numerosas historias que a su vez retratan al igual que un panóptico , un universo interior. Pedazos de cuerpos que aparecen en el Río de la Plata. Advertencias, mensajes de una abuela preocupada por la hostilidad que pareciese cubrir como el filo de un cuchillo a la capital. Represas que despiertan secuchas. Las ilustraciones de Lucia Boiani empujan, dan aliento y respiro ante este compendio de ternura y crueldad en iguales proporciones, abarrotando la cabeza, como cuando se apoya en la ventana del ómnibus y se siente en todo el cuero el traqueteo del motor.
Tamara Silva Bernaschina logra una novela que podría llegar a ser experimental en cuanto a su fragmentación, a sus capítulos dispersos e intercalados, pero consigue atravesar ese canon y generar así una nueva forma de narrativa que bebe mucho del clima, el gótico sureño norteamericano de Carson McCullers y la literatura de los márgenes. Márgenes aludiendo a toda aquella literatura que busca, a través de la prosa y sus pinceladas, entregarle al mundo una visión del mundo centrada en lo que percibe de su alrededor y se aleja de lo que sucede en el centro, donde están las luces y la atención de los lentes. A medida que se va uno anidando en esta temporada de ballenas, va completando una imagen que se nos entrega en buches de agua contaminada y con textura.
Como destaca el escritor Gustavo Espinosa en la contratapa: "La novela consigue una especie de irradiación o atmósfera: algo como un flash sostenido. Su escritura apacible está afectada sutilmente por una falla —en el sentido sismológico— poética". Y es que ya tuvimos una cucharada espesa y cerrada de la capacidad de crear imágenes perdurables, evocadoras y a la vez cotidianas de un Uruguay concreto, innegable, apartado de la polución sonora y el movimiento rápido del Montevideo hostil con Desastres Naturales (2023), el libro de cuentos que irrumpió y avivó al fatigado círculo literario con una originalidad transversal, muy propia y brutalmente honesta. Una escritura que no imparte florituras a desgano. Una novela que no se sostiene únicamente por un argumento lineal, una forma de escribir novelas archiconocidas que está acabada hace muchísimos años, diría Roberto Bolaño. Que navega respetándose a sí misma y a su historia entre las olas, la niebla y las nuevas formas de construir bálsamos narrativos con una fuerza impactante.
Desastres Naturales, su libro anterior, es un compendio de cuentos que supo retratar este universo el cual continua en Temporada de Ballenas, pero también el infierno en la ciudad con cuentos como "Noche mágica, ciudad de Buenos Aires", en el que el asfalto se da contra la pared y se menciona con fervor a la lluvia, los truenos sumergiendo el centro de la ciudad. Su aproximación a lo que podríamos llamar autoficción está afectada por un lente que funciona frío. Que recurre a la experiencia digerida y no caliente. Apela a la memoria emocional, al tacto de las cosas, los olores y la fijación por las cosas. Como esa Virgen en la cima del cerro la cual mira a la ciudad de Minas con una preocupación sincera y aguarda la llegada de sus devotos que, subiendo el cerro de rodillas, le entregan ofrendas y le rezan.
Busca salvar algo de pasado. Algo perdido entre la muerte. Entre los tajos cocidos con hilo negro. Entre una ballena que canta a 52 hercios
Una mujer que le deja una carta a su marido y luego se suicida tirándose a la correntada. Una narradora que cabe entera, por si altura, puede caber entera dentro del corazón de una ballena azul. Y ser eso, "una arritmia dentro del órgano bombeador de sangre más grande del océano."