Por Sofía Durand Fernández
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El 1 de junio de 1962, Adolf Eichmann emitió sus últimas palabras. Estas fueron: “Tuve que obedecer las reglas de la guerra y las de mi bandera. Estoy listo”. El 15 de diciembre del año anterior, había sido condenado a morir en la horca, tras ser juzgado en Israel por los crímenes cometidos contra el pueblo judío y contra la humanidad.
En esa serie de juicios, había una corresponsal enviada por The New Yorker prestando especial atención. Alemana, de religión judía, exiliada en Estados Unidos. Cubriendo lo que, por ese entonces, debía tener al mundo entero en vilo. Un mundo que hablaba de criaturas monstruosas, carentes de sentimientos, cruentas y despiadadas. En definitiva, entes con aspecto humano, pero alejados totalmente de la especie.
A esta corresponsal le sorprendieron ciertas características de Eichmann a la hora de declarar. El foco de ella ya no estaba puesto en él como persona, sino como un patrón que denominaría el “individuo Eichmann”. El genio malévolo del que el mundo hablaba y que actuaba a total consciencia parecía ser un burócrata que obraba dentro del sistema sin pensar en las consecuencias.
¿Esto lo hacía menos culpable? No. Pero, a partir de esta reflexión, la corresponsal, llamada Hannah Arendt, escribiría el libro Eichmann en Israel (1963) y desarrollaría la teoría de la banalidad del mal. Un lado B al impulso natural de querer desligarnos del tipo de individuo capaz de hacer atrocidades. Una teoría tan avalada como criticada, naturalmente.
Ahora, cincuenta años más tarde, en la pantalla de un cine montevideano (y de muchísimas ciudades del mundo) aparece representado Rudolf Hoss, comandante de Auschwitz. Mantiene una reunión de negocios en la que tratan de aplicar una nueva tecnología en los campo de concentración. Un sistema que permitirá que, por día, más judíos sean asesinados en las cámaras de gas. Hablan en cifras y sobre logística.
Un rato antes, su mujer se prueba un abrigo de piel que antes pertenecía a alguien más. Probablemente a una mujer asesinada al lado de su casa. También le muestra a su madre, con orgullo, la belleza de las flores de su jardín. Festejan cumpleaños, juegan con sus hijos en la piscina y se muestran generosos con los que aprecian.
Pero la película no trata (solo) de lo que se ve en la pantalla.
Son incontables las representaciones audiovisuales sobre lo sucedido durante el holocausto judío. Desde La lista de Schindler (1994) de Steven Spielberg, hasta la innovación narrativa de Quentin Tarantino en Bastardos sin gloria (2009). Mientras todo el mundo acostumbra a poner el foco, por inercia, en algo, basta que alguien mire para el costado y, en la oscuridad, encuentre algo nuevo. Esta vez fue el director británico Jonathan Glazer con Zona de Interés (2023).
Con sobriedad, lo primero que la película muestra es para dejar en claro de lo que va a ir. Los primeros minutos de la película son un frame negro. Solo se oye una música lo suficientemente perturbadora para despertar una sensación asfixiante. La claustrofobia disfrazada de una película con 106 minutos de duración.
La predominancia del sonido no quiere decir que la cinematografía quede relegada. Existe una intención clara: poner al espectador en el lugar de intruso. Los planos cerrados en el transcurso del largometraje pueden contarse con los dedos de una mano. El resto no se excede más allá del plano medio y, junto a la cámara estática, inducen a una cierta monotonía visual.
Un conocimiento básico en términos de guion es la estructura de Syd Field de tres actos. Un hecho que detone y lleve a la acción, un punto de giro, un punto medio, un segundo punto de giro y la resolución tras el clímax. En criollo: que pase algo. En este caso, lo único que está es la división de los tres actos.
Entonces, si no hay trama y visualmente es monótono, ¿cuál es el punto? La diferencia reside en que esta familia que vive al lado de Auschwitz, que escucha los últimos respiros de millones de personas materializados en gritos desgarrados, continúa con el curso de la cotidianidad. Del otro lado, observando de lejos, los espectadores se asfixian.
El clímax, los puntos de giro y el detonante son el equivalente a algunos adornos. Todo lo que está pasando se escucha. Todo lo que está pasando está del otro lado del muro. Todo lo que está pasando es suficiente para horrorizar. Todo lo que está pasando no significa nada frente a la oportunidad de vivir el sueño de una casa de tres pisos y un jardín monumental para esta familia.
Porque si hay algo que se denota es el sentimiento aspiracional. De ascender de clase, en el caso de Hedwig Hoss. De tener placas conmemorativas, poder y reconocimiento, en el caso de Rudolf Hoss. “Van a ponerle mi nombre al proyecto”, le dijo orgulloso a su esposa. Capital social, simbólico y económico en todos sus colores. Un “Hitler, etc.”, que emite el comandante y que lleva a cuestionarse: ¿realmente es tanta la fidelidad a este régimen? ¿O es lo que viene con él lo que cuenta para ellos?
En el medio, bajo la promesa de proveerles con todo lo que necesitan, hay niños que no soportan el silencio, que gritan, que deambulan por la casa y que, en última instancia, comienzan a gestar signos de crueldad precoz disfrazados de bromas infantiles.
La maldad, en este caso y para ellos, es solo una consecuencia, como mucho. Siguiendo la línea narrativa del contraste –lo que caracteriza a la película–, los externos a ese hogar y a ese tiempo sirven para enfatizar la disociación de la familia Hoss. La madre que va de visita y huye tras una noche, cuando no había jardín ni orgullo por su hija que esconda la atrocidad. La niñera que no encuentra consuelo en el alcohol. La cómplice de la resistencia que ronda por las noches y es retratada con una cámara nocturna. Esta última, según lo declarado por Glazer en The Guardian, fue un personaje histórico real y aparece como la fuerza del bien, el único punto de luz en la película.
Pero si hay una elipsis poderosa, una que converge pasado, presente y futuro, es la aparición de Auschwitz en la actualidad. El rechazo físico de Rudolf Hoss ante la atrocidad, la mirada hacia la cámara, desde un pasillo con escaleras que se asemeja a un purgatorio.
Un segundo de epifanía, la oportunidad del punto de inflexión y no seguir bajando al infierno en vida. Los millones de zapatos y valijas apelmazadas que sirven para hacer hincapié en que estamos hablando de hechos verídicos.
El peso visual se acumuló para explotarse en los últimos cinco minutos de película. Del resto, del horror, se encargaron el sonido y la música.
Por Sofía Durand Fernández
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