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Música
La patria desquiciada

25 años desde Honestidad Brutal: la bandera que Andrés Calamaro izó y no volvió a soltar

37 canciones, 37 hits. El desdoblamiento en la trayectoria del artista y el impacto del álbum en la industria musical y en el rock.

16.04.2024 19:12

Lectura: 7'

2024-04-16T19:12:00-03:00
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Por Sofía Durand Fernández
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Francis Ford Coppola (1939) tiró sus Óscars por la ventana. Su esposa, la documentalista Eleanor Coppola —recientemente fallecida—, tuvo que pedirles a sus hijos que vayan a recogerlos, y la madre del director, mendigarle a la Academia por chapa y pintura para los premios, que “accidentalmente” se habían dañado. Los premios que se ganó por, nada más ni nada menos, que El Padrino (1972) y El Padrino II (1974). Pero que no le facilitaban el acceso a la financiación para Apocalypse Now (1979).  

Una película que tuvo bajas en el elenco, cadáveres profanados, helicópteros prestados por el dictador de Filipinas, ratas muertas en el piso, a la prensa titulando “Apocalypse when?” y a Ford Coppola endeudado y pesando cuarenta kilos menos. "Pensaba: qué más tengo que hacer para que me dejen hacer la película que quiero hacer”, dijo en el Festival de Tribeca de 2016, al respecto del brote de ira contra sus palmares.  

“Porque quiere, porque sabe y porque puede”. 

Esto dice la web oficial de Andrés Calamaro en la sección dedicada a Honestidad Brutal (1999). Una “huida hacia delante”. “La producción recuerda a Francis Ford Coppola en Filipinas, filmando la guerra de Vietnam. Yo mismo grabé la mayoría de los instrumentos, baterías, bajos, guitarras y teclados. En un disco plagado de artistas, músicos, compañeros, aeropuertos, muchachas y varones expulsados de sus domicilios”, declaró el músico en una entrevista con Clarín.  

Si Ford Coppola se valía de dos horas y treinta y tres minutos para demostrar que la película —que ni él sabía cómo terminar— valía la pena, Calamaro contaba con dos horas y veintiún minutos para hacerle oír al mundo que él también tiró sus Óscars por la ventana por una causa noble. “La honestidad no es una virtud, es una obligación”, dice el epilogo del disco por el que Calamaro dejó todo, menos la vida —pero casi—. 

Porque “no la vieron”, no lo entendieron o no lo supieron entender, al menos la crítica. Rolling Stone le dio dos estrellas y media. “El oyente no sabe si reír, tomatear a Calamaro por nardo o tratar de sintonizar su mood a la fuerza, único recurso que queda para conservar los dientes y las encías en su lugar”, sentenciaba la reseña. Para entender el grado de desfachatez que significó Honestidad Brutal para su tiempo, hay que tener en cuenta lo que había hecho Calamaro hasta entonces, y lo que se suponía que había que hacer a la hora de grabar y lanzar un disco. Andrés iba contra los dos aspectos. No por nada, un año después, se autodefiniría como “El Salmón”.  

Desde el pibe tímido que estaba en los teclados de Los Abuelos de la Nada y, a veces, se animaba a tomar la delantera, algo que le desagradaba a Miguel Abuelo, frontman de la banda. Pasando por Hotel Calamaro (1984), donde un cándido Calamaro escupe dolor en “No me pidas que no sea un inconsciente”. La triada de Vida Cruel (1985), Por Mirarte (1988) y Nadie Sale Vivo de Aquí (1989), en la que empieza a dar señales de la capacidad que tiene para escribir hits. La frustración y consecuente migración a España, el golpe con Los Rodríguez y el histórico Palabras más, palabras menos (1995).  

Joseph Campbell escribió sobre el viaje del héroe, pero Andrés Calamaro vivió el del antihéroe. Da la sensación de que su trayectoria consiste en una paulatina pérdida de inocencia, de la búsqueda incansable de algo, sin importar qué. Honestidad Brutal representó un desdoblamiento de su línea temporal. Pero para entender el por qué, antes hay que ponerlo al lado de Alta Suciedad (1997). 

Lado A y lado B. En ambas portadas, está el primer plano de él y sus lentes de sol, pero mirando a lados opuestos. Paradójicamente, Alta Suciedad es pulcro, cincuenta y cinco minutos bastan para la catarsis. Pero fue un augurio. Calamaro estaba probando hasta dónde podía ir. Cuando lo comprobó, se olvidó del límite. El tiempo se desdobla entre estos dos álbumes y, por supuesto, lo cataliza un aumento exponencial de cocaína. No es una conjetura, esto último lo afirma el mismo Andrés.  

Andrés Calamaro. Barcelona, 2008.

Andrés Calamaro. Barcelona, 2008.

Cuatro ciudades. Madrid, Buenos Aires, Nueva York y Miami. 37 canciones, en alusión a su edad en ese momento. Aunque podrían haber sido cien, según Joe Blaney, productor del álbum. “Mi mayor contribución a ese álbum fue el que logré convencer a Andrés y a la compañía discográfica a que limitaran el trabajo a un álbum doble. Nueve meses, quince estudios, un presupuesto elevadísimo para un álbum. Hizo y deshizo lo que pudo en lo que respecta a la industria musical. Todavía pienso que hay demasiadas canciones en ese disco”, dijo este en una entrevista con Otra canción. Calamaro invocó a Dylan, siguió la metodología de Jack Kerouac y la bencedrina para escribir On The Road (1957) y se desdibujó en el medio.  

Las puertas del estudio eran giratorias. Maradona aparece haciendo los coros de la canción homónima, la número diez del álbum. Bebe Contepomi colaboró en la composición de “Me pierdo” y aparece en los créditos como encargado de “Ingeniería psíquica” —habrá que averiguar en qué consiste ese rol—. A Joe Blaney lo echó por un día. Les dedicó el libro a los amigos ausentes, a Frank Sinatra (“contigo terminó el siglo”). “Por Mónica”, se puede leer, refiriéndose a la mujer que le rompió el corazón antes de que comenzará con el caos colosal que fue este disco.  “Mis problemas con las mujeres son humanos. O me aburren, o estoy hasta las manos”, canta Calamaro en “Una Bomba”.  

“Había días que lo iba a despertar, entraba a la habitación y pensaba ‘¿y si un día no se despierta?’”, admitió Olga Castreno, su manager, en el documental Bios. Vidas que marcaron la tuya (2020), al recordar esos tiempos. “Amanecía tres veces por día, a veces cuatro. Canilla libre, la patria desquiciada. Para la fantasía, y las habladurías, fue una secuencia delirante de sexo, drogas y rock”, afirmó el artista.  

Tango, ska, rock, un poco de funk y otro poco de guitarra acústica. Estar enamorado, tener el corazón roto, hablar de droga utilizando metáforas rebuscadas o usar sin tapujos la palabra “cocaína” y titular una canción como “Clonazepán y circo”. La desintoxicación catártica de un hombre intoxicado. Como broche de oro, el cierre es una versión lenta de la canción número tres del disco. Podría haber sido un final redondo, pero —como es usual— a Andrés Calamaro le gusta incomodar. Es un disco conceptual por la simple razón de que el concepto es un eclecticismo rabioso combustionado por el delirium tremens.  

A Honestidad Brutal le siguió El Salmón (2000). Un disco quíntuple, 103 canciones. Es injusto asumir que fue todo un mérito del consumo problemático, pero la compulsión creativa de manera eventual iba a cesar. Tras El Salmón, Calamaro tuvo que bajarse del barco. No volvería hasta 2004, de la mano de El Cantante.  

25 años después, y con “Ezra Pound” como nombre de usuario, Andrés Calamaro despierta polémicas, discute, se gana el odio de muchos, contesta tuits en alusión a su persona. Se continúa cuestionando la calidad y el valor de Honestidad Brutal. Es posible que nunca se logre un consenso al respecto, más allá de “La parte de adelante”, “Paloma”, “Cuando te conocí” y los 37 hits —todos ellos lo son— que integran el álbum.

"La genialidad es la capacidad para ver diez cosas donde el hombre ordinario sólo ve una", dijo alguna vez el verdadero Ezra Pound. Dejando de lado el juicio de valor sobre la genialidad, donde un músico veía un disco simple, Calamaro hallaba uno doble, triple, cuádruple, quíntuple. Honestidad Brutal no puede juzgarse como un álbum, sino como un testimonial de un músico que rompió los límites establecidos de la industria y de sí mismo.  

Por Sofía Durand Fernández
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