Por Nicolás Medina
nicomedav
Hubo un tiempo en el que mirar televisión era un acto de fe. Cada semana, millones de personas se sentaban frente a una pantalla a esperar respuestas que no iban a llegar. Y no importaba. Porque lo que realmente se buscaba no era saber qué era la isla, sino perderse en ella.
Lost se estrenó en septiembre de 2004 y cambió para siempre la forma de ver series. No solo por su ambición narrativa, su estructura fragmentaria o su apuesta por lo fantástico. Lo hizo porque ofrecía algo que el espectador no sabía que necesitaba: una experiencia compartida de desconcierto.
La serie nació del cruce entre una idea de la cadena ABC y la pluma de J.J Abrams, Damon Lindelof y Jeffrey Lieber. Desde entonces, Lost fue tanteando su camino en vivo, con aciertos y volantazos, sosteniéndose gracias a una sala de guionistas que incluía talentos como Carlton Cuse, Elizabeth Sarnoff y Edward Kitsis. Fue también una de las primeras series mainstream que convivió con la teoría fan: foros, blogs, podcasts, timelines alternativos, ARGs y hasta libros. El fandom no esperaba pasivamente, sino que especulaba, proponía, discutía. Se había abierto una grieta entre el relato y su recepción que hoy es cosa de todos los días.
En 2007, Lost sobrevivió a la huelga de guionistas que paralizó a toda la industria, reconfigurando su cuarta temporada con solo 14 episodios. Lejos de hundirse, usó la crisis como oportunidad: los flashforwards nacieron como una forma de replantear el relato bajo presión, y la flexibilidad fue su carta más fuerte.
El último episodio se emitió el 23 de mayo de 2010 y dejó un tendal de reacciones viscerales. Hubo quienes lo odiaron con pasión y quienes lo defendieron como si les fuera la vida en ello. 15 años después, lo que queda no es la respuesta a ninguna pregunta, sino la sensación de haber transitado algo inmenso, torpe, hermoso.

Lost (2004), Jack Bender y Stephen Williams
Una isla en medio del océano Pacífico. El vuelo 815 de Oceanic Airlines que cae del cielo. Un puñado de sobrevivientes que, poco a poco, descubren que ese lugar no es solo geografía, sino un organismo. Un lugar donde el tiempo se dobla, los muertos hablan y monstruos de todo tipo acechan. Pero lo que Lost contaba, en realidad, era otra cosa: las vidas de sus personajes completamente rotos.
Cada episodio funcionaba como una ventana a su pasado: flashbacks colocados que revelaban traumas, errores, amores, culpas. Más tarde, los flashforwards y flash-sideways estiraron los límites de la estructura televisiva. La serie no tenía problema con matar protagonistas, incluso antes de que llegara Game Of Thrones (2011). Ni con cambiar el tono de una temporada a otra, ni con introducir mitología determinada sin previo aviso. Y, sin embargo, siempre volvía a la misma pregunta: ¿quiénes somos cuando no tenemos nada?
Una de las primeras teorías era que la isla era una especie de purgatorio, y se hizo bastante popular. Y aunque los creadores insistieron en que no era así, la serie se encargó de desmentirlos sutilmente en su último plano. La isla era un espacio de prueba, de redención, de tránsito. Un lugar donde los personajes eran despojados de sus máscaras para enfrentarse a lo que realmente eran.
No era ciencia ficción pura, ni drama, ni mística oriental reciclada. Era una amalgama de todo eso, con guiños a El señor de las moscas (1954) de William Golding, a Twin Peaks (1990) de Lynch, y hasta a la Biblia misma. La isla mutaba, se reescribía, exigía sacrificios. Tenía sus propias reglas, y cambiaban todo el tiempo.

Lost (2004), Jack Bender y Stephen Williams
"Not Penny’s Boat" escrito en la mano de Charlie antes de hundirse. El grito de "te amo, Penny!" de Desmond atravesando los universos: el plano secuencia que revela la escotilla y la música de Mama Cass sonando en el tocadiscos. La banda de Drive Shaft de Charlie inspirada en Oasis. El primer plano de Locke parado, de pie, después del accidente. Y, por supuesto, Jack diciéndole a Kate: "tenemos que volver".
Cada uno de esos momentos se volvió ícono y recuerdo. Porque Lost no era solo una serie, era un campo emocional donde la intensidad lo era todo. Donde cualquier escena podía volverse épica o devastadora según el momento.
Jack, el hombre de ciencia, y Locke, el hombre de fe. Dos caras de una misma búsqueda. Sawyer, el cínico con corazón de niño herido. Kate, dividida entre dos pasados. Hurley, el bonachón que veía muertos. Desmond, el condenado a repetir la misma tragedia hasta que el amor lo salvara. Juliet, Ben, Sayid, Sun, Jin... todos cargaban con algo. Nadie llegaba limpio a la isla.

Lost (2004), Jack Bender y Stephen Williams
4, 8, 15, 16, 23, 42. Una secuencia tan inocente como perturbadora. Para Hurley, esos números significaban la maldición; para los fanáticos, el símbolo de que Lost hablaba otro idioma. Uno en clave cabalística, conspiranoica, casi paranoide. Los ganó en la lotería y su vida se desmoronó. Pero después los encontró en la escotilla, en transmisiones de radio, en documentos secretos. Eran código, marca, destino. La serie nunca explicó del todo qué eran —ni lo necesitaba— porque su potencia residía en la repetición, en el espanto. Funcionaban como signo vacío que absorbía sentido desde la mirada del espectador: ¿el universo hablaba o era todo sugestión? ¿El caos tenía un patrón o solo parecía tenerlo? Con esos números, Lost transformó la superstición en narrativa, el azar en mitología, y a Hurley en el médium improbable de un orden oculto.
La construcción coral de Lost es lo que la sostuvo, más allá de sus desvíos argumentales. Era una serie sobre personas tratando de sobrevivir a sí mismas. Y en el fondo, todos querían lo mismo: que alguien los entendiera. Que alguien los esperara. Que alguien les creyera.
Detrás de Lost hubo una maquinaria creativa e industrial sin precedentes. El piloto, dirigido por J.J. Abrams, costó 14 millones de dólares —el más caro hasta ese momento— y fue filmado en Hawái, en locaciones naturales que otorgaban a la serie una atmósfera tangible, selvática, cargada de humedad y misterio. El despliegue de producción fue clave para dotar de verosimilitud a una historia que, por momentos, se asomaba peligrosamente al delirio.
Además, fue de las primeras en negociar públicamente un final: los creadores pactaron con ABC terminar en la sexta temporada, algo inédito en ese momento. La decisión le dio rumbo a una serie que, en su caos, necesitaba un horizonte. Hoy, esa capacidad de decidir cuándo terminar parece lógica, pero en 2008 era una revolución.

Lost (2004), Jack Bender y Stephen Williams
Lost fue, en muchos sentidos, el último gran fenómeno pre-streaming. Un puente entre el viejo modelo de la televisión abierta y la era de las plataformas. Su influencia sigue latiendo. A veces como herencia, otras como advertencia.
Seis temporadas para llegar a una iglesia iluminada por una luz blanca. Algunos lo vieron como una traición. Otros, como una epifanía. Pero el final de Lost no pretendía resolver el misterio. Quería cerrar el círculo emocional.
Jack termina donde despertó: en el bosque con Vincent, el perro, a su lado. Los demás, reunidos en un limbo emocional, recuerdan quiénes fueron, lo que vivieron, lo que perdieron. Y se abrazan. Y se sueltan. Porque ya está.

Lost (2004), Jack Bender y Stephen Williams
Lo que molestó no fue la falta de respuestas, sino que la serie se negara a darlas como se esperaba. El final dijo que lo importante no era la isla, ni Jacob, ni la estatua de cuatro dedos. Era lo que pasó entre ellos. El tiempo compartido. Las conexiones. Y en una época donde todo se mide por su resolución lógica y la verosimilitud, Lost se permitió terminar con un gesto de ternura. Con una declaración de amor al acto de ver televisión.
Lost pavimentó el camino para todas las series que vinieron después. Pero ninguna volvió a capturar esa mezcla de riesgo, emoción y caos controlado. Y hoy, cuando las series se diseñan con el algoritmo en la cabeza y las plataformas exigen finales que dejen todo servido, o por el contrario, se cancelan a la mínima duda de funcionalidad en audiencia, volver a Lost es como encontrar un refugio. Uno de seis temporadas y 121 episodios. 15 años después, la isla sigue ahí. Esperando. Porque como dijo Jack, tenemos que volver.
Todas las temporadas de Lost están disponibles en Netflix y en Disney +.
Por Nicolás Medina
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