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Contenido creado por Manuel Serra
Música
Una herida abierta

A 19 años de Cromañón, la masacre que cambió para siempre la cultura argentina

La víctima más inmediata, además de las personas, fue el rock under, compuesto por rudimentarios sótanos. Sin embargo, surgiría otra movida.

30.12.2023 17:10

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2023-12-30T17:10:00-03:00
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Escribe Juan Gabriel López | @galopezjuan

Hoy se conmemoran 19 años de la peor tragedia de la historia del rock en todo el mundo. Las escalofriantes cifras de 194 muertes in situ, 1432 heridos y más de 20 decesos en años posteriores (5 por suicidio) refleja una de las peores catástrofes no naturales en la historia de Argentina. La cadena de responsables es larguísima y está manchada de coimas, corrupción sistémica, desidia y negligencia. Así, hablar de tragedia es insuficiente; lo que aconteció el 30 de diciembre de 2004 a la noche, en el barrio de Once a metros de la estación, debe ser leído como una masacre.

Entre tanto dolor, espectacularización de los hechos y procesos judiciales, también se gestó uno de los cambios de paradigmas culturales más bruscos del país. El incendio de la República de Cromañón durante el recital de la banda Callejeros, modificó la escena musical para siempre. 

Antes de Cromañón, la futbolización del rock

La intensidad con que los argentinos viven el cotidiano no es ninguna novedad. Puntos de vistas opuestos o contradictorios, competencias entre partes y rivalidades, son metafóricamente vividas como los partidos de fútbol de Boca - River. La pasión desmedida e inexplicable que desata el fútbol en general pero en particular en Argentina, tiene como resultado social a la cultura del aguante: se gane o se pierda, se alienta y se apoya igual, al cuadro político favorito, al club del que uno es hincha, a la idea que se intenta defender y cualquier etcétera que aparezca en contraposición a otra cosa. Además, ésto impulsa al público a no ser simplemente un espectador de aquello que se vé, sino también y en un movimiento casi carnavalesco, se lo invita a ser partícipe.

Los colores, la fiesta y la creatividad son parte de la cultura futbolera. La originalidad con la que en el Río de La Plata hacen emerger cánticos en apoyo de aquello de lo que se es fanático, es digna de análisis. Sin embargo, existen varios ”lados B” en la cultura del aguante: la violencia, la sinrazón, la inconsciencia, la pérdida de registro del otro (cercano o rival) son algunas de las características sociales que devinieron en que, por ejemplo, en el fútbol argentino se cuenten más de 100 muertos producto de enfrentamientos entre barras (y con la policía, nunca olvidar), hechos que decantaron en que hace más de diez años, sólo pueden asistir hinchas locales a los partidos. 

A modo de ejemplo, la hinchada de Boca Juniors arengando y prendiendo bengalas.

¿Qué tiene que ver el fútbol con la masacre más grande de la historia del rock? Pues bien, después de la década del 80’ de recuperación democrática, devino en la Argentina de Carlos Menem un proceso de neoliberalización. Con el Plan de Convertibilidad económica (“un dólar = un peso”; el famoso “uno a uno”) la clase media y la alta del país, vivieron la realización de sus aspiraciones consumistas. El cuento es sabido, y todo sucedió en gran parte a costillas de las personas con menos ingresos. Si bien en el primer mandato del “Turco”, los índices de pobreza bajaron, en el segundo ciclo el plan se hizo insostenible, lo que devino en el 66% de pobres para el 2002 (post cambio de gobierno, crisis del 2001 y los 6 presidentes en una semana que los parió).  Aquellos vaivenes económicos y sociales afectaron a la cultura del rock de una manera muy particular, hasta llegar a la masacre de la que se conmemoran 19 años, hoy.  

En primera instancia, la crítica a la sociedad de consumo, la defensa de los derechos humanos y el embanderamiento de las causas sociales, se incrustaron de manera permanente en los barrios de las periferias citadinas. Los hijos de aquellos que vivieron la dictadura ya no se revelaban con sus padres por no poder usar el pelo largo. Lo que discursivamente se atacaba era un monstruo distinto al de la época más nefasta del país: en los 90’, se atacaba desde otras trincheras, a nada más y nada menos que la voraz neoliberalización de la Argentina. 

En esta ecuación, surge el rock chabón o rock barrial que tendrá como leitmotiv el contar aquello qué pasa en el suburbio del que se es parte, una vez más, borrando la frontera entre el espectador y el músico. El músico en esta época, se presenta a sí mismo como un igual ante aquel que lo consume. Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, Ratones Paranoicos, La Renga y Viejas Locas son algunos exponentes de ésta primera camada que logró el pasaje de lo popular a lo masivo (véase el fenómeno de la cumbia como similar). El público en la masividad, además de un lugar de protagonismo encontraba, como en la esquina, un lugar de encuentro y el rockero embanderado en las causas de sus pares, el camino para llegar al centro del “rock nacional”.
La otra cara de estas evoluciones en el pasaje fue la de rivalidades entre bandas. Pappo vs Cerati vs El Indio vs Los Ratones y muchas más, se reflejaban en cánticos entre los espectadores, cánticos que servían para ver quién tenía más aguante y que, por supuesto, tiene estrecha relación con el deporte popular más abarcativo del mundo. Si bien el fenómeno no era nuevo, la individualización y espectacularización (INSERT a Charly con el presidente) como pilares de la política neoliberal, sucumbió en los genes del rock y aumentaron la pelea y las disputas entre bandas (de música, y de gente en sí).

Canción que para la sabiduría popular, Juanse de los Ratones Paranoicos, le dedicó al Indio Solari.

La identidad nacional para éstos jóvenes, estaba disuelta en la identidad de la esquina, pues era muy difícil creer en el abstracto Nación o Patria cuando las privatizaciones y la extranjerización de todo lo que habitaba en el suelo eran moneda corriente a la par del descreimiento político partidario. Así surgió un cierto nihilismo grupal donde la única posible identidad colectiva era construida en esa pequeña esquina o pool de condiciones dudosas, o en aquel estadio grande o pequeño del club de fútbol de turno. Es en esos lugares donde el aguante se practica, siendo su santuario el cuerpo propio como única forma de manifestación; cuerpo que aguanta las inclemencias en la calle como en la cancha, aguanta los consumos y las piñas de la banda rival (las de la policía también), aguanta el apretarse y el olor a humo en los recitales, aguanta la vida y aguanta la noche.

De allí, la concatenación con Cromañón es fácil. La pirotecnia se vuelve típica en los recitales porque primero sucede en las hinchadas del fútbol sudamericano durante la segunda mitad de los 90s. No tan de a poco, las bengalas comienzan a volverse parte de las fechas de rock. Y quizás demasiado tardó en suceder aquello que ahora parece inevitable. Una bengala prohibida pero típica, enciende en un techo de un lugar típico pero que no debería estar habilitado, una lona que tampoco debería estar allí y que al incinerarse libera monóxido de carbono y ácido cianhídrico sobre las cabezas de tres mil personas que deberían ser mucho menos de la mitad (República de Cromañón estaba habilitada para 1000 personas).

Pero decir que la pirotecnia y el público futbolero del rock son los responsables de que la cultura musical argentina haya cambiado para siempre, sería caer en un lugar amarillista, simplista y de culpabilización a la víctima. Veamos los demás componentes del cocktail y cómo el trago más amargo de todos devino en una configuración de la cultura de gran parte  de Argentina a partir del año 2004

La bisagra

La pirotecnia que se encendió en el recital de Callejeros fue el eslabón que se rompió en una cadena. La cadena como acontecimiento, representa en esta historia a la parte corrupta, coimera, cómplice, hipócrita y sucia. El tercer recital de Callejeros, consecutivo de esa semana y en el marco del lanzamiento de su tercer álbum “Rocanroles Sin Destino”, fue una fiel representación de lo que pasaba en aquellos años. 

Un lugar que aguanta más de lo que puede, superando tres veces su capacidad, coimeando a policías que coimean a funcionarios que a la vez coimean políticos, para que nada se diga de sus inexistentes prevenciones de seguridad. Un lugar más ó el lugar del fin de semana, que funciona como santuario externo de ese encuentro entre jóvenes, encuentro que quizás sea el único de una semana de mierda y que tiene como co-protagonista a una banda; banda que es responsable en parte de que no entren bengalas y de la seguridad del lugar, en el nombre de la autogestión nomenclada en el DIY (Do It Yourself) y parida por los pocos recursos, historia vieja de la Argentina. 

El lugar en cuestión se llamaba República de Cromañón y, junto a Cemento, fueron los dos lugares con mucho éxito de taquilla administrados por Omar Chabán. Este reconocido productor del under de Buenos Aires, amigo de muchísimos músicos, futbolistas y faranduleros, es un nombre importante en la cadena, pero no el único. Mucho material hay sobre la vida y obra de todos los nombres propios y no es la idea ahondar en, por ejemplo, Aníbal Ibarra, ex Jefe de Gobierno de Buenos Aires, destituido de su cargo en 2006 y enjuiciado como responsable; o sobre Rafael Levy, dueño de empresas fantasmas propietarias del edificio de Cromañón, denunciado anteriormente por trata de personas (e increíblemente libre en la actualidad). No es la idea ahondar en nombres propios ni en particularizar las culpas.

Por eso es válido describir los hechos: la noche del 30 de diciembre de 2004, Chabán primero y luego el cantante de Callejeros, Patricio Fontanet,  advirtieron desde sus micrófonos sobre el uso de las bengalas. El recital arrancó, la banda tocó un tema y el saxofonista advirtió fuego en el techo; se cortó la luz y la masacre que dejó a 194 familias sin un miembro, se desató.

Cemento y República de Cromañón, funcionaron como lugares de pertenencia de miles de jóvenes y cientos de bandas. Los dos fueron administrados por Omar Chabán.

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De cómo una masacre cambia el paradigma cultural

Los primeros días después del quiebre tuvieron como protagonistas al sufrimiento de los familiares y a la opinión pública. Ésta última, desató una carnicería de nombres, hechos y contrapuntos totalmente infundada y neurótica. Del escarnio social y mediático no se salvaron ni culpables ni responsables ni víctimas. Los medios y la sociedad civil en su conjunto se ocuparon de la vociferación de un sinfín de conjeturas. El caos judicial y tortuoso que sufrieron las familias, pervive hasta el día de hoy con consecuencias que jamás fueron subsanadas, hasta el día de hoy, desde ningún lugar de poder político. El reciente logro de haber declarado constitucionalmente al edificio del barrio de Once como Patrimonio de la Memoria, es todo de la autoorganización de las víctimas y sobrevivientes de la masacre. Pero volvamos al 2005.

La Tragedia de Cromañón tendrá su ficción conmemorativa.

Las manchadas autoridades también participaron como policías de la caza de brujas. De repente, las normas comenzaron a aparecer y a cumplirse. La desidia y la corrupción eran tan grandes, que post Cromañón pocos lugares quedaron en pie. La víctima más inmediatamente marcada fue el rock y, sobretodo, el rock latentemente nuevo, aquel que ocupaba el espacio contracultural llamado el under, compuesto por bares, sótanos y antros que poco tenían de seguridad y prevención.

Así, el consumo nocturno habituado a la salida, se dividió en personas reuniéndose en casas o plazas, mayoritariamente sin muchas oportunidades para tocar instrumentos. La otra mitad siguió saliendo a los pocos lugares que tuvieron que hacer malabares jurídicos y arquitectónicos para estar aprobados. 

El encierro de la cultura, la conversión de la noche en una especie de endogamia extraña tuvo varios resultados. Fiestas y géneros cómo el reguetón y la cumbia, comenzaron a ser socialmente aceptados en clases medias y progresistas, y ya no sólo patrimonio obligado de las clases populares. En cuanto al espacio contracultural, lo under pasó a ser independiente (o indie en la hilada fina). El rock quedó relegado a la sección de policiales y luego identitariamente paralizado. Ya en Capital Federal no habían lugares preparados para tocar y el espacio social fue hegemonizado por una música menos combativa, donde los sentimientos personales y las experiencias no necesariamente malas de la mundanidad, son contadas prioritariamente. Bandas como El Bordo, El Kuelgue y El Mató A Un Policía Motorizado, comenzaron a crecer de a poco en los garajes y casas particulares del Gran Buenos Aires. La composición de su mensaje pero también la construcción identitaria, era mucho más soft, marcada por influencias del rock uruguayo o de géneros preexistentes muchos más tranquilos.

Jóvenes pertenecientes a lugares más vulnerables y alejados de las metrópolis, comenzaron a integrarse al sistema, al consumo y a las instituciones, razón suficiente para no seguir las temáticas presentes en las letras del rock chabón. 

Para el 2005 la música y la forma de consumirla, habían cambiado radicalmente con respecto a los 90’s neoliberales. La toma de conciencia sobre el cuidado de espacios, fue acompañada por un cambio de paradigma político. El default argentino y su caos institucional, siguió en que tres gobiernos kirchneristas mejoraron sustancialmente los índices de pobreza y posibilidad de ascenso social. Así, los jóvenes pertenecientes a lugares más vulnerables y alejados de las metrópolis, comenzaron a integrarse al sistema, al consumo y a las instituciones, razón suficiente para no seguir las temáticas presentes en las letras del rock chabón. 

La hiperconectividad de la vida y la avanzada de los grandes monopolios mundiales de la cultura, combinadas con la infinita posibilidad de búsqueda algorítmica, fue sinónimo de que el mundo ya no era igual. El trap, fenómeno sin casi uso de instrumentos, profesado en plazas y creado desde el individual acto de crear rimas es un efecto de los nuevos modos de hacer música. Por otro lado, la creación de universidades públicas fue motivo de cambio en la perspectiva social de los jóvenes nacidos durante la época neoliberal y un lugar nuevo para la creación de identidades. Así, La Plata, Mendoza, La Pampa, Neuquén, surgieron en el mapa como impulsores de un buen puñado de bandas que, diez años después de la masacre de Cromañón, volvieron a disputar un terreno contracultural con nuevo estilo y un rock ya no tan barrial. 

Aquello se debió en parte, a que ciertas bandas de género indie, comenzaron a volverse mainstream y un tanto obtuso. El terreno alternativo que en un momento hegemonizó, se convirtió en un espacio de lucha por distintas fuerzas y grupos sociales. Una conclusión válida en esto, es que el rock nunca muere ni morirá jamás, y menos en zonas como la del Río de La Plata donde el amor por la guitarra eléctrica es incondicional. La pandemia marcó otro corte, y el post pandemia marcó un nuevo cambio de paradigma en la disputa social por el terreno de lo contracultural. El under volvió impulsado por otros hijos de otras generaciones, pero ese espacio quedará vacante de análisis para otra nota, pues es un tema que merece extensión

Pie de video:  El indie cómo género, comenzó a volverse mainstream y un tanto obtuso. El terreno alternativo que en un momento hegemonizóse convirtió en un espacio de lucha.

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Lo que sí es necesario decir, es que la masacre de Cromañón además de obligar a que se cumpla lo que nunca debió obviarse ni corromperse, sirvió para forjar una nueva forma de ser espectador, músico, productor, consumidor y dueño de bares. Las bandas se respetan mucho más y una deconstrucción social impulsada principalmente por movimientos feministas fue acompañada por una desfutbolización de la música (más no de la vida). No hay que caer en el error de pensar que los espectadores argentinos sean menos pasionales, sino, simplemente, mejores.