Por Sofía Durand Fernández
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En 1999, Pedro Almodóvar lanzó al mundo Todo sobre mi madre. Un drama en tonos cálidos que ganó el Oscar, el BAFTA y el Globo de Oro, ambos tres por mejor película extranjera. Además del Goya y muchísimos otros premios. Puede que no exista manera más insípida de defender el éxito de una obra que enumerando los premios que ganó. Si se trata de las obras del director español, es todavía peor.
Almodóvar, aquel que perteneció a la movida madrileña, el movimiento contracultural de la España posfranquista. Almodóvar, el que llegó a Madrid desde Calzada de Calavatra para estudiar cine y terminó trabajando en Telefónica. Almodóvar, el hombre que dedicó su carrera entera a retratar en el séptimo arte a las mujeres. Mejor dicho, al espectro variopinto de mujeres que transitaron por su vida.
“A Bette Davis, Gena Rowlands, Romy Schneider. A todas las actrices que han hecho de actrices, todas las mujeres que actúan, a los hombres que actúan y se convierten en mujeres, a todas las personas que quieren ser madres. A mi madre”.
Esta es la dedicatoria que aparece al final de Todo sobre mi madre. Una síntesis del espíritu de la película, pero también una declaración de lo que había sido, era y seguiría siendo el cine de Almodóvar. Si no había quedado claro antes, con películas como Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) o Tacones lejanos (1991), se encargó de dejarlo por escrito.
“Mi madre ha impregnado e inspirado casi todas las películas que he hecho”, dijo hace casi un mes al recibir el Premio Feroz de Honor. La figura materna en el cine de Almodóvar es fundamental y no se limita ni a un solo un tipo de madre, ni al modelo tradicional. Madres malas, buenas, hostiles, devotas, prostitutas, adoptivas y biológicas. El director proyecta lo que todo individuo demora años en asumir: no existe la madre perfecta.
Describe la maternidad como un factor determinante. No solo en la vida de toda mujer —el detonante predilecto de Almodóvar es un embarazo—, sino también en la identidad de los hijos. Juega con sus diversas formas de existir. En Madres Paralelas (2021), a raíz de una coincidencia y una posterior confusión, dos mujeres se ven unidas de por vida y obligadas a concebir formas alternativas de maternar. En Todo sobre mi madre, Manuela —interpretada por la argentina Cecilia Roth—, primero transita el duelo de Esteban, su hijo, pero la vida le da una nueva oportunidad con el hijo de Rosa, llamado de la misma manera.
Lo teatral siempre está presente. Con Un tranvía llamado deseo, la conocidísima obra de teatro de Tennessee Williams, como motor, se enfatiza. “Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”, decía Blanche Dubois, uno de los personajes de la obra. En Todo sobre mi madre, ese sería el leit motiv que forjaría los vínculos entre mujeres. Sin un porqué, sin esperar nada a cambio.
Es verdad que las extravagancias vinculares que Almodóvar incluye en sus tramas pueden, por momentos, saltar a la vista. Por recelo o por controversia. Pero no se puede negar que hay algo primitivo que incita a la introspección. Almodóvar lleva kilómetros de distancia en representar vínculos, personajes y colectivos con la espontaneidad que, en la actualidad, muchos no logran obtener a la hora de llevarlos a la pantalla grande.
En 1991, logró que Miguel Bosé interpretara a un personaje con múltiples vidas —entre ellas, la de una drag queen— y que mantuviera un affaire con el personaje de Victoria Abril. Es relevante repetir el año: 1991, treinta y tres años atrás. En Todo sobre mi madre, no solo agrega el factor del vínculo entre una mujer cisgénero y otra transgénero, sino que también habla fuerte y claro sobre el VIH, apuntando directamente a los prejuicios de la época. La hermana Rosa, una monja interpretada por Penélope Cruz, se contagia el virus por mantener relaciones sexuales con alguien que se inyecta heroína.
El término “Chica Almodóvar” se utilizó en un principio para referirse a las musas del director. Actrices que reaparecen en sus largometrajes y cumplen con el principio intertextual del universo cinematográfico del director. Con el tiempo, se fue convirtiendo en un arquetipo del género femenino. En 1992, el cantautor español Joaquín Sabina —un hombre que entiende bastante menos al género femenino— lanzó Física y Química, álbum que incluye la canción “Yo quiero ser una Chica Almodóvar”.
Una canción que hace alusión a los títulos de sus películas, nombra a varias de sus musas, y sintetiza algunos rasgos característicos. Comienza así:
“Yo quiero ser una chica Almodóvar
Como la Maura, como Victoria Abril
Un poco lista, un poquitín boba”
Carmen Maura aparece en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), el debut comercial del director, pero es difícil no recordarla por su protagonismo en Mujeres al borde de un ataque de nervios. La tercera en discordia de un matrimonio, la amante, la que espera al lado del teléfono —por supuesto que rojo— una llamada. La ingenuidad inicial que pronto se va convirtiendo en rapacidad y culmina por enumerar los ingredientes de un gazpacho, olvidándose de mencionar el Valium. La que precisa al instinto de supervivencia para salvarse de la muerte y del hombre que amaba.
La Rebeca de Victoria Abril en Tacones Lejanos, que ansía el amor y reconocimiento de su madre, pero que al final, tiene que lidiar con despedirla de este mundo. Entonces, abre las cortinas del cuarto para que entre luz, consciente de que escuchará el repique de los tacones de su madre contra el piso para siempre.
“Pasar de todo y no pasar de moda”, afirma Sabina. Porque los gritos de Manuela, encarnada por una bellísima Cecilia Roth, en Todo sobre mi madre, son tan fuertes como para rasgar tanto los tímpanos como el alma. Porque a Almodóvar le gusta que las mujeres sufran adversidades, siempre y cuando puedan tener la fortaleza y el temple para salir a flote.
La Chica Almodóvar es hermosa, pero no necesariamente hegemónica. En esta misma película, Agrado hace un monólogo en el que ridiculiza la cantidad de procedimientos estéticos a los que se sometió. Pero finaliza diciendo algo poderoso, "una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. Rossy de Palma, cuando se pone un par de caravanas extravagantes, realza que podría haber salido en piel y hueso de un cuadro de Picasso, un atractivo muchisimo más llamativo que el statu quo.
El mundo de la chica Almodóvar está pintado de rojo. Para la pasión, la furia y la audacia. A veces, lo pueden contrastar tonos pastel o colores fríos, pero la calidez va a primar ante todo. Hay sillones donde se mantienen conversaciones incómodas, desmayos y risas. Hay paredes empapeladas con patrones estrafalarios y cocinas con islas y vajillas soñadas. En este mundo, las mujeres son tenaces, criadas para ser fuertes u obligadas a serlo en el camino. Las mujeres se equivocan y son irracionales, pero son descritas con compasión.
Pedro Almodóvar no solo innovó en la estética, las tramas y los tiempos narrativos. Rompió los esquemas en términos de crear personajes femeninos. No romantiza la miseria, tampoco proyecta en sus personajes parámetros irreales. Almodóvar escribe a las mujeres con cariño. Detrás de tanto kitsch, hay algo visceral, veraz.
Por Sofía Durand Fernández
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