Por Gustavo Kreiman | @guskreiman

Un domingo de marzo, Alejandro Tantanian toma un café en Cinemateca, antes de entrar al Solís para el ensayo de Dulce pájaro de juventud. Con él están Oria Puppo, su compañera de trabajo desde hace más de tres décadas, José Miguel Onaindia, el director de la Comedia Nacional, Pablo Musetti, actor del elenco estable, y Enzo Vogrincic, actor invitado. En esta versión de la obra, Vogrincic hace de Chance Wayne, el escort enamorado que vuelve a su pueblo para buscar a la chica que ama. Se ríen, hablan de cualquier cosa, hacen chistes irónicos de actores, de celos por el protagonismo, de querer serrucharle el piso al otro.

Un rato después, cruzan la calle Reconquista y entran al teatro. Los actores calientan, se van poniendo los vestuarios de ensayo, algunos estiran en el piso, otros se quedan más quietos y conversan bajito. Lo primero que hace Tantanian es recordarle al elenco y a las sonidistas los pies de audio para la pasada, va recordando las distintas entradas de la música, pide que le presten atención a eso. Enzo Vogrincic repasa unas partituras de movimiento con Alejandra Wolff, que hace el personaje de Alexandra del Lago, una clienta de Chance Wayne que en algún momento fue una gran actriz, y que quiere volver a ser parte del mercado después de la decadencia. Después, ella sigue repasando el texto sola. Él se pone a bailar una coreografía muy desestructurada, divertida. Casi torpe, pero con la torpeza del personaje y no del actor, que funciona como transición entre dos actos distintos de la obra.

“Vamos a montar una cosa del final”, dice Tantanian, y se pone a trabajar en la última escena con Wolff y Vogrincic. Les habla de los tiempos, de cuanto duran las pausas, de en qué momento empiezan a hablar y en qué tono. Después, llama a otros actores del elenco al espacio escénico y montan juntos las imágenes finales. Tantanian pide a las sonidistas que pongan la música, cuenta con los dedos las vueltas que tiene cada frase de la canción, pide que cuenten juntos, y así van marcando el ritmo de la caminata. Lo que marcó se conversa y se termina de definir colectivamente. Oria Puppo aporta su mirada, también las sonidistas. Es el elenco el que termina de definir los tiempos de caminata para la música, mientras el equipo de dirección se acomoda y resuelve los últimos detalles con el equipo de diseño.

“Arrancamos. Vamos desde arriba. Lo importante es repasar sin presiones”, dice Tantanian antes de arrancar con la pasada. Cuando los actores ya están en sus posiciones de inicio, agrega: “Besos. Pásenla lindo. Buen viaje”. La música suena y la ficción empieza.

Él se considera un buen coordinador de grupos, y en la dinámica del ensayo algo de eso se nota. Dice que a las obras las dirige mucho desde el oído, y eso también se ve. Confía en la belleza y en el contagio de pasiones alegres como parte de la búsqueda creativa, y eso se escucha en cómo habla con sus actores, y cuando dice lo que piensa en esta entrevista. También se puede escuchar esa voz entusiasmada en su libro Tres clases (2024), editado por Blatt & Ríos al cuidado de Andrés Gallina, un libro en el que analiza obras de Shakespeare, Bertolt Brecht y Tennessee Williams, el autor que convoca ahora. Cuando analiza las partes críticas de la actualidad política y cultural, el tono de la voz no deja de ser alegre, no pierde la inocencia de celebrar el presente con todo y contra todo. Escuchar o leer a Tantanian es un aprendizaje también por ese entusiasmo que contagia. Por esa fe en los humanos que expresa como artista, gestor cultural, docente y también como activista político.

El director conversó con LatidoBEAT después del ensayo de ese domingo. Habló sobre su trayectoria, y sobre cómo está viviendo la experiencia de dirigir al elenco de la Comedia Nacional en esta versión de Dulce pájaro de juventud, de Tennessee Williams. Se estrena el jueves 27 de marzo en el Teatro Solís y las entradas pueden adquirirse aquí

Foto: Javier Noceti

Sos director, actor, dramaturgo y docente. ¿Cómo traficás procedimientos de una disciplina a la otra en tu trabajo?

Siempre se aprende un poco más de una cosa haciendo la otra. Yo primero fui actor, y mi “yo” escritor en algún punto está muy ligado al amor a literatura. No tanto al género teatral, sino a la literatura en general, y la dirección viene como última fase. Con el tiempo me di cuenta de que están completamente asociadas las tres prácticas. Hoy por hoy, no podría pensar en una separada de la otra. Me parece que conocer y amar el trabajo del actor, y amar actuar también, te permite entender la escritura escénica, que es una forma de nombrar a la dirección. No sé si me percibo tanto como autor a lo Tennessee Williams. Para esta versión de la Comedia Nacional, en la que trabajé junto a Oria Puppo, hicimos una adaptación, una reescritura, y creo que trabajé desde las tres áreas. No podría decirte que lo hice solo como dramaturgo. Estaba desarrollando hipótesis escénicas a partir de la lectura del texto, pero pensando también como actor y director. Siento que mi trabajo como autor, en términos puros y duros de escribir obras de teatro, no es lo que más me caracteriza.

Lo que más me gusta es acompañar la emergencia de las voces de otros, y eso lo hago a través de la docencia, que es un rol que me fascina. Creo que ser docente tiene que ver con eso, con acompañar e impulsar la voz de otros. Tiene que ver con mi formación, y también con mi formación reactiva. Mis maestros fueron siempre muy escolásticos y muy de pedir que los estudiantes hicieran lo que ellos querían. Cuando empecé a dar clases, hice lo contrario. Son procesos más largos y a veces menos agraciados, porque no estás generando “tantanianes”, como muchos que generan pequeñas versiones de sí mismos, sin poner apellidos para no nombrar a nadie. Para mí ser docente tiene que ver con permitir que el otro encuentre su voz, que es más difícil, pero para mí es mejor. No me gusta generar apóstoles.

No creo que el docente tenga que formar gente para que replique su canto. A mí me pone muy orgulloso ver cómo desarrollan sus recorridos aquellos estudiantes que tienen formas muy distintas a la mía. No hay nada que me ponga más feliz que ver brillar a gente que formé, ver cómo encuentran su lugar en el medio. Mis maestros fueron muy duros y eran competitivos con nosotros, con sus estudiantes. Cuando nos empezaba a ir bien no venían a ver nuestras obras, se enojaban. Yo tengo una cosa más de gallina. Me gusta acompañar los procesos y empujar el vuelo de cada uno. Vivo diciéndoles a los estudiantes: “No vengas más a estudiar conmigo, ahora andá, hacé, saltá”.

Esto también está vinculado a lo que hago como gestor cultural. A mí me gusta armar espacios para el resto de las personas, me entusiasma. Creo que dirigir también tiene que ver con eso, y por eso se hermanan las prácticas. Fui hiperfeliz dirigiendo el Teatro Nacional Cervantes, me encantó poder generar una plataforma como Panorama Sur, en la que durante nueve años se encontraron distintas generaciones de autores de Iberoamérica. Me gusta mucho generar espacios de encuentro. Dirigir para mí también tiene algo de eso, como de anfitrión, de invitar a otros a una fiesta y tratar de que esté buena. Intentar armar una fiesta inolvidable para todos, para el equipo artístico y los espectadores.

Dirigir es como armar un playroom donde los actores estén felices de ir a jugar. Que no sea para ellos un espacio donde están obligados a hacer algo que no tienen ganas, sino, justamente, armar un dispositivo que los entusiasme para volver a jugar al ensayo siguiente. Y creo que lo fui entendiendo mejor también como gestor y como docente. Por eso, me parece que permanentemente se van traficando procedimientos de una disciplina a la otra.

Foto: Javier Noceti

¿Qué decisiones tomaron con Oria Puppo a la hora de adaptar y reescribir el texto original de Dulce pájaro de juventud para este elenco, este lugar y este tiempo?

Lo que hicimos con el trabajo de versión fue sacudirle un poco las telarañas o las polillas que tiene el texto, por ser de 1959. Fue escrito para un contexto de producción como es el de Broadway con su star-system. Seguramente también porque había una actriz que demandaría más cantidad de textos que otros, y también la necesidad de un personaje varón roto para que lo interpretara un actor famoso. Por eso se generan las figuras de Alexandra del Lago y Chance Wayne, que son los personajes protagonistas. También el texto propone cierta cuestión retórica en torno a la repetición. Hay cosas que se repiten y que vuelven como ostinatos, que son los movimientos recurrentes en una composición musical. Esos movimientos, desde nuestra mirada, eran innecesarios. La obra se entendía igual sin esas repeticiones.

Tras ese trabajo que hicimos de quitarle el polvo, aparece con una violencia mucho más poderosa lo que para nosotros es la esencia de la obra, lo que Williams quiere contar. Es una versión, pero el corazón poético, la voluntad narrativa de Williams, está. Modificamos el orden en algunas escenas, resumimos otras. Hemos puesto parlamentos en un lugar que no es el que está en la obra de Williams. Las mayores modificaciones están claramente en el segundo acto, que es un acto medio "elefantiásico", y en nuestra versión está muy reducido. Si bien sigue siendo el acto más largo de la obra, está más condensado y hay un montaje más cinematográfico en nuestra versión. Cuando empezamos a probarlo en escena, nos dimos cuenta de que funcionaba mucho mejor para el hoy.

El trabajo de la adaptación fue escuchar el texto como una partitura musical desde la perspectiva del hoy. Cuando la escuchás así, hay cosas que se caen solas del pentagrama.

Foto: Javier Noceti

Tennessee Williams en su escritura es muy generoso, otorgando oportunidades de actuación y puesta en escena desde la manera en la que escribe las didascalias, las acotaciones escénicas. También es cierto que puede condicionar mucho el imaginario del lector con ellas. ¿Cómo te vinculaste con ese aspecto del texto?

Es un autor hipergeneroso en términos de relato, es superclaro. Sus personajes están atravesados por cosas que nos pasan a todos, y que muchas veces no nos atrevemos a decir. En el teatro está bueno que pase eso, porque nadie dice “yo soy ese”, sino que asiste, y hay un grado de empatía muy poderoso con los personajes. El cuerpo didascálico de la obra es muy rico y muy basto, es cierto. De hecho, hay una acotación entera hermosa en el tercer acto, que nosotros reponemos y en nuestro espectáculo se dice en la obra. En el texto está para ser leída, pero es una acotación larga, bastante inactuable, no se puede hacer mucho más que leerla. Entonces decidimos que una actriz la dijera en escena. Es un monólogo de dos minutos y medio, y los espectadores la escuchan mientras ven a los personajes.

Para mí el procedimiento más extraordinario de Williams es el de haberse vestido con las ropas del realismo, que era lo que se llevaba en esa época y lo que permitía triunfar, pero al mismo tiempo ser una marica loca. Triunfar significaba estrenar en Broadway y que te fuera bien. Y lo que se programaba era el realismo, todos tenían que ser los hijos de Eugene O'Neill. Miller era el mejor hijo y Williams tenía que parecérsele, tenía que ser medio el gemelo. Él logra hacer esa cosa genial de disfrazarse de realista, pero para poder seguir siendo esa marica desenfrenada que lo único que quiere es magia, como dice Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo (1947). Las obras de Williams son eso, son caballos de Troya. Están disfrazadas de realismo, pero cuando abrís la tapa del caballo sale una horda de locas. Porque es así, todos sus personajes son maricones.

Hay algo que es muy difícil de vivenciar, de experimentar, si no sos puto o lesbiana. Y Williams es un puto enorme. Hay algo de esa zona torcida, degradada, periférica, suburbana o conurbana, alejada del centro. Los personajes de Williams son eso. Para mí algo de su imaginario funciona así.

La pulsión más fuerte de Williams es la pulsión sexual. Las mujeres de Williams son extraordinarias porque en los años cincuenta ya mostraban que estaban calientes, y eso era hiperrevolucionario. Pero él lo hacía porque él estaba caliente, y como no se atrevía a poner personajes gays, ponía mujeres. Y está buenísimo, porque al final del día, son mujeres, mujeres calientes en el mejor de los sentidos. Mujeres sexualizadas, con deseos sexuales que empujan su manera de habitar el mundo. Alexandra del Lago es eso, Blanche Dubois es eso. Después tenés esas bombas atómicas como Stanley Kowalski, que hizo Marlon Brando, o Chance Wayne, que hizo Paul Newman. Eran una representación de cómo el capital y el sistema de trabajo generaba esas masculinidades rotísimas y también desenfrenadas, pero para otro lado: el lugar de la explotación, del proletario empobrecido, que es todo lo contrario a la fantasía, a la magia.

Foto: Javier Noceti

Enzo Vogrincic, para hacer el personaje de Chance Wayne, resignifica un montón esta versión contemporánea de la obra. Además de ser un gran actor, es de las pocas personas en Uruguay que actualmente pueden dialogar con ese star-system propio de las condiciones de producción originales de la obra a las que te referís. ¿Cómo fue trabajar con él en este sentido?

Sí, es así como decís. Hay algo de ese star-system en el imaginario de esta producción, que es parte de la construcción del espectáculo y tiene mucho que ver con que Enzo sea el protagonista. El hecho de que sea él funciona muy bien en el sistema de la obra. A Tennessee Williams le hubiera puesto muy contento que Enzo hiciera de Chance, lo haría muy feliz. El hecho de que un chico joven, muy buen actor de teatro, que de repente tiene un exitazo extraordinario con una película de proyección mundial, decida hacer Dulce pájaro de juventud con la Comedia Nacional de su país, es algo muy propio de la poética de Williams. Enzo como personaje público entra en este sistema de producción, de cómo están pensadas estas obras.

Ahora mismo en Londres, la versión nueva de Un tranvía llamado deseo la protagoniza Paul Mescal. Puede haber muchos actores que sean buenísimos, pero si no es Paul Mescal, un buen actor, pero que también está de moda, y con características de belleza hegemónica, hay algo que no termina de funcionar. Estas obras fueron pensadas para dialogar con esa agenda, con esa franja específica del presente. No importa si nos parece bien o mal. Lo que es importante es entenderlo, porque estas obras están pensadas para que haya algo de eso. Para mí también tiene que ver con eso la vigencia de este autor.

Vuelvo a decir, también, la pulsión sexual es muy poderosa en la obra, y eso también está en este montaje y en cómo trabajamos los personajes. No solo con Enzo, también con todo el elenco. El personaje de Chance Wayne es un escort, un taxi boy, que tiene deseos de ascenso en su carrera de actor, pero que no es un buen actor. Su herramienta más poderosa la tiene a mano en su cuerpo, y trabaja con eso. Su capital, ante todo, es un capital erótico. Enzo es un actor maravilloso, superprofesional, supertrabajador, es el que más anota y recuerda las devoluciones que se le dan desde la dirección. Se lo ve comprometido con el proceso, y eso lo hace ser un actor con el que está buenísimo trabajar. Pero más allá de eso, de su disciplina, de su entrega y entusiasmo, todo lo que le está pasando como actor, pero también como personaje público, como modelo, como referente de la belleza, dialoga con el espíritu de Tennessee Williams. Por eso para mí es tan valioso que haya decidido participar y componer este personaje.

Foto: Javier Noceti

¿Cuáles fueron los desafíos que tuviste al dirigir el elenco de la Comedia Nacional?

Por suerte el texto es un clásico porque persiste, pero no tiene todavía el peso de un clásico académico. No se percibe como si hicieras Hamlet (1623) o La vida es sueño (1635), que en general a todo el mundo le da cringe, porque no sabe por dónde agarrarlo. Esta obra es más cercana, y con mi traducción y la adaptación que hicimos con Oria, los textos quedan muy a la boca de los actores de hoy. La trajimos muy al habla cotidiana, sin perder el vuelo poético, entonces pudimos comprenderla juntos muy rápidamente. Yo casi no hice trabajo de mesa, leímos una primera vez y después pusimos el cuerpo, y todo el trabajo de mesa en realidad se fue haciendo a partir de la experiencia de trabajar el texto en escena.

Es una obra muy sencilla en algún punto, pero hipercompleja, como todo lo sencillo. Te lleva a desentrañar capas de sentido, porque el problema de Williams es que si lo hacés medio como está ahí, medio como a nivel de primera lectura, parece un poco una pavada, algo medio banal, televisivo en el peor de los sentidos. Si te quedás en el plano de la anécdota, puede ser que parezca un poco superficial. Pero detrás hay unas referencias enormes y a su vez tiene una voluntad poética muy alta, porque, primero que nada, es un gran poeta.

Los grandes autores, Shakespeare, Ibsen, Chéjov, Williams, también son poetas. Pero son poetas en el sentido de comprender la realidad y construir una manera muy poderosa de vincularse con ella a través del lenguaje. De generar universos y condensaciones de sentido. Esos autores logran unir cosas que antes eran impensables como parte de una misma unidad, y Williams tiene eso. De repente parece un autor banal, en términos situacionales, y de repente algo en sus obras destella, se ilumina y genera una luz casi epifánica. Me parece que los actores de este elenco, por la experiencia que tienen, están preparados para dar esos saltos.

Foto: Javier Noceti

¿Esa fuerza poética es lo que hace que la obra perdure, que siga arrojando claves de lectura en la actualidad?

Es un autor que se sigue haciendo porque hay algo en sus obras que trasciende su época. Ahí es donde se vuelve un clásico. Son obras que se vuelven a visitar porque en principio son profundamente políticas, en el sentido de políticas de género y también de la política como reflexión sobre el poder. Williams siempre se sorprendía de la manera en que eran aceptadas sus obras, y de que nadie se fijara o señalase la violencia brutal que tenían sus materiales. Él se sorprendió mucho de que fuera tan aceptada una obra como esta, en la que hay una histerectomía, una castración, matan a un negro. Le llamaba la atención que la gente no denunciara, y eso habla de lo naturalizada que estaba la violencia, y que sea leída en clave de obra costumbrista.

El foco que nosotros hicimos tiene que ver con esta época, pero está muy en la línea de lo que él decía como autor de su momento. En la obra hay un poder omnímodo, un poder nepótico, que es el que gobierna esta ciudad donde sucede la acción, que ha intentado deshacerse del cuerpo de Chance Wayne varias veces y lo ha echado de ese lugar. Él vuelve todo el tiempo, como Sísifo en su mito, a buscar a su chica. Lo que se ve en la obra es uno de esos regresos, esta vez en compañía de Alexandra del Lago, que es su cliente. Él le da sus servicios de escort, pero no es solamente un compañero sexual, es un acompañante a tiempo completo. Se muestran juntos, le maneja el auto. Además, Chance tiene una voluntad, que es la de ser artista de cine. Ella es una actriz encumbrada, entonces también le sirve la relación para ascender en la carrera.

El foco está puesto en cómo desde el poder se hace carne de cañón con los cuerpos humanos. Cómo estos regímenes dictatoriales, que están asolando al mundo en este momento, violentan los cuerpos de los otros. El discurso que tiene el jefe Finley es muy homólogo al de algunos gobernantes de hoy. Es un discurso mesiánico que se apoya en la religión para desarrollarse. Nada muy distinto a “las fuerzas del cielo” que estamos viendo hoy por hoy, y los chivos expiatorios siempre son los cuerpos deseantes. Deseantes de lo que quieras, pero esos regímenes no soportan el deseo. Quieren domesticarlo permanentemente para poder controlar a la población. Por eso violentan a los cuerpos deseantes y digitan la subjetividad; para que no desees, o no puedas hacerte cargo de tu deseo.

Heavenly y Chance son dos personajes jóvenes que simplemente quieren amarse en un contexto de estas características, gobernados por un poder despótico. Eso es lo que vuelve a la obra una tragedia, una gran tragedia amorosa en la que el enemigo claramente es quien detenta el poder de turno. El jefe Finley representa a este tipo de gente poderosa, que reproduce discursos contra la inmigración, sobre la pureza de la sangre, sobre la revelación divina, que son exactamente iguales a ciertos discursos de hoy. Y los parlamentos de ese personaje no están retocados, no están modificados. Fueron escritos en el siglo pasado, pero simplemente hay que presentarlos al ponerlos en escena.

Foto: Javier Noceti

Nuestro poder justamente está en señalar, abrir, poner el foco en eso. Hacer una obra que muestre que las víctimas de este régimen son jóvenes que intentan cambiar el mundo, desearse, amarse y sostener los valores del humanismo, para mí es relevante. Y cuando digo humanismo hablo de eso, de volver a valores humanos básicos, que hoy están siendo atacados desde lugares centralizados para imponer cierta tiranía del capital, de la materia, del poder económico como única variable atendible en el desarrollo de nuestra vida.

Chance Wayne es un personaje que quiere amar, no quiere otra cosa. Quiere triunfar en su carrera porque tiene una vocación poderosa. Su talento no lo ayuda, pero tiene una voluntad férrea de conseguirlo a costa de lo que sea. Y quiere amar, está perdidamente enamorado.

Entonces, más allá de que la obra sea una crítica muy feroz al sistema de Hollywood de ese momento, está siendo crítica con el sistema del poder actual también. Tenés a una gran actriz olvidada por el medio, que vuelve a aparecer y está en decadencia. Y está el que quiere ascender y no lo dejan, porque la movilidad social es castigada por el sistema. Entonces se prostituye para poder ascender. Es una crítica, tanto a los que quieren entrar a esa lógica perversa, como a los que entraron y se hicieron mierda. La obra opera con el sistema de Hollywood a modo de metáfora para hablar del sistema sociocultural en general. El relato político es un relato de una enorme actualidad, y ahí es donde vos ves esa plasticidad que tiene el texto de poder seguir diciendo cosas. Sin modificar nada de la trama, de las decisiones narrativas y argumentales que tiene la obra, se transforma en un alegato contra las violencias y la derecha de hoy. Así, sin que digas nada, presentando la obra y nada más. Ese es el poder de los clásicos. Seguirnos hablando más allá del tiempo.

Es interesante poder hacer todo este tipo de críticas sin bajar línea, y por eso es muy poderoso hacerlo a través de obras como estas. Porque en realidad, nosotros estamos haciendo la obra de una manera bastante cercana a la original, y no bajamos línea, presentamos lo que dice. Sí hay una lectura, porque como director hacés un foco, ponés la lupa sobre una parte, porque la obra tiene muchos temas. Es como con los libros, nadie lee el mismo libro. Cada lector desarrolla su hipótesis de lectura, y por eso hay tantos libros como lectores.

Foto: Javier Noceti

¿Dirigir se trata de eso? ¿De poner en escena una hipótesis de lectura concreta sobre un material?

Para mí no es otra cosa que eso. Cuando uno dirige, lee. Lo que monto es lo que leí. La obra es algo, pero después, ese objeto que está fuera de mí, que se llama Dulce pájaro de juventud, tiene que ser mío. Dirigir es una manera de acercarme a ese objeto. Devorarlo para conocerlo, como dice Nietzsche. Descartar lo que no me nutre y quedarme con lo que nutrió. Así se desarrolla la hipótesis de lectura que puedo tener como director de la obra, y por eso mi puesta en escena de la obra no se va a parecer a la de nadie. Yo dirijo para que me guste a mí, pongo en escena las cosas que me gustan, que me emocionan. Y me parece que no es egoísmo, sino, justamente, la manera más honesta de hacerlo.

Primero tiene que haber un deseo. Esta obra a mí me atravesó desde muy joven, como Eduardo II (1592), que es una obra que quería hacer. Siempre trabajo a partir de un deseo, cuando hay algo que yo quiero decir. Y siento a Tennessee Williams como un señor hermoso que me acompaña. Vamos juntos y decimos juntos. Después, dirigir también tiene que ver con convencer al resto del equipo de que esto es algo lindo o poderoso para decir. Entonces sí, creo que es eso que planteás. La dirección tiene que ser necesariamente una operación de lectura singular.

Lo que pasa es que eso no se dice, ni se piensa, ni se hace en muchos casos. Se piensa que hay una cosa en sí, como si hubiera una especie de idea platónica de lo que “es” el Hamlet, o lo que es Dulce pájaro de juventud. Y la verdad es que no, no hay una cosa en sí, es una cuestión subjetiva. Cada montaje es parte de tu propia expresión. Los tiempos, las tensiones, las relaciones de los cuerpos en el espacio, el silencio, los sonidos. Todo eso es lo que uno pone en escena desde su lectura particular. Es como vos expresás esa obra.

También sos cantante, y has dirigido óperas y musicales. ¿Cómo abordaste el mundo sonoro de la obra y la forma de habla de los personajes, teniendo en cuenta que es un equipo rioplatense?

Para mí, uno de los grandes problemas del teatro es qué se hace con el tiempo, y ese problema está muy vinculado al principio de la música. Con el espacio el trabajo es más claro, porque uno tiene que definir un área dentro del edificio o espacio teatral.

La otra coordenada de la cual el teatro no puede desentenderse, es el tiempo. Y en general, el tiempo es un problema, porque no es como la ópera o la música, en la que el tiempo ya está cifrado; es lo que dice la partitura y ya está. Como director musical no te podés salir de la partitura. Podés ir un poquito más rápido, un poquito más lento, arreglar algo, pero no te vas nunca de ahí. En el teatro no hay partitura, la dramaturgia no es una partitura. Eso a mí como director me enloquece, porque me gusta pensar en la obra como una partitura, y soy muy hincha pelotas con eso.

El texto propone una música que no puede ser ignorada. Si el texto quiere ser lento, por la gramática o por la atmósfera en que se inserta, y lo escucho a través de un impulso de actuación que lo está haciendo sonar más rápido, te voy a pedir que lo hagas más lento. Mi manera de leer la dramaturgia es musical. Yo sé que es una hipótesis mía y que hay otras maneras de entenderlo o abordarlo, pero como a mí se me arma así, yo la defiendo. Tanto las palabras como los silencios entre ellas son parte de la partitura de la pieza. Yo no puedo imaginar el teatro si no es como música.

De repente, hay momentos donde las palabras alcanzan. Ahí tenés que pasar a otro estadio, que es el de la música. Entonces empezás a componer de una manera más epifánica, porque la música tiene un potencial liberador de energía todavía más potente que la palabra. Acá aparece mucho eso, como en todos mis montajes. La música propone un grado de emoción pléxica que es inefable, que no tiene que ver con el lenguaje, con las palabras. Pido mucho que se actúe desde ahí, desde esa emoción del plexo. Hay momentos en que trabajás más con la racionalidad, porque el discurso se tiene que entender. Pero hay otros momentos en que lo más importante es cómo suena, no lo que se dice.

¿Cómo están esas palabras unidas? Esa es la pregunta que me hago cuando empiezo a abordar un texto. Cómo suenan, cuál es la cacofonía, la música que proponen. Escucho mucho las obras. Las visualizo, pero sobre todo las escucho. Para mí, la labor del director se parece también a la del director de orquesta, de llevar esos signos abstractos de una partitura a un escenario usando los lenguajes de la actuación y de la iluminación, de la escenografía, del vestuario, etc. Esa parte del trabajo me apasiona. Cómo eso que está ahí, cifrado en un papel, de repente puede transformarse en el "Réquiem" de Mozart, sonar y emocionarte. Para mí el teatro es lo mismo, no veo diferencia.  

La música siempre estuvo muy presente en mí como articuladora de lenguajes que no pasan por lo racional. No hubiera podido ser el actor ni el director que soy actuando solo desde el sentido de las palabras. La música propone soluciones de discontinuidad y saltos poéticos que el lenguaje verbal nunca te va a ofrecer en su linealidad, por más texturas y complejidad que tenga. Leer y dirigir desde la escucha, más que desde la razón, te permite ese otro vuelo. La posibilidad de pegar otro tipo de saltos poéticos. Por eso para mí es tan necesario.

Foto: Javier Noceti

El tiempo, la decadencia, la pérdida de la juventud y las consecutivas pérdidas de la inocencia son operaciones fundamentales en el latido del corazón poético de la obra. ¿Qué inocencia estamos perdiendo?

Estamos perdiendo nuestra inocencia humana. Cada vez estamos más lejos de contactar sensiblemente con las condiciones de lo humano de una manera integral. La tecnocracia, el solipsismo que generan las redes sociales y la pretendida comunidad que no es tal, sino que estamos más solos que la una. Creemos que formamos parte de algo en nuestros nichos de X, Facebook, Instagram o WhatsApp. Estamos cada vez más solos, más aislados, y por eso más permeables, más vulnerables a todas estas mierdas que nos atraviesan. Lo humano tiene que ver con la comunidad, con todo lo que nos están sacando. Con el afecto, con la ternura, con la emoción, con esas cosas que parecen como de telenovelas y que hoy tienen mala prensa. Estos autores vienen a decir eso.

Otra cosa muy poderosa en Williams, que está muy señalada en la pieza, es la ausencia de Dios. Esa idea del alejamiento del hombre del espíritu. Llamalo a eso como quieras, Dios, Alá, el alma, el misterio, el universo, el Big Bang. Pero el alejamiento del misterio nos llevó a este grado de dictadura de la materia, de la economía del capital como variable principal en el análisis de todos nuestros procesos. Creo que el marxismo empezó a construir un fantasma horroroso, extraordinario en un momento, pero que también tiene sus contraindicaciones en la actualidad. Yo entiendo que la religión es el opio de los pueblos, sí, lo comparto. Pero creo que a todo hay que tomarlo en su justa medida. Porque hay algo del misterio, de la creación, de eso que no tiene nombre, que si lo dejamos de lado, el mercado ocupa ese vacío de una manera muy perversa para los sujetos.

Nosotros como artistas estamos en pleno contacto con eso, nos es absolutamente común pensarlo. Pero para otras personas su Dios es el dinero; el espíritu está directamente asociado a los electrodomésticos, al auto, al teléfono, esas cosas que parecen tan básicas. Esa inocencia la perdimos, y creo que los grandes autores, entre otras cosas, vienen a advertirnos sobre eso. La lectura, el arte, el contacto con el espíritu y el misterio, todas las técnicas artísticas son procedimientos para recuperar la inocencia frente a lo humano. Para entrenar la sensibilidad y la lucidez frente a la inmediatez de lo cotidiano. Me parece que todos los poetas cantan lo mismo desde tiempos inmemoriales. La ternura, el miedo, el deseo, la belleza, el dolor, son aspectos que están como en una zona de descrédito. Lo emotivo, la compasión, las pasiones buenas tienen mala prensa, y por eso estamos inmersos en pasiones tristes desde hace tiempo.

¿Cuál es la potencia contracultural del teatro en ese sentido? ¿Por qué el teatro como espacio de encuentro de la comunidad puede ir en contra del adormecimiento de la sensibilidad?

El teatro sigue siendo un lugar muy increíble, porque es un lugar donde la gente se reúne. A veces se pierde de vista que el teatro es un lugar en el que la gente entrega su tiempo, que es lo más valioso que tenemos. Entonces es una responsabilidad. ¿Qué hacés vos con el tiempo del otro? Por eso no hay nada peor que el mal teatro, porque te querés matar por haberle regalado tu tiempo a algo que no valía la pena. En una película te podés ir, en un recital de música sos más anónimo. Pero en el teatro, si querés salir te da más vergüenza, porque los actores te ven aunque estén actuando. A veces no se valora el tiempo de los espectadores, que están viniendo a ver lo que hacés vos, y es un acto comunitario. Es de esas pocas ceremonias que quedan, junto con la misa y con algunos recitales de rock o de música. Son lugares de congregación. Todo lo que son las artes vivas, performáticas, tienen eso en común. Me parece que tiene que seguir siendo un lugar en donde uno pueda sentarse a pensar y a sentir con otros, para discutir después.

Por eso los teatros públicos son tan importantes en ese sentido, y para mí está buenísimo poder trabajar con la Comedia Nacional del Uruguay. Cuando pude trabajar en el Cervantes, me importaba que ese teatro pudiera hablar con la ciudad de Buenos Aires. Pensar con la ciudad, usar un poco el radar, preguntar: ¿Qué se está discutiendo? ¿Qué está pasando? ¿Qué les importa hoy a los ciudadanos de esta ciudad, a la que tenemos que entregar algo? Desde esas preguntas es que podés desarrollar procedimientos de diálogo con la ciudadanía, para que no sea un espectador pasivo.

Otra cosa que tiene mala prensa es la idea del entretenimiento, pero la palabra entretenimiento es extraordinaria, porque es "tener entre". Quiere decir "suspender entre dos cosas", tiene que ver con la suspensión del tiempo y con contener a los demás en un estado de percepción alternativo, como ir a un lugar para ponerse entre paréntesis y dejar otras cosas por afuera por un rato. Eso es "tener entre". Y por eso hay que entretener también. El teatro tiene que entretener. Cuando nos quejamos de que no hay público, primero deberíamos pensar cuál es el teatro que hay, qué teatro estamos ofreciendo. Es cierto que también hay cosas geniales a las que la gente no va, porque hay otras variables, otras leyes. Las leyes del mercado, de la comunicación. Pero lo que nos recuerdan las obras como estas es que el teatro puede ser una luz a la que se acerque un montón de gente alrededor, en distintos lugares, en distintos tiempos.

Foto: Javier Noceti

¿De qué manera resiste la belleza frente al tiempo? ¿Hay algo de lo nuevo que viene que te parece que pueda dar lugar a nuevas formas de belleza, a alguna forma de diversificación?

Yo siempre elijo creer que sí. Williams puede narrar eso que viene desde la belleza de lo que se perdió, cuando lo leo a él me da motivos para creer que algunas cosas que se vienen están buenas. Perder algunas de las formas horribles que construyen el presente también es una manera en la que la belleza resiste el paso del tiempo, y yo creo que sus obras hablan de eso. La belleza resiste diluyendo algunas formas de lo horrible. Permitiendo que se sostengan y que se perpetúen, algunas formas más sensibles y, justamente, más bellas.

Nosotros estamos acá conversando hace una hora y media de arte, de espíritu, de estas cosas. Creo que uno está aportando cierto grado de energía desde acá. Eso también es un aporte. Después empieza a ser algo más cuántico, si querés, pero me parece que es parte. Si todos estuviéramos pensando en cosas parecidas a las que estamos hablando, el mundo sería mejor, definitivamente. No hace falta que hablen de lo mismo que estamos hablando nosotros, pero no estamos hablando ni de guita, ni de cómo matar al otro, ni de cómo tener más seguidores. Mientras existan personas que puedan pensar y sentir así, que se tomen el tiempo para hablar de esto, me parece que todavía hay futuro y belleza posible. Y eso va a seguir pasando.

La naturaleza es mucho más poderosa que todas las mierdas que suceden. Todos los imperios se cayeron. Son coyunturas. El mayor problema es que siga habiendo mundo, que no se prenda fuego, porque si el mundo desaparece, ya no hay nada que hacer. Pero mientras siga existiendo, hay muchas posibilidades de contactar con la belleza, de construirla, y de volverla una práctica de resistencia contra la mediocridad.

Estamos atravesando una época muy oscura. Pero a la vez es híperatractiva, porque plantea un montón de desafíos. Impulsa a no quedarse quieto, a no acostumbrarse, a estar en estado de rebeldía permanente. La época invita a juntarse, a armar trincheras, a quererse como nadie con amigos y con amantes. Hoy más que nunca tenemos que amar a los que amamos como nunca lo hicimos antes. Los momentos de crisis son los más movilizadores, porque cuando todo está tranquilo, es muy difícil no acomodarse en la pachorra burguesa.

Está esa frase de Úrsula K. Le Guin, que dice que en esa zona intermedia entre que muere una época y nace otra, nacen los monstruos. Hay monstruos que son lindos, que está bueno que nazcan. Está todo mal actualmente, pero se está terminando algo y está empezando otra cosa que no tiene forma. Está empezando algo que al no ser como lo que era, puede dar lugar a formas nuevas de la creación. El capitalismo se está cayendo, de eso no hay duda, y por eso es tan fuerte. Por eso está como defendiéndose, como mordiendo la almohada para no caerse de la cama. Por eso la mercadocracia, el imperio de la economía, tanta obsesión con la guita. En todos lados, de lo primero de lo que se habla es de la plata. ¿Por qué tanta obsesión? Porque esa lógica se está muriendo. Por eso los líderes que emergen son los líderes que señalan el camino de la guita, de la mercadocracia.

Por eso también algunas personas los eligen, porque son manotazos de ahogado frente a una lógica que está agonizando. Por suerte también hay otras personas, y hay otros lugares donde pasan otras cosas. Lo que pasó hace poco en México es significativo. Lo que pasó acá en Uruguay en las últimas elecciones, lo que pasó en Brasil. Europa también está reaccionando con mucho movimiento en contra de las nuevas derechas. Yo creo profundamente en el género humano. Me parece que mientras haya espacios para seguir conectando con el espíritu y el misterio de alguna forma, que no moneticen ni midan cualquier actividad desde una lógica económica, el género humano va a seguir en contacto con la belleza.