Por Sebastián Chittadini
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Alfredo Evangelista había visto por primera vez a su ídolo Muhammad Ali en marzo de 1971, en un televisor blanco y negro en su humilde casa de Villa Española mientras comía salteado y soñaba con abrirse camino en el boxeo y en la vida con la fuerza de sus puños. Aquella vez, el boxeador nacido en Louisville y definido como “El más grande” peleó en el Madison Square Garden contra Joe Frazier y no sería la última vez que la atención de Evangelista se posaría sobre él.
Seis años después, para 1977, el peleador uruguayo ya vivía desde hacía dos años en España –donde le habían puesto “El Lince de Montevideo”- y era campeón europeo de los pesos pesados. Los españoles también lo apodaban “El Tupamaro”, por una simple asociación entre su origen uruguayo y los tiempos que vivía su país, no porque hubiese dado alguna señal sobre su pensamiento político. Con apenas 22 años y solo 14 combates como profesional –apenas uno en Montevideo, en diciembre de 1976 tras el que se le concedió el título de campeón uruguayo-, estaba a punto de subirse a un ring para enfrentar a Ali por el título mundial de la categoría estrella del boxeo. En Estados Unidos, la meca del deporte de los puños, era apenas una pelea más en la carrera del campeón del mundo. En la semana del combate, la revista deportiva Sports Illustrated tenía en su tapa al turf, con el Kentucky Derby como acontecimiento saliente, mientras la revista TIME dedicaba su portada a un artículo sobre la mafia.
Un “Rocky” de la vida real
Por aquel mayo de 1977, Stevie Wonder era el músico más escuchado en Estados Unidos con su tema “Sir Duke” y el libro Passages, de Gail Sheehy, era uno de los best sellers del momento. En el cine, mientras The Duellists -dirigida por Ridley Scott- era uno de los estrenos más vistos del año, seguía en pleno furor una película sobre un ignoto boxeador que se encontraba ante la chanche de pelear por el título del mundo. Estrenada en Estados Unidos el 3 de diciembre de 1976, Rocky -dirigida por John G. Avildsen- tenía muchos puntos de contacto con la historia de Evangelista, al que el público y la prensa especializada enseguida empezaron a comparar con el personaje encarnado por Sylvester Stallone.
Evangelista subiría al ring del Capitol Centre de Landover (Maryland) a pelear por el sueño de ser campeón del mundo. La cita era el 16 de mayo de 1977, un lunes, a poco más de 300 kilómetros del Madison Square Garden en el que había visto pelear a Ali por primera vez. Tan así eran las comparaciones con Rocky Balboa, que el día de la pelea salía en el New York Times un artículo del periodista Dave Anderson con el título “El informe técnico de Ali sobre Rocky”. Allí, además de las declaraciones de una señora que pensó que el retador hispano-uruguayo era una estrella de rock por su melena, se podían leer las apreciaciones de Angelo Dundee -el legendario preparador de Muhammad Ali-, quien decía que Evangelista era un buen boxeador con buenos reflejos y que no corría, sino que iba al frente. Lo describía como un peleador ortodoxo, con no demasiado poder en sus golpes, un buen gancho de izquierda y cross de derecha, con un marcado estilo sudamericano –mencionaba su origen uruguayo- y buenos movimientos. También comparaba favorablemente a Evangelista con Oscar Ringo Bonavena, boxeador argentino que había peleado con Ali en 1970 y que fue asesinado en Estados Unidos en 1976.
“Este chico no es ningún Rocky. Rocky no podía pelear, Rocky es una película”, dijo Dundee en el final de la nota como remarcando que Evangelista era de verdad. Rocky – el del cine – ganó el Oscar a la mejor película y al mejor director en marzo de 1977. Un par de meses más tarde, nadie en Uruguay sabía que en Estados Unidos estaban comparando a un uruguayo con un personaje del cine en la previa de la pelea. También eran tiempos en los que los estrenos demoraban un poco más en llegar a otros países. En nuestro país, la película se estrenó el 2 de abril de 1977 -en el cine Trocadero- y en España, donde vivía Evangelista, no se estrenaría hasta una semana después de la pelea, el 23 de mayo de 1977.
De Villa Española a España
En 1975, cuando era apenas un joven que soñaba salir de la pobreza con su talento para los golpes, Alfredo Evangelista recibió una llamada de un amigo que le decía que en España estaban buscando a un buen boxeador al que potenciar. No lo pensó dos veces, dejó Uruguay y a su familia con la certeza de que en Europa lo esperaban mejores posibilidades. Nada más llegar, maravilló al público español desde su debut y se ganó el premonitorio apodo de “El pequeño Clay”. Pese a que Muhammad Ali había dejado de llamarse Cassius Clay en 1967, todavía había gente que lo llamaba por su nombre de nacimiento. Y pese a que en 1977 Evangelista hacía ya dos años que estaba en España, el papeleo para otorgarle la nacionalidad española fue muy lento y precisó de que dijera que pelearía contra Ali como uruguayo. En ese momento, se activó la burocracia y en 24 horas tenía DNI y pasaporte español, además de quedar exonerado del servicio militar. Pelearía como español en la pelea más importante en la historia del boxeo uruguayo.
En su nueva patria, la pelea era todo un acontecimiento pese al clima que se vivía en términos políticos. El 14 de mayo de 1977, dos días antes de que Evangelista subiera al ring, el rey Juan III de Borbón renunciaba en Madrid a sus derechos a la Corona española en favor de su hijo Juan Carlos. El 16 de mayo, día del combate; había paro de maestros, Felipe González pedía serenidad a las FFAA y el Partido Nacionalista Vasco reclamaba el arbitraje de la Corona. Tras 41 años, desde la Segunda República Española, los españoles volvían a votar en unas elecciones generales en las que Adolfo Suárez fue elegido presidente del gobierno. Mientras tanto, los bares se llenaron de espectadores para ver en directo por TVE al español por adopción que enfrentaría entre gran expectativa a un hombre que más que un boxeador ya era un ícono.
Probablemente, nadie en Uruguay supiera que al muchacho de Villa Española le decían “El Tupamaro” en España. Si en la nueva residencia de Evangelista eran tiempos convulsionados, en su país de nacimiento la pelea -que ni siquiera vino en directo- era simplemente un paréntesis de una noche oscura en tiempos aún más oscuros. En aquellos días grises, fríos, de caras sin nombre y sueños robados, casi todo era en diferido. Por eso, la pelea no generó tanta expectativa como en España. La atención en el deporte se la llevaba el fútbol, como siempre, con la consagración de la selección juvenil en el Campeonato Sudamericano de Venezuela el 6 de mayo.
A diferencia del país ibérico, que salía de un período dictatorial, en Uruguay se vivía una etapa en la que el régimen militar buscaba construir un nuevo y duradero orden político. Entre 1973 y 1977, 110 mil personas- Alfredo Evangelista incluido- dejaron el país mientras el Estado se introducía en la vida privada de los uruguayos más profundamente que en cualquiera de los regímenes vecinos. Mientras hombres vestidos de civil y armados irrumpían en las casas preguntando por alguien, 56 uruguayos desaparecían en Argentina y Uruguay en ese 1977 en el que un uruguayo iba a la luna para tirar guantes con Dios.
Bienvenido al show
El gran día había llegado. En la previa, el New York Times había invitado al público a no acudir al combate porque el boxeador latino iba a ser presa fácil para los puños del campeón. Evangelista, su melena “Beatle”, sus 93 kilos, los ojos chiquitos y la ilusión de la juventud ya habían sido parte del show mediático anterior a la pelea. La provocación a Ali por su edad, la pantomima del campeón haciendo que toreaba al retador español, el promotor Don King en el medio, todos condimentos que pasarían desapercibidos en el lejano Uruguay, donde recién el miércoles 18 de mayo habría algunos televisores blanco y negro –como aquel en el que Evangelista había visto por primera vez a Ali- dispuestos a mirar de reojo la pelea de un uruguayo que se había hecho ídolo lejos de su país y que estaba 57 a 1 abajo en las apuestas. Mucha gente ni siquiera sabía que no estaba peleando en directo.
Lo vieron algunos en las cantinas, otros guapos que desafiaron al frío de mayo y sacaron el televisor a válvula la vereda y los borregos de su Villa Española y el barrio Puerto Rico; lo vieron los gurises en Florida y en Maldonado, los niños que jugaban a ser boxeadores, los que habían conocido a Alfredo antes de ser alguien importante, los que no le tenían fe y los que creían estarlo viendo en directo. Algunos la habían escuchado en directo el mismo 16 de mayo por Radio Oriental, con relatos de Carlos Muñoz y comentarios de Carlos Soto, pero sabido es que la memoria construye sus propios recuerdos.
Ali -más rápido, más potente, más alto, más preciso, más carismático, más boxeador- dominó la pelea e hizo show durante los primeros seis rounds, burlándose de Evangelista y bailoteando en el ring. Estaba convencido de que aquel joven le duraría lo que él tuviera ganas. Pero en el séptimo, el uruguayo logró combinar algunos golpes que impactaron en el rostro del campeón, que era el mito, era el más grande, era el boxeo en sí mismo, pero ya no era el que había sido. Alfredo -más lento, menos potente, más bajo, menos preciso, más pesado y menos boxeador- tampoco era aún el que podía llegar a ser, pero aguantó los quince asaltos de pie con su determinación de nunca dar un paso atrás. Ali y el público se encontraron con un peleador tremendo, que replicaba cada golpe y absorbía los puños del rey. La campana y el abrazo final de la leyenda al retador marcarían un antes y un después en la vida del joven uruguayo, que se ganó el corazón del mundo igual que Rocky Balboa.
Los datos fríos dicen que Ali tiró 561 golpes y acertó 164 (29.2% de acierto), mientras que Evangelista lanzó 572 y concretó 141 (24.7%). Los tres jueces le dieron ganador a Alí (Harry Cecchini 71-65, Terry Moore 72-64 y Ray Klingmeyer 72-64), mientras que el New York Times vio un 72-65 en favor de Ali, al que Evangelista le preguntó en castellano y sin respuesta por qué corría tanto y no peleaba con él. Durante gran parte de la pelea, que fue televisada en directo para todo el territorio de los Estados Unidos, el campeón fue abucheado por los 12.000 espectadores presentes en el Capitol Centre de Landover.
“Traté de noquearlo, pero no caía. Díganle al mundo, Evangelista es un gran boxeador. No es ningún paquete, tiene buenos movimientos, qué equivocados estaban ustedes diciendo que este hombre no era nada. Este nadie, este Evangelista, les apostaría mi vida a que va a complicar a Ken Norton, si es que no le gana”, decía Muhammad Ali tras la pelea ante la dignidad y el honor de su desconocido contrincante, que declaró que nunca olvidaría la pelea y creía que Ali tampoco. Por su parte, el periodista Howard Cosell –que cubrió la velada para la cadena ABC- la describió como una de las peores peleas que había visto en su vida y se dirigió al público para pedir disculpas con un contundente “Perdón por haberla televisado”.
Mano a mano con Dios
Evangelista siempre pensará que pudo haber ganado la pelea en el round 12 y siempre tendrá presente esos tres minutos en los que dejó de lado la cautela y se dio cuenta de que Dios era tan humano como él. Seguirá repasando el video hasta el fin de sus días y cada vez se dirá que lo tuvo cerca, se lamentará por aquel gancho que no entró, volverá a pensar que es campeón del mundo en ese momento en el que cambia golpe por golpe con la leyenda. Su memoria tendrá siempre presente ese round, como se acuerda uno de esos momentos salientes de su vida.
El hombre al que le pagaron poco menos de 100.000 dólares por boxear con Dios sueña de forma recurrente con ese momento sobre el que el músico uruguayo Jorge Nasser hizo una canción que tocó con su banda Níquel, una y otra vez su cabeza vuelve al último minuto de ese round 12 en el que los uruguayos que estaban viendo la pelea pensaron lo mismo que él. Alfredo lo tiene a Ali contra su propia esquina, lo ve vulnerable y le tira encima todo lo que tiene. Parece que puede haber milagro, pero el oficio de Ali logra evitar la debacle que podía significar perder el título del mundo de los pesos pesados contra un Evangelista al que la campana final solo le abriría las puertas de la eternidad.
El tiempo es la prisión
Camina lento
Agujas de un reloj
Que no para jamás
De nuevo el 12 round
Las mismas manos
Lo llevan a soñar
Lo que pudo lograr
La vida le enseñó
Jugarse en todo
Y así llegar a estar
Mano a mano con Dios
El barrio le quedó
Marcado a fuego
Europa lo adoró
Y se lo hizo pagar
De nuevo el 12 round
Las mismas manos
Lo llevan a soñar
Sueños de libertad
Sueños de libertad
Escribiendo la historia
Hasta hoy, Alfredo Evangelista repite que peleó contra el mejor peso pesado de la historia y que, de haber peleado en esta era, sería campeón del mundo. También dice que, si la pelea hubiese sido en Madrid, hubiese sido ganador en las tarjetas. El diario The Telegraph, en su edición del 17 de mayo de 1977, lo catalogaba como una versión pobre de Joe Frazier y decía que merecía ser considerado entre los mejores pesos pesados del mundo, pero que tenía tanta chance de alcanzar a Ali “como un niño corriendo atrás de un cerdo engrasado”.
Al escuchar la fecha 16 de mayo de 1977, Evangelista se transportará al pasado y su mente subirá una y otra vez al ring de su noche gloriosa. Su pecho se hinchará con orgullo, en su rostro se dibujará una sonrisa y sus ojos verán de nuevo los flashes del mejor día de su vida, como él mismo lo ha catalogado sin tener en cuenta que el 20 de mayo, apenas cuatro días después, nacería en España su hija Carmen.
No se hicieron películas en Estados Unidos sobre la pelea que mi padre vio en diferido en aquel Philips 17’’ blanco y negro cuando yo tenía cuatro meses, la que vi en YouTube con mi hijo, la que dibujó mi primo e ilustra esta nota, tampoco ameritó que Norman Mailer se inspirara para hacer una crónica o un libro, y seguramente no hay nadie conmemorando el aniversario de aquel día en el que Ali peleó con un uruguayo de 22 años. Sin embargo, 45 años después, esa sigue siendo la página más gloriosa del boxeo de este país y la vida de Evangelista ha sido plasmada –por ejemplo- en el documental “Bichuchi”, del realizador Aldo Garay.
Julio Cortázar, amante del boxeo y autor de algunas páginas que plasmaron la relación entre las letras y los puños, acuñó la analogía que dice que “La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”. Sobre la hoja en blanco que fue aquel ring de Maryland, Evangelista escribió de su puño y letra la historia que lo tendría eternamente entre las cuerdas con el más icónico boxeador de todos los tiempos. Mano a mano con la representación más cercana a lo divino de una persona con guantes de boxeo, no pudo contar el cuento de ganarle por KO al campeón, pero llegó a las tarjetas y -aun en la derrota- el hombre al que los españoles llamaban “El Tupamaro” escribió una novela que lo hizo eterno.
Por Sebastián Chittadini
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