Por Valentina Temesio
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Es la única mujer de cuatro hermanos. Es, también, la primera artista de su familia, la que viaja, la que rompe más esquemas. Alicia Cano Menoni nació en Salto hace casi 40 años. Desde que es niña, dice, sus padres le estimularon el amor por la cultura y la curiosidad. Experimentó muchas cosas desde temprana edad: hizo teatro y “millones de talleres” que iban desde la expresión plástica a la corporal. Todas las noches, antes de dormir, le leían cuentos. Algunos eran de su coterráneo Horacio Quiroga, otros venían desde más lejos, de Italia. Así llegaron las palabras de Leo Lioni y de Gianni Rodari a los oídos de una niña salteña. Pero también conocía otras historias que no estaban escritas, que se pasaron de boca en boca, como las que le contaba su abuelo sobre el Bosco, un lugar recóndito de Italia.
A los 18 años se mudó a Montevideo, empezó a estudiar Ciencias de la Comunicación en la Universidad de la República y, cuando estaba culminando la carrera, se interesó por el audiovisual. Diez meses después, con título en mano, fue becada para volver al mismo lugar que sus fábulas de la infancia: Italia. A los 22, Cano emigró para hacer un máster en audiovisual. En ese momento, encontró un lenguaje nuevo, un mundo en el que se sentía cómoda: “Filmé la vida y me di cuenta de que había algo en mí que vibraba de otra manera al pararme y detenerme, al perder el tiempo mirando y esperando a que algo emergiera de ahí”.
Su primer trabajo fue en una serie italiana de Fox Life llamada Reparto maternitá, que tenía lugar en un hospital de Boloña: “Me di cuenta de que eso me encantaba”. En Italia vivió cuatro años, después, cuenta, fue nómade mucho tiempo. Vivió en México, siguió volviendo a la tierra de sus ancestros, y, también, se instaló en India: filmó durante un año el río Ganges. Ese fue el fin de su nomadismo, porque “fue duro”. En el país asiático, donde los derechos no son los mismos para hombres y mujeres, Cano debía dar órdenes a varones. Para ella, “occidental y mujer”, fue frustrante porque “no lo podían aceptar”.
Su próxima aventura no sería en el exterior, pero tampoco en la capital. Con la vuelta de Cano al país apareció El Bella Vista, su primera película, que se realizó en Durazno y surgió a través de una noticia del diario El País. Una misma construcción, ubicada en el barrio Durán, fue sede de un cuadro de fútbol, de un prostíbulo de personas trans y, después, una iglesia.
Le siguió Locura al aire —dirigida junto con Leticia Cuba—, que retrata la radio del Hospital Viladerbó conducida por pacientes y psicólogos; otra forma de lidiar con la “locura”.
En 2020 llegó Bosco, su última película, que le llevó 13 años. El largometraje, que estuvo más de 23 semanas en cartel, es una búsqueda personal de Cano. “Yo llegué [al Bosco] atrás de mis fábulas de infancia y a ese pedazo de historias que me contaba mi abuelo”, dice. En ese lugar, cuenta, todo fue fascinación: “Empezó una necesidad de filmarlo”. Su película fue elegida para representar al país en los Premios Goya, y también seleccionada para los Premios Platino. Desde que comenzó a retratar ese pueblo italiano las cosas cambiaron: la gente envejeció, tuvo pérdidas de todo tipo, creció. Con Bosco, Cano siente que exploró un espacio que “el cine uruguayo no había visitado, que es la conexión con el origen”. Para ella, creó un “fenómeno voraz”. Su película, pequeña e independiente, recorrió el país, se convirtió en parte de la conversación de los uruguayos y, como las historias de su abuelo, viajó de boca en boca.
¿Alguna vez sentiste algún freno con el cine?
Nunca me dediqué exclusivamente al cine. Entonces, en realidad, quizá lo que sentí fue un freno con dedicarme exclusivamente al cine, más al que hago yo, que es documental, uno de autor e independiente, más pequeño, para el que no hay dinero. En ese sentido sí, fue un freno decir: “Bueno, en realidad quiero hacer esto, pero, al mismo tiempo, necesito hacer otras cosas que sean el comepan”. Fui freelance mucho tiempo, haciendo videos institucionales y de todo tipo, mientras alternaba con esto.
¿Te considerás cineasta?
Sí, porque creo que está bueno cuando decís: “¿Qué sos?”. Sos una cosa y vivís de otra. A mí me parece que eso te da tremenda libertad. Si yo digo con qué me veo o dónde soy yo: haciendo cine. Después puedo hacer otros trabajos, en los que, en realidad, es un lado más profesional, más técnico, lo que identificás es por ahí.
Tu trabajo no te define.
Lo que hacés por el mundo. El cine es una herramienta de expresión y hasta una herramienta política para aportar una mirada sobre el mundo. Eso sí me define, mi mirada sobre el mundo. No cuánto gano por aportar mi mirada sobre el mundo y cómo llego a fin de mes.
Son muchos los rubros en los que el trabajo de los hombres es más visible que el de las mujeres. ¿Te costó ser mujer en el mundo del cine?
En el cine siempre ha habido películas dirigidas por mujeres. El tema tiene más que ver con la invisibilización: nadie las conoce. Alice Guy fue contemporánea de [George] Méliès y nadie la conoció, y, en realidad, fue la que realmente inventó los primeros efectos visuales. En el cine también hemos estado las mujeres, como en todos los aspectos de la vida, pero invisibilizadas.
¿Te genera frustración?
A mí no. Los tiempos han pasado. Frustración no es la palabra. Sí he sentido mucha misoginia al principio, ahora ya no. Cuando recién arranqué, acá en Uruguay especialmente, fue difícil. Yo me daba cuenta de que muchos de los comentarios críticos hacia El Bella Vista tenían una carga emotiva muy fuerte, muy asociada a la misoginia. Siento que las mujeres tenemos que ser excelentes en todo, si hacemos algo más o menos no nos lo perdonan, mientras que está lleno de hombres mediocres haciendo cosas mediocres y no pasa nada y se les da para delante. Eso sí lo sentí con ciertos detractores, por ejemplo, de El Bella Vista, del mundo mío, colegas. Me parece que está bien que cuestionen una obra, cualquiera que hace una, la comparte y tiene que tener espalda para recibir halagos y críticas a la par. Sí sentí, no solo conmigo, sino que también con colegas mujeres, comentarios de varones que eran de una dureza, una crudeza, que sí tenían una fuerte carga más misógina.
¿Te costó ser mujer cineasta?
A veces, cuando una está en estos lugares no es tanto lo que le cuesta a una, sino ser consciente de que está ocupando un lugar, que es un rol no tan asociado a las mujeres. Por ejemplo, yo ocupo un rol que ha sido tradicionalmente masculino. Una tiene que ser consciente de eso, porque, en realidad, cuando una está hablando y mostrando no es solo una, sino que también representa a sus compañeras, a las mujeres. Estás ocupando un rol no tradicional y, con eso, estás siendo un ejemplo. Eso me parece un montón, ponerle el cuerpo, asumir esos lugares, es desafiante. A mí, cada vez que tengo que hablar con el público, no me sale, me pongo nerviosa, siento que si no estoy re segura de lo que voy a decir no lo digo, que me tengo que preparar. Creo que los varones lo tienen incorporado, porque desde la escuela tienden mucho más a sobresalir, a tomar más la palabra. Les sale de una manera más fácil que a nosotras. Son lugares que, de golpe, vamos naturalizando. Quienes toman la palabra son ellos, quienes negocian también, pero, al mismo tiempo, hay una cosa de que quizá a nosotras nos cuesta más ponernos en ese lugar. Entonces, para mí ser mujer cineasta es un ejercicio político, solo por serlo, y, también, por serlo consciente. Porque, por ejemplo, hay mujeres en política que son conscientes de que están ocupando un rol tradicionalmente masculinizado y otras que no. Ser mujer en lugares masculinizados no te hace feminista. Creo que sí, ser feminista implica tener esos lugares, asumir lo que significan políticamente; reflexionar sobre eso en cualquier lugar que vos ocupes. Una vez que te ponés los lentes violetas son un viaje de ida, ya no volvés.
¿Te acordás en qué momento conociste la palabra feminismo?
No. Pero desde hace tiempo, mucho antes de que se pusiera de “moda”, ya tenía amigas feministas. Yo conocí a Silvana Pissano, que hoy es la alcaldesa del Municipio B, en el 2005, cuando recién egresé. Trabajamos juntas, ella era arquitecta, urbanista, feminista y fue, quizás, mi primera amiga que era feminista activista. Ella fue una maestra, y lo sigue siendo: una escuela de feminismo. También las Cotidiano Mujer, que son nuestras pioneras contemporáneas: Lucy Garrido, Lilian Celiberti. Cuando yo estaba en facultad hicimos una pasantía en Cotidiano Mujer por un programa de radio con Elena Fonseca, y ahí conocí la movida feminista, que era mala palabra. Con tres amigas, compañeras de facultad, teníamos una columna en ese espacio.
¿De qué iba?
Hablábamos de distintas cosas, ya ni me acuerdo. Fue en radio, una experiencia que me costó mucho. Sentía —también me pasa con el cine— que no siempre tenés cosas para decir. Tener que forzar contenido fue divino, porque fue conectar con el feminismo, aprender cosas. Por ejemplo, éramos todas mujeres y decíamos “éramos niños” en vez de “niñas”.
Esos cambios que, en realidad, implican una deconstrucción propia.
Es permanente. Hasta el día de hoy me pasa, el patriarcado está en todos lados, en todos los vínculos. Cuando una se cría como nos criaron, en un sistema, genera una forma de pensar, actuar y entender el mundo. Es un trabajo permanente.
Existe también un “deber ser”…
La deconstrucción es cotidiana, creo. Una cosa que pasa, porque también las cosas han cambiado y una va cambiando, es cómo nos paramos frente a las cosas que hicimos en el pasado o ante eso que pasa. Esa es la pregunta y es cotidiana, es un ejercicio cotidiano.
¿Te pasó con algún ejemplo concreto?
Sí, totalmente. Con el tema de los prototipos de belleza seguro. Ahora estoy con el peso, que estoy como gordita y no me veo linda, me enojo conmigo. También, otras veces, cuando pensás sobre cómo se viste tal política y no estás mirando a los hombres.
¿El feminismo te llevó a eso?
Sí, porque creo que lo revolucionario de los feminismos es eso: pensarte y cuestionarte permanentemente. Que esa, además, es su belleza. Es como infinito ante las cosas que pasan, ante lo que va pasando en el mundo, desde dónde pensás las cosas. Por ejemplo, el 8M: ¿trabajar o no trabajar? Cuando trabajás en un medio de comunicación es un desafío. Lo hablé con amigas que trabajan en medios: algunas decidieron que iban a salir a trabajar solo ellas, otras lo tomaron como su día de lucha. Eso me parece que está buenísimo, ese debate permanente en el que las respuestas no son negras y blancas. Esas escalas de grises. Cada vez es más desafiante, porque el feminismo está siendo una fuerza mundial, está siendo lo que más convoca en el mundo, y la diversidad va creciendo y van surgiendo, como todo, corrientes más punitivitas o separatistas. Empiezan a surgir cosas que hacen cuestionarte muchas cosas sobre las libertades, qué mundo queremos, qué estamos construyendo, qué hacemos con nuestros varones. Es un montón.
¿De chica tenías alguna referente mujer?
Me gustaba mirar en la televisión a María Inés Obaldía, que tenía el programa Caleidoscopio. Me parecía gracioso ver a una mujer saliendo ahí en la tele.
¿Ahora tenés?
Un montón. En distintos lados, Silvana es una; también referentes, a veces, son amigas o personas cercanas, Inés Bortagaray, Rosario Lázaro Igoa. Después tengo cineastas que me gustan mucho, Agnès Varda. También Sophie Calle, una fotógrafa que hace cosas increíbles. Una vez le pidió a su madre que contratara a un detective para que la observara y le tomara fotos. Después hizo una muestra con eso. Otra vez se fue a Venecia, es una aventurera, por eso me encanta.
¿Cómo fuiste internalizando el feminismo en tu vida?
Creo que gran parte de internalizar el feminismo tiene mucho que ver con los encuentros con las amigas, los diálogos y las conversaciones. El entender qué cosas obedecen a prácticas machistas o no, de discriminación. Creo que una cosa que tiene es entender que lo personal es político y poner a la calle como lo de adentro de la casa, creo que es eso lo que han hecho las feministas: llevar a lo público lo privado, la violencia, los cuidados. Eso se da juntándose, conversando; cuando empezás a entender que a ellas le pasó lo mismo, es como el Me Too. Y pensás: “Acá hay algo que ya no es mío, que ya no es personal, sino que tiene que ver con otra cosa”. Ha sido eso: en los encuentros con las amigas.
¿Te sentís referente?
No, es mucho. No me siento referente, me siento parte, sí. Parte de una generación en la que ya no sos emergente sino que ya estás en un medio en el que hay chiquilinas más jóvenes que, de golpe, te escriben para hacerte consultas. En ese sentido, si eso es ser referente, sí. Pero más en esto, a nivel colegas, chiquilinas más jóvenes, que es precioso. Gracias al feminismo no sentís que las mujeres compiten, como han querido eternamente inculcarnos.
¿Qué le dirías a tu mujer de 20 años?
Que la intensidad continúa con varios tropezones y moretones. Y que bienvenidas las canas que están empezando salir.
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El feminismo y yo es una serie de entrevistas a mujeres referentes en el ámbito de la cultura realizadas por el equipo de LatidoBEAT.
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