“This innocence is brilliant, I hope that it will stay”, canta la artista canadiense Avril Lavigne en el octavo tema de su tercer álbum de estudio, The best damn thing, lanzado el 13 de abril del 2007. Sin embargo, y contradiciendo a la cantautora, la inocencia no tiene buena prensa. Inocentes son aquellos que, por oposición a los “vivos”, “listos”, “sagaces”, están a la merced de estos últimos. Inocentes son los niños, porque carecen de experiencia y se entregan al mundo sin esperar nada a cambio. En otras palabras, confían. Confiar, en algún punto, es exceso de inocencia. Nuestra cultura —y cuando digo “nuestra” y “cultura”, que cada uno la demarque como quiera— premia y valora la viveza, anticipar la trampa, y a la desconfianza como método de prevenir daños mayores. Claro, ¿cómo se puede premiar la inocencia en un sistema sostenido por la especulación financiera, por el regateo moral, por la compra y venta de seguros de vida? Y, sobre todo, ¿cómo se puede premiar la inocencia si partimos de la máxima antropológica de que todos somos “malos” por naturaleza, es decir, ventajeros, avaros, usureros, etc? Habría que preguntarle a Avril, entonces, de qué modo o en qué mundo la inocencia podría ser “brillante”.

En La genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche describe minuciosamente dos tipos de morales: la del noble y la del resentimiento. La gran diferencia que denuncia el autor es que una surge a partir de la otra. La moral del débil, del resentido, aparece luego de constatar que hay otra que es autónoma, afirmativa, y que no tiene como referencia nada fuera de sí. Sin embargo, “la rebelión de los esclavos en la moral, comienza cuando el resentimiento se vuelve creador y engendra valores; el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con una venganza imaginaria”.¹ Es decir, mientras que la moral noble es activa y afirmativa, la moral de los esclavos es reactiva, y comienza por negar a su némesis. Nietzsche se encargará de argumentar, en ese mismo texto, que esta segunda moral ha anestesiado al hombre desde que los valores sacerdotales como la penitencia, la culpa, la abstinencia, la mesura y la pobreza han permeado en la cultura occidental, apuntando sus mirillas hacia todo lo que la moral noble y aristocrática más codiciaba: la guerra, la fuerza, la aventura, el peligro y una notable falta de cálculo, remordimiento o perdón. Es así que surge una nueva taxonomía: la del malvado.

El malvado que propone el filósofo alemán son todos aquellos que a los ojos de los débiles ostentan todos los valores que ponen en peligro a estos últimos. Sin embargo, a los ojos de los nobles, lo malo era, justamente, todo lo que los esclavos ahora señalan como bueno, es decir, un llamamiento universal a la calma, a la muerte lenta y segura; a la paz. Una característica clave, para entender a la moral del hombre noble, es justamente lo que señala Avril Lavigne: una necesidad imperiosa de gozar de cierta inocencia, porque entre otras cosas, inocencia implica olvido. “El mismo resentimiento del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en una reacción inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en todos los débiles e impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio los propios contratiempos, las propias fechorías, tal es el signo propio de naturalezas fuertes y plenas, en las que hay una sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora, fuerza que también hace olvidar”.² El hombre noble no pide perdón ni siente culpa, por el mero hecho de que no puede recordar.

“Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”, dice Borges en Fragmentos de un Evangelio apócrifo, en el que también se dicen cosas como estas: “No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz”. Las citas borgeanas van exactamente en la línea filosófica del alemán del siglo XIX. El odio, el resentimiento, lo que envenena, se nutre, fundamentalmente, de la memoria, y ¿quién si no, un inocente, puede tener la virtud de olvidar las ofensas que sobre él se han cometido, y en ese acto, espontáneo, noble y genuino, llevar adelante, casi sin buscarlo, la verdadera venganza y el único perdón? Por allí, vamos despuntando el hilo de la letra de Avril, y entendiendo que la inocencia en efecto puede ser algo brillante. El inocente, incluso, y siguiendo a Nietzsche, goza de poca inteligencia, y esto, lejos de ser algo peyorativo, es otra de las virtudes de la moral noble, porque lo que en general llamamos ser “inteligente” tiene mas que ver con la especulación, con el ágil manejo de la estadística, de anticipar eventos y de calcular riesgos; todas facultades del entendimiento que no son concebibles en una moral fuerte, abocada a la exaltación de sus facultades físicas y espirituales y no al cálculo racional de posibles infortunios. Si lo pensamos, nuestra cultura, es exactamente eso lo que más atesora. Personas anales —en un sentido freudiano—, neuróticas, calculadoras, especuladoras, que pongan toda su energía psíquica en anticiparse al peligro —generalmente imaginario— que los circunda. De hecho, temen al peligro, a la incertidumbre, a la aventura y correr riesgos lo ven como algo innecesario. “Más vale prevenir que curar”, afirma la moral de los débiles.

Milonga de Manuel Flores” es una canción de Canción de Muchacho (1973), el primer disco de Eduardo Darnauchans. Es una musicalización de una canción de Jorge Luis Borges.

El 28 de diciembre, como se sabe, se festeja el Día de los Inocentes. La liturgia implica que, a partir de una mentira, se abusa o se deja en evidencia el exceso de confianza del otro. Lejos de celebrar, de hecho, la inocencia como un valor a ser conquistado, se lo expone y ridiculiza. El que “cae” en la trampa, porque olvidó que hoy era esta fecha, queda ridiculizado, frente al memorioso que, recordando, planificando y urdiendo el plan, lo hace tropezar con su chiste, broma o mentira. Como tantos usos y costumbres que nos atraviesan como occidentales, debemos retroceder muchos siglos en el tiempo e irnos a las entrañas mismas del cristianismo para encontrar desde dónde nos llega esta tradición. Herodes I el Grande, Rey de Judea entre los años 37 a. C. y 4 a. C. mandó a matar a todos los niños menores de dos años nacidos en Belén, con el objetivo de deshacerse del recién nacido Jesús de Nazaret, y así conservar su poder y asegurarse que el futuro Rey de Israel fuese asesinado. Herodes manda a los Reyes Magos a buscar a Jesús, pero estos, a la hora de indicarle al Rey su paradero, le habrían mentido, quedando Herodes como el “inocente”, frente a la mentira de los Reyes Magos. A partir de este engaño, José, María y Jesús pudieron huir de la ciudad. La Iglesia Católica, a partir de este genocidio, decidió llamarle a este día, el de los “Santos Inocentes”. “Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos diciendo: ‘¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?’”.³

Asumiendo que Herodes fue de hecho engañado y, según lo que venimos diciendo hasta aquí, lejos estuvo de pecar de inocente. En todo caso, si hubiera gozado de tal atributo, nunca hubiera reparado, ni le hubiese importado que un supuesto futuro Rey de Israel hubiere nacido, y su inocencia, en todo caso, le habría hecho enfrentarse con semejante peligro, una vez que este se hubiese consumado, pero desde la inocencia, nunca habría mandado ejecutar tamaño crimen. Evidentemente, desde una mirada nietzscheana, pecó de déspota, atemorizado y arrinconado por un peligro imaginario, digno de una persona débil, porque la fortaleza, tiene más que ver con la indiferencia y reservar energía vital para librar las batallas reales que la vida nos propone, que para especular sobre los peligros que azotan nuestros frágiles y circunstanciales puestos de poder. En este sentido, podemos casi asegurar que nadie que tenga altos cargos en el mundo actual, no es débil, en el sentido que Nietzsche nos propuso, porque efectivamente, “trepar”, como se le llama habitualmente a las ansias de tener más poder en cualquier empresa u organización, trae consigo todos los atributos de la moral del resentimiento. El fuerte no persigue el poder como un lugar al que se debe llegar —arreglos y favores mediante—, sino que es un atributo intrínseco a su condición por el mero hecho de ser y estar en el mundo. El fuerte crea valores, mientras que el débil se adapta a los valores imperantes, se acomoda cual reptil, y desde las sombras ataca, persigue y ultima al noble, ingenuo, desprevenido e inocente. Es por eso que los espíritus nobles nunca se verán gerenciando nada en el mundo actual, sino en los márgenes, librando sus batallas sin responder a agendas ajenas, y desmemoriados y aristócratas, no se andarán envenenando con el resentimiento del débil, que ve en el fuerte su principal amenaza. Con esto no estamos afirmando que no se puede ser exitoso y fuerte a la vez, sino que, el que llega a lugares de poder desde una moral noble, es posible que no se lo haya propuesto, y sus ansias no están en la conquista del poder in situ, sino de desplegarse conforme a sus atributos.  

¿Por qué entonces la inocencia es brillante y esperás poder quedarte allí, Avril? Porque la inocencia nos preserva de anidar sed de venganza, envenenarnos con nuestro resentimiento, ser creadores de valores, librar las batallas que nuestro cuerpo indica y no acomodarnos subrepticiamente a las condiciones que esta sociedad débil, esclava e inmoral nos pone para poder “ser alguien” en el mundo.

* Diego Paseyro es Prof. de Filosofía, egresado del IPA. Autor de su primera novela, “Her-man y los amos del universo”, se define como un “realista eufórico” y un amante de lo oblicuo.

¹ Nietzsche, Friedrich, La genealogía de la moral, Alianza editorial, 1997. Pág. 50

² Ídem, pág. 52

³ Evangelio de Mateo (2, 1-2), versión Reina-Valera, 1960