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Contenido creado por Manuel Serra
Comiéndome al Mundo
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Colombia: con su historia a cuestas, se reinventa y busca una felicidad bien berraca

Una tierra entre realismo mágico y ficción basada en hechos reales, cuyo futuro se escribe de la mano de sus mejores alquimistas: su gente.

13.12.2022 15:56

Lectura: 12'

2022-12-13T15:56:00-03:00
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Por Daniela Varela
daniela.varela.martinez@gmail.com

“Solamente los borrachos y los niños dicen la verdad”, “Dios, la cervecita y el fútbol” y “en la vida nada es difícil ni imposible, solo que eso cuesta un poco más” eran los versos de la Santísima Trinidad de Don Pedro, el pesquero y vendedor de plástico con quien me senté a tomar una Águila en lata bien fría en el mercado Bazurto, durante un partido de Colombia-España en las afueras de Cartagena.

Calor. Aguas hervidas. Cadena de frío inexistente. Cortes de dudosas carnes, achuras, pescados, pollos en display al rayo del sol fermentando fragancias penetrantes. Frutas y verduras al lado de tiendas de especias, artículos de tocador y ropa usada. Gritos de mujeres que, como Doña Rosa, se jactan de ser “colombiana hasta las tetas”, vendiendo los más maravillosos platos de arroz con mariscos, con pollo y trifásico (con pollo, carne y cerdo), frijoles, arepas y demás delicatessen. Turbio. Ruidoso. Intenso. Sucio. Maravilloso. Así es Bazurto, una foto poco turística pero muy real de Colombia. Estos mercados son extremadamente comunes alrededor del mundo y, si uno se anima a ir más allá de sus prejuicios y miedos, con precaución y corazón abierto se puede experimentar el lado B que la Lonely Planet no publica. Lo de corazón abierto es fundamental, como me explicaría Pedro, en una de sus epifanías salpicadas de cerveza, que “cuando uno se toca el pecho para manifestar lo sentido de alguna cosa, debe hacerlo con la palma abierta y no con el puño, así todo fluye mejor. Si es abierto, ¡que sea abierto!”.

De la misma forma que menciono esto, no puedo hacer caso omiso a la belleza que se encuentra desde Getsemaní hasta la muralla. Callecitas con adoquines y recovecos llenos de música y sabor, dándole candela a todo caminante que las recorra. Rayos de sol que se entremezclan en sus frondosos árboles, coloridas Santa Ritas y jacarandás que perfuman las esquinas. Palomas que aletean al son de bachata o el trato formal de usted en un cálido y hermoso acento local enmarcan plazas coloniales con colores de atardeceres de película.

En Piratas del Caribe se habla de un flash verde cada vez que un alma pasa del mundo de los muertos al mundo de los vivos. En realidad, este mito está basado en una obra de Julio Verne. Esta explica que aquellos quienes lo vean juntos obtendrán a cambio un hermoso vínculo duradero. Más allá de las licencias literarias que ambas obras se toman, el fenómeno óptico efectivamente existe y es bastante raro. Cuando el sol se pone sobre horizontes muy llanos, como sobre el mar, esto es posible. Siempre espero verlo en Punta del Este antes del aplauso. Incluso, el verano pasado, sentada en una silla de playa, con arena en los pies, salitre en la piel, conversación y cariño mediante, alguien me dijo que en “un campeonato de atardeceres, Uruguay gana por goleada”. Estoy de acuerdo.

Resulta que no solo se precisa el horizonte plano para este fenómeno, sino que también este se favorece de latitudes perpendiculares al sol, bajo determinadas condiciones atmosféricas. De esta forma, sus rayos refractan y se percibe el tan deseado color verde. La primera y única vez que lo vi, a pesar de mis frustrados intentos en costas esteñas, fue en Cartagena de Indias. Carlos Vives habla de la “Tierra del Olvido” y yo creo que esto es realmente inolvidable. Desde la muralla, entre cañones originales y réplicas, con el sonido de las olas reventando en las costas, junto a un vallenato bajito a lo lejos, fue una postal para el recuerdo.

Colombia me resulta un lugar maravilloso. Una tierra de contrastes. El pueblo colombiano, aún al día de hoy, es rehén de un capítulo nefasto y vergonzoso de su historia, y no se le hace la justicia que merece. Hay tanto más allá de la violencia, el narcotráfico, los paramilitares y el miedo. Colombia no es más inseguro que otros países del mundo y, por suerte, sus paisajes y su gente llevan consigo una cruzada para reivindicar este estigma. Estoy convencida de que lo logran: en cada turista que se embarca desde sus costas, ganan embajadores culturales por doquier que ayudan a predicar y desmantelar el mito de peligro. Heme aquí haciendo mi parte. Decidí recorrer los departamentos de Bolívar, Atlántico y Magdalena, visitando Cartagena, Santa Marta, Aracataca, Minca y Tayrona. Es decir, fui a la costa y a la Sierra Nevada, bordeando la Guajira en la frontera con Venezuela para comprobar que lo único que hay que temer es enamorarse perdidamente de este país y su gente.

La ciudad amurallada de Cartagena es hermosa y, en mi mente, triangula con las otras fortalezas de Santo Domingo y La Habana, demostrando vestigios de un intrincado, poderoso y omnipresente poderío español. Dicha influencia no solo se ve en el mosaico arquitectónico de estas ciudades o en el idioma, sino también en su vínculo con la comida. El concepto de la comida al paso, o el tapeo, la posibilidad de picotear distintos sabores en pequeñas cantidades, usualmente fáciles de consumir con la mano, así como el momento de encuentro coexiste en ambas orillas del Atlántico. Quizás en una sea mediado por un vermut mientras que en la otra hará lo suyo el mismísimo tinto, que no es más que un café local con azúcar y leche, pero la candente conversación sucederá a toda —y en toda— costa.

Otra cosa que une esta parte del eximperio es la arepa. “La arepita es como la vida, sabe lo que uno le unte”, decía un mural en la ciudad. No es la única masa redonda hecha con harina de maíz que se consume en América Latina. De hecho, existen más variedades que reciben otros nombres, como las gorditas en México o las pupusas en El Salvador. Masas redonditas del bien, que aceptan todo tipo de relleno. Las de huevo, que muchas veces vienen con carne picada y queso, son una bomba. Recomiendo comerlas recién hechas, en la calle. Cuanto más frías, más se les sentirá el aceite. Pero la que me robó el corazón, fue sin duda una bien calentita, hecha al momento, de queso. Blandita, tiernita, calentita. Era un abrazo a la boca y a la panza. Yo supongo que las nubes saben así.

Otro abrazo que Colombia me supo dar fue en Aracataca. Nadie entendía por qué quería ir a Aracataca con tanto empeño. Siendo sincera, yo tampoco. Pero había algo que me llamaba, estaba convencida que la cuna del realismo mágico tenía que ser tal por alguna razón. Si Gabriel García Márquez había sido inspirado por su tierra natal y pudo crear todo Macondo, seguramente valdría la pena. Y allí fui, persuadiendo taxista tras taxista hasta encontrar a Rubén, dispuesto a llevarme. Tres horas desde Santa Marta, tres horas de vuelta. Poco me iba a imaginar que conocería a Dilia, que con muchísimo amor me invitaría a pasar a su casa, sentarme a la mesa y contarme sobre Aracataca con tanto detalle, junto a su sobrina nieta Juli, y su hermana Herminia. Menos que menos que me iba a regalar su sombrero, “que está viejito pero es para personas con buen corazón”. Dilia, una señora que destila amabilidad, está comprometida con su pueblo, cuenta la historia de Leo Matiz, famoso fotógrafo colombiano amigo de García Márquez y, al día de hoy, me escribe diciendo que se quedó “enguayabada”, que significa triste o nostálgica, ya que no nos dio el tiempo para compartir un tiempito más.

Tampoco me iba a imaginar que Gabo había sido criado por sus abuelos, y que su abuelo le había dado su primer diccionario diciéndole que ahí estaba todo el conocimiento del mundo. Me hizo acordar al Nono, que me contaba las historias más fantasiosas y que, antes de Internet, me ayudaba con los deberes con una enciclopedia añeja que solo tenía algunas páginas a color, como aquellas con banderas de países como “Yugoslavia” o “Estados Unidos Mejicanos”.

“Dile que sí, aunque te estés muriendo de miedo, aunque después te arrepientas, porque de todos modos te vas a arrepentir toda la vida si le contestas que no”, escribía el Nobel laureado en El amor en los tiempos del cólera. Resume, muy atinadamente, mi actitud ante la vida y particularmente en los viajes. No es una decisión fácil viajar sola a Colombia, y menos a la selva colombiana. Pero qué maravilloso haberlo hecho. Llegué a Minca, un pueblito perdido entre la Sierra Nevada y las afueras rurales de Santa Marta. Es un destino natural perfecto para disfrutar de las cascadas, ríos, imponentes miradores y experimentar la paz que solo la Pachamama puede ofrecer. Hay un conjunto de pozos azules y ríos secretos, escondidos y nada señalizados entre el pueblo y las cascadas de Marinka llamado El oído del mundo. Es allí donde los indígenas van a pedir sus deseos. Es altamente recomendable tirarse en sus piedras un ratito para bajar el calor entre la sombra de sus árboles, escuchar el agua correr y percibir la humedad en la cara, para inspirarse y susurrarle al planeta todos nuestros deseos más íntimos. Invité a Manolo, el señor de la moto que me llevaba a todos lados, a sumarse a mis susurros. No entendía nada, pero luego de contarle el plan, entre chistes y lágrimas de emoción, Manolo cerró los ojos y conectó con dicha energía. Creo que fue un éxito, ya que cuando comenzamos a volver por los caminos de curva y contra curva de la montaña, Manolo me dijo: “Ay Daniela, eres una loca por naturaleza... Minca te va a extrañar”. Yo también, Manolo, yo también.

Minca, si bien queda por fuera del eje cafetero, cuenta con laderas muy fértiles y fue allí donde La Victoria, una de las granjas y productoras de café más antiguas del país, se instaló. Llamada así en honor a la reina inglesa, patrona de los dueños originales, las máquinas de filtrado y tostado que aún se utilizan al día de hoy son de la época con repuestos y mantenimiento originales. Pocas cosas me hacen tan feliz como un buen café —y esto es raramente logrado con un mejor chocolate—. Visitar la granja de café y cacao La Candelaria no es para nada una reiteración de la experiencia de La Victoria, sino que, por el contrario, le aporta y la enriquece. Atendida por su propio dueño, Eugenio cuenta apasionadamente su historia familiar, el origen de la granja y no para de tirar datos increíbles y actualizados. Al 2022, Brasil produce casi 70 millones de sacos de café (60 kilos cada saco), Vietnam cerca de 30 millones y Colombia, bastante más abajo, con alrededor de 12 millones. Además, no solo se puede deleitar uno con un chocolate caliente, sino que, junto a una mezcla de miel, agua de rosas, café y cacao, se podrá experimentar una máscara facial deliciosa, que no sabés si usarla o comerla.

Elías, otro gran chofer que el país cafetero me regaló, me llevó junto a unos alemanes a mi último destino: el Parque Nacional Tayrona. Entre estos dos lugares, la dosis de naturaleza fue alucinante. La selva es majestuosa en su inmensidad y necesariamente te ubica. Ubica dado que uno se da cuenta que es ínfimo en comparación con la inmensidad del mundo. Despierta eso más salvaje y animal que yace en cada uno de nosotros. Esas decisiones que quedan tapadas de tareas cotidianas y leyes de urbanización, pero que básicamente, ocultan una respuesta de lucha o huida, ese mecanismo automático de sobrevivencia. La selva también orienta, ya que uno no quiere perderse ahí, en la nada misma, sino también ayuda a recalcularse con respecto a las prioridades y los planes de su propia vida. Otorga distancia, perspectiva. Obsequia silencios que hacen callar nuestras mentes para poder escuchar aquellos deseos que susurramos desde el corazón.

Nos invita a despertar con el sol y a dormir con los grillos. A sentir el barro en los pies y la brisa salada en la cara. A redescubrir el propio cuerpo, la propia piel. A nutrirlo con frutas, soles y cielos nuevos. Humectarlo con gotas de lluvia y serenarlo con el zumbido del río. Respirar aire limpio. Pensar en qué rama o roca es la más conveniente para pisar, no patinar y avanzar. Discernir todo lo que hacemos en piloto automático en nuestro día a día. Decidir cómo y dónde será nuestro próximo paso, embarrarse y deslumbrarse con ese pequeño pero atrevido movimiento, no es más que la vida misma.

Atardeceres dignos de película o textos de un puño nobel. Misas que cantan el aleluya a ritmo de bachata. Una piña colada del tamaño de mi cara. Un ceviche delicioso que te transporta a las islas más turquesas del caribe. Un restaurante y un bar entre los 50 mejores del mundo a cuadras de distancia, cuyos platos y tragos cuentan historias conformando hermosas y exquisitas obras de arte. Una estatua épica de El Pibe. Nadie en Santa Marta se anima a decir quién es más famoso, si Valderrama o Carlitos Vives. Shakira ni juega. Selvas abundantes repletas de sonrisas. Una arepa con sabor a nube, la resiliencia bella y única del pueblo colombiano. El oído del mundo. Todos son ejemplos de eso que es Colombia: esa encrucijada de tiempo y espacio donde la realidad le puede a la ficción, y que cuando eso sucede, solo puede ser llamado mágico.

*Daniela Varela es comunicadora, escritora y directora creativa. Entre otras cosas, estudió gastronomía profesional, antropología cultural y periodismo gastronómico. Comparte sus pasiones de viajar, comer y escribir en Bites&KMs. Actualmente, es creativa publicitaria en la ciudad de Nueva York. Es frecuente encontrarla escribiendo sus historias en distintos cafés de Brooklyn.

Por Daniela Varela
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