Por Daniela Varela
daniela.varela.martinez@gmail.com
El mapa no es territorio - Alfred Korzybski
Mi vieja siempre quiso ser azafata. Pero no cualquier azafata: únicamente de la gran aerolínea Panam. Dice que el uniforme era espectacular y quería recorrer el mundo en celeste y blanco. Cuando esta cerró, su sueño se vio automáticamente frustrado. Sé que hubiera sido no solo una muy buena azafata, sino una mejor jefa de cabina: hablaba cinco idiomas a la perfección, tenía un pelo largo espectacular y siempre fue muy entradora. Quizás, el hecho de vivir en el exterior y entender a los aviones y aeropuertos como segunda casa, de cierta manera, es un deseo pendiente que le cumplí a mamá.
Viajar —no meramente pasear— es estar en un estado de constante movimiento. Implica emanciparse de la pereza mental, física y emocional. Es generar una energía cinética y un dinamismo que acelera el ritmo cardíaco, aumenta la adrenalina y bombea endorfinas. Viajar nos hace felices.
Es un movimiento externo, el cual nos desplaza hacia tierras desconocidas, pero también, y quizás el más profundo y significativo, es el de un movimiento envolvente. Casi casi como un movimiento de translación y transición, donde el eje somos nosotros mismos. Una entropía maravillosa que todos emprendemos en menor o mayor medida. Nacimos descubriendo un mundo nuevo y completamente diverso al que estamos acostumbrados durante nueve meses. El viaje nos despierta de golpe, nos impone un estado de búsqueda y de alerta donde se aprende y aprehende constantemente. El viaje nos obliga a animarnos a cruzar un umbral hacia algo desconocido, aquello que nos sacude de la zona de confort. Nos hace crecer, nos invita a evolucionar. Nos convierte en héroes iniciando una aventura, como definiría Campbell.
Este estado de persistente entropía, donde, según Umberto Eco, el caos se torna orden, se transformó en un modo de vida. Me generó intriga. Una intriga que alimentó curiosidad, entre tantas otras cosas. En mi caso, alimentó no solo mi cuerpo con delicias alguna vez llamadas exóticas, sino también mi intelecto, mi espiritualidad, mi profesión y mi vida. Aprendí a nutrirme de las formas más diversas gracias al movimiento constante llamado viaje. Suena aterrador, lo sé, y el miedo nunca se va del todo. Pero el amigarse con la incertidumbre transforma a la ansiedad en entusiasmo y hace del chucho, uno más ameno.
Cocinar, comer, conocer y comulgar tienen más en común que solo las “c” del comienzo. Todos estos conceptos connotan un ritual, un modo de compartir, de conectarse con el otro y con el afuera, y, por qué no, con uno mismo. Son herramientas que hacen del viaje uno más llevadero. La cocina es un lenguaje que trasciende las recetas, que se escucha en la mesa y no a través de la palabra hablada necesariamente. Estos modos de ser, de servir, de comer y de disfrutar dicen mucho de nosotros, de nuestras familias y tradiciones. Hacen ser a un país, a una comunidad y a una cultura en particular.
La comida nos transporta a mundos lejanos con sus sabores. Pero también con sus formas, ritos y prácticas nos explica relaciones económicas, de poder, de género. Cuestiones políticas y culturales se reflejan en los distintos alimentos, métodos de producción y cocinas alrededor del mundo. Platos, cuencos, palitos, cubiertos, tablas, woks y manos se entremezclan no solo en la cocina, sino en el entramado social que los justifica y celebra. Un plato a la mesa es una invitación abierta a celebrar. Puede convocarnos a conmemorar un momento importante, a sobrellevar el luto, a conocernos un poco más, a festejar un acontecimiento o simplemente es utilizado como excusa para compartir nuestra jornada. Recuerdo una publicidad uruguaya que explicaba cómo cuando nos juntamos a tomar un café, la charla sería importante, mientras que si la excusa era solamente una “fría”, la reunión sucedería por la alegría del encuentro.
Este menú en particular comienza con los siguientes ingredientes: mujer nacida y criada en Uruguay, en una familia donde todo sabía mejor porque estaba cocinado con amor. Sus padres entendían que viajar era una inversión, y a partir de cuando se pudo, el movimiento del dínamo nunca más se detuvo. Mis padres poco se imaginaron lo que esto iba a despertar en mi ya curioso ser. Mi nombre es Daniela y tengo la suerte de haber subido a un avión al menos una vez al año, ininterrumpidamente, desde el 2000. 22 años de viajes. Hace 22 años que vengo comiéndome al mundo. Hace casi ocho que vivo en el extranjero, transformando al otro, a lo desconocido y extraordinario, en algo propio, incorporado y diario. Ninguna persona ni evento me es ajeno. Desde mi mirada, con corazón y paladar abierto, he podido conocer el mundo una persona, un plato y un kilómetro a la vez.
Lejos de ser una guía de viajes o un libro de recetas, estos son relatos con sabor. No los invento ni les pongo sal y pimienta. Los comparto tal cual los viví a través de mis sentidos. Mi mamá me dijo que cuando recordamos tendemos a pestañar más seguido. Esa observación no solo resultó ser cierta, sino que me gustó mucho porque me hizo acordar a la palabra sueca para definir momento: ögonblick, cuya definición literal es ese fragmento de tiempo, de vida, que pasa entre un abrir y cerrar de ojos. Me gusta escribir mis viajes, porque, al recordarlos, viajo de nuevo. Con deformación profesional e influencia de autores como Bourdain, Reichl, Kondo, Paxons y Renee, eminencias en lo que respecta a la gastronomía, antropología cultural, estudios etnográficos y periodismo culinario, trato de crear un estilo propio, fiel a esos momentos que viví entre pestañeos.
Siempre pensé que para escribir algo, esto debía de ser algo digno de ser contado. Y para lograrlo, había que vivir cosas dignas de contar. Heme aquí: gitaneando cocinas y destinos, siendo cada vez menos uruguaya y un poquito más vietnamita, singapurense, sueca, catalana y neoyorkina a medida que me mudo de continente, saboreo un almuerzo distinto o incorporo un nuevo ingrediente a mi dieta. Lo que empezó como una bitácora gastronómica para un curso de antropología de la comida, terminó siendo un blog en inglés de comidas y viajes llamado Bites&KMS (bocados y kilómetros) o, tomando una licencia literaria, Comiéndome al mundo. De esta manera, puedo finalmente compartir todo aquello que me nutrió en el más amplio sentido de la palabra. Eso que siempre quise comunicar con el gusto y el garbo del español, ese sabor único que otorgan las vocales largas y las eñes. Así que aquí vamos: un destino, un plato y una anécdota.
Aflojen sus cinturones, lo van a necesitar. Buen provecho y buen viaje.
*Daniela Varela es comunicadora, escritora y directora creativa. Entre otras cosas, estudió gastronomía profesional, antropología cultural y periodismo gastronómico. Comparte sus pasiones de viajar, comer y escribir en Bites&KMs. Actualmente, es creativa publicitaria en la ciudad de Nueva York. Es frecuente encontrarla escribiendo sus historias en distintos cafés de Brooklyn.
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