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Contenido creado por Agustina Lombardi
Literatura
Los libros y sus autores

Daniel Mella y su consejo para otros escritores: “Que disfruten el viaje”

El escritor publicó “Visiones para Emma” junto con HUM.

05.10.2023 12:38

Lectura: 10'

2023-10-05T12:38:00-03:00
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Daniel Mella publicó Pogo, su primera novela, a los 21 años. Le seguirían Derretimiento y Noviembre. Por su libro de cuentos Lava y su novela El hermano mayor, Mella ganó en dos oportunidades el premio Bartolomé Hidalgo. En esta oportunidad, el director y editor de la revista Oro presenta Visiones para Emma, donde mezcla la autoficción con la autobiografía.

¿Preferirías viajar al futuro o al pasado?

Viajo todo el tiempo al futuro y al pasado, y es cansador. Ahora me quedo acá por un rato.

Si pudieras cambiar el final de cualquier libro famoso, ¿cuál elegirías y cómo sería el nuevo final?

Haría que Ana Karenina no se tire debajo de un tren. Que viva, que salga del libro y se venga para acá, que todo va a estar bien.

¿Cuál es tu técnica más extraña o inusual para superar el bloqueo de escritor?

Llevo cuadernos en los que una de las reglas es que no me puedo bloquear, así que no me bloqueo.

Tu autobiografía en una frase

Fue sin querer queriendo.

Si pudieras tener una conversación de una hora con cualquier escritor famoso, pero después nunca más podrías leer ninguna de sus obras, ¿a quién elegirías para tener esa conversación?

Enrique Vila Matas.

El primer verso que te viene a la mente.

El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea.

¿Para qué literatura en el tiempo del desamparo?

Para pasar el rato.

Lo último que comiste va a ser el menú para toda tu vida ¿qué es?

Un shawarma de carne de cordero y falafel.

Contanos sobre esa vez que un lector te reconoció en la vía pública

Estaba en Tristán Narvaja y un adolescente de 16 o 17 años se me acercó y preguntó si yo era yo. Le dijo que sí, me dio la mano, me dijo gracias y se fue.

Tu idea de felicidad y tu idea de miseria

El primer mate de la mañana. Levantarte y que no haya yerba.

Si pudieras invitar a tres personajes literarios a cenar, ¿quiénes serían y por qué?

El juez Holden, de Meridiano de Sangre, Philip Marlowe, de las novelas de Raymond Chandler, y Anna Karenina. Porque podrían salir buenas charlas.

¿Por qué Visiones para Emma?

Se iba a llamar Visiones para Joana, en directa referencia a “Visions of Johanna”, el tema de Dylan, pero Emma me pareció un mejor nombre para el libro.

¿Cuánto tiempo te llevó escribir este libro, desde la concepción de la idea hasta la publicación final?

Ocho años. Escribí la mitad de un tirón. Luego lo dejé archivado siete años, y me llevó un año escribir la mitad siguiente.

Contanos sobre una lectura que haya tenido un impacto significativo en tu vida. ¿Qué libro fue y por qué fue tan importante para vos?

El pájaro pintado, de Kosinski. El estilo tan expresivo y las imágenes tan oscuras me impresionaron. Esa cosa de no quitar la mirada de las cosas horribles me pareció todo un gesto, un gesto valiente.

Imaginá que tenés la oportunidad de escribir una secuela para cualquier libro clásico. ¿Cuál libro elegirías continuar y qué dirección tomaría la historia en tu secuela?

No es un ilbro, pero no importa. Escribiría la secuela de Hamlet; descubrimos que Hamlet era una obra de teatro representada en un loquero y los personajes son los locos, que vieron su locura representada en la obra que acaban de ver.

Si tuvieras que describir tu libro en una sola frase, ¿cómo la formularías?

Un buen libro.

Si pudieras vivir en el mundo de cualquier libro, ¿cuál elegirías y por qué?

Viviría en el mundo de Ur, de Leandro Delgado. Porque es alucinante.

¿Qué consejo o frase inspiradora darías a otros escritores que están buscando su voz y estilo literario?

Que disfruten el viaje.

Fragmento de Visiones para Emma

Portada de

Portada de "Visiones para Emma", de Daniel Mella. Por HUM y Estuario. 

Debería haber ido a su encuentro con una idea más realista. Después de todo, yo venía de leer El discurso vacío y El discurso vacío era el libro de un hombre roto. Desde el mismísimo comienzo del libro Levrero no paraba de repetir que se sentía fragmentado y que andaba en busca de sus pedazos dispersos, como si fuera un muñeco capaz de ser desarmado y recompuesto, pero por alguna razón ese dato no había sido de mayor importancia para mí. Yo era demasiado joven. La fragmentación no estaba dentro de mi vocabulario como sí lo estaban la caída, el derrumbamiento, la disolución. Desconocía el deseo de levantarme hacia el lugar del que había caído o el de reconstruirme en la cosa que ya había sido. Mis deseos eran, en todo caso, todo lo contrario. Yo quería seguir cayendo infinitamente, derrumbándome infinitamente, habría preferido disolverme hasta que no quedara nada antes que volver a algún estado previo. Quizá me distrajo el gusto que me había producido leer El discurso vacío. Me distrajo la belleza de su voz, que en El discurso vacío alcanzaba un esplendor nuevo, que parecía ser, como nunca antes, la voz desnuda del verdadero Mario Levrero, el autor uruguayo que venía produciendo casi en secreto la mejor obra entre todos sus congéneres y compatriotas y que ahora vivía en Colonia con su mujer, el hijito de su mujer y un perro llamado Pongo en una situación de estancamiento de la que procuraba salir a toda costa. No sé si a toda costa. No es que tomara una decisión radical y cataclísmica. No dejaba a su mujer y a su hijastro, por ejemplo. Como era escritor, nada más se ponía a escribir. Se moría por creer que la escritura lo podía salvar, así que se ponía a escribir. Sin saber que estaba escribiendo un libro, estrenaba un cuaderno y lo dedicaba a ejercitar su caligrafía bajo el supuesto de que mejorando la letra mejoraría también ciertos aspectos de su personalidad. Como no podía ser de otra manera —porque Levrero es escritor y en el fondo siempre quiere escribir un libro, porque a Levrero en realidad le interesaba mucho más escribir un buen libro que curarse— enseguida la literatura se empieza a colar en sus ejercicios caligráficos. De a poco Levrero deja de prestarle atención a la letra para interesarse por los contenidos de lo que está escribiendo, como si la literatura lo hubiese perseguido y dado alcance, o porque en realidad Levrero siempre supo que era imposible huirle a la literatura y los ejercicios caligráficos fueron la trampita que ideó para poder sentarse frente a una página en blanco sin mayores presiones, nomás para conseguir una letra más linda, como tentando al diablo. Si con sus libros anteriores yo había aprendido a reverenciarlo como escritor, con la lectura de El discurso vacío había empezado a querer al hombre que había detrás. Yo nunca había llorado con uno de sus libros. En este, sin embargo, cada vez que aparecía el pobre perro Pongo se me llenaban los ojos de lágrimas de pena. Deseabas con todo tu corazón que un tipo así, con esa sensibilidad, con esa cabeza, saliera victorioso, que le hubiera funcionado la estrategia de escribir para curarse, y terminabas confiando en que le había funcionado: en la penúltima escena del libro Levrero veía el reflejo de unos rayos de sol en unos ladrillos y se sentía vivo. Luego, para finalizar, redoblaba la apuesta y habla de un sueño en el que hay unos curas vestidos de violeta, posiblemente cardenales, y los vemos ejecutar unas posturas rituales que representan, esperanzadoramente, los secretos de la Alquimia —así, con mayúscula.

Nadie me preparó. Nadie hablaba de Levrero como de un hombre que se distinguiera por lo repugnante de su aspecto. Los relatos de Levrero que yo había oído de boca de Henry o en mesas de bar concordaban en todo: en que era un escritor verdaderamente top y en que era un eremita y un excéntrico, pero invariablemente dejaban afuera su cuerpo. Yo había visto una sola foto suya hasta el momento, en un artículo en El País Cultural, un primer plano de su rostro en blanco y negro. En la foto lleva puestos unos lentes cuadrados, está perfectamente rasurado y ya presenta una calvicie importante. Aparte de la comodidad absoluta, del estoicismo con que parece mirar a cámara, no hay ningún rasgo que lo distinga del resto de los mortales. Bien podría tratarse de un almacenero cuarentón o de un director de cine francés. Pero no sé si alguien podría haberme preparado para el impacto que sufro ni bien Levrero abre la puerta del cuartito por la que su mujer desapareció. Por un segundo, antes de que pueda asimilarlo, pienso que me están haciendo un chiste, que estoy viendo a alguien disfrazado. Tiene un pulóver azul lleno de caspa y se olvidó de subirse la bragueta del pantalón, que está toda salpicada con gotas, no sé si de agua o de pichí, y trae puestas unas pantuflas viejas y despelusadas. Sé que se trata de Levrero cuando me saluda, le reconozco la voz, pero la impresión de que lleva puesto un disfraz no me abandona, ni ahí ni en ningún momento. Apenas unos minutos más tarde, sentados en su cocinita frente a dos pocillos de café y un plato de masas, me cuesta mirarlo directamente. Sus ojos están opacos y no se mueven salvo por el batir de los párpados, que parece costarle un gran esfuerzo. Tiene la piel verdosa, reseca y compleja, plagada de verrugas alrededor de los ojos. En el cráneo tiene llagas rosadas y la nariz, que es enorme y bulbosa como la de los alcohólicos, está toda ennegrecida, como amoratada. No puedo mirarlo sin pensar que trae puesta una máscara. Incluso la barba, gris, sucia, parece falsa. Levrero se da cuenta de que me estoy por poner a llorar. Se da cuenta de todo.

—Me agarraste en un mal día —dice.

Daniel Mella. Foto: Javier Noceti

Daniel Mella. Foto: Javier Noceti

Sobre Visiones para Emma

Un autor que lleva una década sin escribir recibe, de parte de su antigua editora, la propuesta para hacer un libro espiritual. El libro deberá contener visiones genuinas, visiones de las que la gente, con sus cerebros colonizados por imágenes de noticiero, está sedienta. Nuestro escritor no se siente a la altura. “No tengo ninguna verdad para contar —le dije—. Todo lo contrario. ¿No ves que estoy ciego? ¿No ves que no sé nada?”. Pero mientras piensa, recuerda; mientras recuerda, sangra; mientras sangra, ve, y mientras ve, finalmente, escribe. Con este libro Daniel Mella cumple, entonces, con las visiones para Emma y da el salto de la autoficción a lo puramente autobiográfico, a la vez que nos entrega una perfecta historia de fantasmas por la que desfilan, de Shangrilá a Nueva York, la figura de Levrero y la de su padre, las de ciertas amistades y amores perdidos, y la omnívora pasión por la escritura.