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Literatura
Bromas infinitas

David Foster Wallace: la brutalidad y la humanidad en un hombre de pluma filosa y bandana

En el aniversario del nacimiento del escritor americano, recordamos la relevancia de su obra para la historia de la literatura moderna.

21.02.2024 16:31

Lectura: 9'

2024-02-21T16:31:00-03:00
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Por Federica Bordaberry

Una mujer se para sobre las tablas de la Sala Verdi, en Montevideo, el 9 de febrero de 2022, y dice esto:

La persona deprimida tenía un terrible e interminable dolor emocional, y la imposibilidad de compartir o articular su dolor era, en sí mismo, un factor que contribuía a su horror esencial.

Desesperada, entonces, por describir su propio dolor, la persona deprimida deseó al menos, ser capaz de expresar algo de su contexto –de su forma o textura, por decirlo de algún modo–, relatando circunstancias relacionadas a su etiología. Los padres de la persona deprimida, por ejemplo, quienes se divorciaron cuando era una niña, la utilizaron como ficha de los juegos enfermizos que mantenían, como cuando la persona deprimida necesitó ortodoncia y cada padre declaró –no por nada la persona deprimida siempre recordaba, dada las ambigüedades medicas-legales del acuerdo de divorcio– que el otro debía pagarlo. Ambos padres eran pudientes, y cada uno había expresado en privado a la persona deprimida, su disposición de, a la hora de la verdad, no tener ningún problema en pagarlo, explicando que era una cuestión de principios, no económica o dental, si no de “principios”.

Y sigue. Sigue narrando sin parar la historia de “La persona deprimida”, un monólogo que construyó David Foster Wallace (1962 – 2008). Repite, una vez tras otra, esas mismas palabras: la persona deprimida. Laten, golpean, rebotan, detrás de la voz de la genial María Onetto, la actriz argentina que morirá un 2 de marzo de 2023.

Es que Foster Wallace, escritor americano que nació un 21 de febrero como hoy, hace 61 años en en Ithaca, podía escribir cosas como esas. Y podía hacer genialidades como lo que hizo en su obra magna, Infinte Jest (La broma infinita, en español), que publicó en 1996 con más de mil páginas, aunque eso depende de la edición.

Incorporó, en ese bloque de texto gigante, más de 400 notas que forman otras ramificaciones de la narración central. Marcó un hito en la historia de la literatura reciente, no solamente porque haya logrado que una novela de tal tamaño se volviera best seller, sino por el contenido.

En esa novela enciclopédica, el segundo capítulo se sitúa en el “año de la ropa interior para adultos Depend”. En realidad, la traducción es tanto imposible como aniquildora del subtexto literario. En inglés es “Year of the Depend Adult Undergarment”, en un futuro ficcional en el que las grandes corporaciones patrocinan y dan nombre a los años.

En Cambridge, Massachusetts, Ken Erdedy está esperando a una mujer que le prometió venderle 200 gramos de marihuana por 1.250 dólares. Ya intentó dejar la droga, más de una vez, y le dijo a todos sus dealers que no le vendieran más. Por eso, cada vez que recae, tiene que conseguir uno nuevo.

Erdedy llama a la mujer y salta el buzón de voz. No deja ningún mensaje porque no quiere parecer desesperado. Pero lo que sucede durante todo el capítulo es una tensión entre cómo Erdedy se preparó para drogarse durante varios días (persianas bajas, snacks para el bajón, píldoras, etc.) y un teléfono que no suena. Una mujer, una dealer, que no lo llama para avisarle que tiene lo suyo. Y un adicto que tampoco la llama porque tiene miedo que, si levanta el teléfono y disque su número, en ese mismísimo instante ella llame y él no logre atenderla. Y que, por eso, decida no llevarle la droga.

La ansiedad y las adicciones, o la depresión del capitalismo, de forma descarnadísima, honestísima, humanísima.

Infinite Jest es, en realidad, parte de un legado rico y complejo. Aunque su reconocimiento y consagración como escritor llegó con esa obra, también publicó novelas como The Broom of the System (1987), que fue la primera, y The Pale King (2011) que fue póstuma.

También publicó colecciones de cuentos cortos (Girl With Curious Hair, 1989; Brief Interviews with Hideous Men, 1999; Oblivion: Stories, 2004), colecciones de no ficción (A Supposedly Fun Thing I'll Never Do Again, 1997; Consider the Lobster, 2005; Both Flesh and Not, 2012, póstumo), o ensayos (Everything and More: A Compact History of Infinity, 2003; Fate, Time, and Language: An Essay on Free Will, 2010; The David Foster Wallace Reader, 2014, póstumo; Something to Do with Paying Attention, 2022, póstumo).

Publicó, además, infinitos artículos en revistas como The Paris Review, GQ, The New Yorker, Rolling Stone, Harper’s Bazaar, Playboy, Mid-American Review, Conjunctions, Esquire, Open City Magazine, varias más.

Y Foster Wallace, excelentísimo narrador, también daba entrevistas geniales. Uno de los ejemplos más claros es la entrevista que le hizo David Lipsky, periodista de la Rolling Stone en aquel entonces, que luego derivó en el libro Although of Course You End Up Becoming Yourself: A Road Trip with David Foster Wallace (2010), donde lo sigue durante varios días en una gira de presentación de libros.

Pensaba y hablaba de tal forma que llegó a decir esto, charlando con Larry McCaffery en 2005, para la revista Contemporary Fiction:

La ficción trata sobre lo que es ser un puto ser humano. Si se opera, como lo hacemos la mayoría de nosotros, desde la premisa de que hay cosas en los Estados Unidos contemporáneos que hacen que sea claramente difícil ser un ser humano real, entonces tal vez la mitad del trabajo de la ficción sea dramatizar lo que lo hace difícil. La otra mitad es para dramatizar el hecho de que todavía somos seres humanos. O puede ser... Simplemente creo que la ficción que no explora lo que significa ser humano hoy en día no es un buen arte.

Hijo de un profesores universitarios. Su madre, de literatura y, su padre, de filosofía. A los seis años, se mudaron a Champaign, Illinois, donde Foster Wallace pasó su adolescencia. Durante esos años llegó el tenis, único deporte que llegó a practicar profesionalmente y al que hace referencia de forma constante en sus libros por la simple razón de que es el deporte que más conocía.

Estudió en la universidad privada Amherst College, donde obtuvo una licenciatura en Inglés y Filosofía. Se especializó en Lógica Modal y Matemática, enamorándose entonces del filósofo del lenguaje Ludwig Wittengstein. Se recibió en 1985 y, en 1987 además se licenció en escritura creativa en la Universidad de Arizona.

Académico de espíritu, fue profesor de secundaria y de universidad, siempre vinculado a la escritura y a la literatura. Utilizó, para enseñar, toda clase de textos. Él mismo declaró, para los cursos de principiantes, llevar una antología que incluía los cuentos “A & P” de John Updike, “El tren de las cinco cuarenta y ocho” de John Cheever, “Los que se marcharon de Omelas” de Ursula K. Le Guin; “La lotería” de Shirley Jackson.

Con los estudiantes de licenciatura, los cursos que daban eran temáticos, así que las lecturas dependían de lo que se estudiara, pero aparecían seguido escritores como Cormac McCarthy, Don DeLillo, William Gaddis, William Gass.

Y mucha poesía.

Foster Wallace, que no escribía poesía, pero que sin embargo era un lector ávido del género, enseñaba muchísima poesía contemporánea.

Es cierto que siempre estuvo ligado a lugares del pensamiento, a la academia, a las instituciones, a las becas, a las universidades, a las clases, los profesores, los papers, las publicaciones en revistas especializadas, pero Foster Wallace desconfiaba muchísimo de las ideas.

De hecho, siempre estaba en guardia contra el pensamiento abstracto, temiendo que lo alejara de lo genuino, de lo real y de lo honesto. De ahí, una escritura extremadamente autoconsciente, frenética, ansiosa, agónica.

Pero a Foster Wallace no hay que quererlo. No hay que usarlo como referente, ni pensar que el dolor que le atravesó la vida es, de alguna forma, deseable. Lo que sí: hay que leer sus textos entendiendo que es de los pocos escritores que realmente atravesó el limbo entre las farsas, las máscaras, el teatro social, y se diluyó hacia la honestidad total. Logró, plasmar en lo que escribía, aquello que tan célebre suyo se volvió: qué es ser un ser humano.

Wallace era extraordinariamente sensible, es cierto. Aunque Wallace también luchó contra la depresión, el alcoholismo, el consumo de drogas, las tendencias suicidas (hasta que lo concretó) y fue internado varias veces necesitando atención psiquiátrica.

Se sabe, además, que la escritora Mary Karr, quien fue su pareja a principios de los 90, habló de Foster Wallace como “obsesivo” y “volátil”. Ha declarado, incluso, hechos violentos como que le tirara una mesa de café, que la obligara a salir de un auto y dejándola a pie, una patada, que haya trepado por el costado de su casa por la noche y siguió a su hijo de cinco años desde la escuela. La certeza de todo esto, no está comprobada (por lo menos no por la Justicia americana).

Entonces, es esto: el Foster Wallace escritor, pensador, creador, profesor.

Dicen los críticos que cerró la historia del siglo XX, un siglo que empezó con la transgreción modernista y que terminó siendo el siglo sobre formas de contar historias. Después de Joyce, las novelas se estudian por su grado de innovación formal. Esta última, es idea de Foster Wallace. Por eso, se lo asocia con la idea de posmodernidad literaria.

Él se burló en entrevistas de todo esto. En su literatura demostró que su propia vida fue fuente de inspiración de ficción y que aquello de pertenecer a una generación literaria, de ser una suerte de conspiración artística coordinada, no existe.  

“Leer a David Foster Wallace es sentir que alguien te abre los ojos”, dijo Lipsky, el periodista de la Rolling Stone que hizo aquel libro, en un acto público para homenajear la muerte del escritor en ese extraño 12 de setiembre de 2008.

Por Federica Bordaberry