Por Juampa Barbero | @juampabarbero

El misterio es lo que más amo, es el magnetismo de la vida, y me resulta maravilloso saber que de la mayoría de las cosas no conocemos absolutamente nada—David Lynch.

La capacidad de quedarse en tu mente, de convertirse en un lugar al que siempre se quiere volver. Más allá de que no sea cómodo. Más allá de que te parta en dos. Como esos sueños que recordás, sin saber por qué, pero que aparecen —de golpe— de manera  aleatoria. Se sienten importantes, te acompañan, te susurran cosas que no podés explicar. Tal vez eso sea lo que lo vuelve más atrayente: no hace falta entenderlo todo para sentirlo todo.  

El viernes pasado falleció David Lynch a los 78 años y las redes se llenaron de condolencias, de fotogramas de sus películas y anécdotas del director. Hay un sentimiento generalizado de no entender su partida, a pesar de la enfermedad que lo aquejaba hace años. Una especie de resistencia, de “no querer dejar ir”, ¿qué pierde el cine ante su partida y, en consecuencia, la humanidad? En este mundo extremadamente lógico y cruel, Lynch siempre nos mostró un rincón donde lo inexplicable aún tiene cabida. 

Yo tampoco entendí la primera película que vi de su autoría. Era Eraserhead (1977). No sabía quién la había dirigido, pero me llamó la atención leer que era una de las favoritas de Stanley Kubrick. Por aquel entonces me había deslumbrado La Naranja  Mecánica (1972) y estaba buscando todo tipo de películas que me hicieran sentir que me estaba convirtiendo en cinéfilo. Pero este delirio claustrofóbico en blanco y negro no tenía nada que ver con Kubrick, no le encontraba sentido alguno y eso me molestó. ¿Por qué le gustaba tanto? ¿Qué me estaba perdiendo? 

La habitación de Henry parece salida de una pesadilla: paredes gastadas, silencio espeso y  ese radiador que parpadea como si ocultara algo. En el centro de todo, él, con su peinado extravagante y cara de no entender nada. Y después está eso, su "bebé", una criatura envuelta en vendas que llora sin parar, con una cabeza alargada que parece una mezcla entre reptil y alien. En medio de todo esto, aparece la mujer del radiador, con su cara inflada y sonrisa rara, bailando en un escenario mientras aplasta bichos como si fuera lo más normal del mundo. Es incómodo, raro y fascinante, todo al mismo tiempo. 

David Lynch y el monstruo de Mulholland Drive (2001)

Durante aquellos días, Lynch rescató cinco peluches de El Pájaro Loco que colgaban como trofeos olvidados en una estación de servicio de Los Ángeles. Los llamó Chucko, Buster, Pete, Bob y Dan, y los convirtió en sus compañeros de ruta, casi confidentes. “Ellos saben del sufrimiento del mundo —contó Lynch en un mensaje de agradecimiento al cine Nuar tras proyectar Eraserhead—, pero también aseguran que, en el fondo, hay una felicidad constante”. Al igual que en sus películas, la luz se tornó sombra: “Fueron mis amigos más queridos durante una época, pero entonces empezaron a desarrollar ciertos rasgos de carácter y dejaron de ser simpáticos. Ya no forman parte de mi vida”, aseguró en una entrevista al Telegraph. Una anécdota tan absurda e insondable como su propio arte, que nos muestra como Lynch mezcla lo surreal con lo cotidiano, desdibujando la línea entre ambos.

Sentarse frente a una de sus películas es abandonar cualquier idea de control. No es como otras, donde la trama te lleva de la mano; acá te empuja a una vorágine de cuestionamientos sin instrucciones. El cine suele ofrecer respuestas, pero Lynch plantea preguntas, y a veces ni siquiera eso. ¿Por qué ese afán de querer explicarlo todo? ¿Por qué una oreja llena de hormigas? ¿Por qué Frank Booth respira como un animal herido? ¿Cómo puede doler tanto la canción de Blue Velvet (1986)? Quizá, Lynch siempre supo que nuestra necesidad de entender es una trampa, una jaula que nos impide disfrutar de lo extraño, lo ambiguo, lo abierto. 

Aprendí que no necesitaba explicarlo todo para disfrutarlo. Un músico, un asesinato, una  metamorfosis, un camino que parece circular pero nunca vuelve al mismo lugar. Al principio, me frustraba no entender la narrativa críptica de Lost Highway (1997), pero después ocurrió algo inesperado: empecé a disfrutarlo. Esa escena con Robert Blake en la fiesta, cuando dice: "estoy en tu casa ahora mismo", con una sonrisa aterradora, no necesitaba resolución; bastaba con tener escalofríos. Hubo algo casi liberador en dejarme llevar por esa historia que no se preocupaba por explicarme nada. Lynch no hace cine para la cabeza; lo hace para el cuerpo, para el inconsciente. 

Blue Velvet (1986)

En Mulholland Drive (2001) es como si Lynch nos dijera que todo es una ilusión, pero al mismo tiempo te demostrara que eso es lo único que tenemos. Es un cine que obliga a rendirse ante lo inexplicable, a disfrutar el mal viaje. Y es en esa rendición donde fluyen las imágenes: un hombre turbio en la esquina de un callejón que no podés olvidar, una llave azul que abre algo más allá de lo terrenal, un club donde "no hay banda" pero la música suena igual. Con Lynch, la experiencia está en sentir, no en descifrar. Porque a veces, dejar de entenderlo todo es la forma más pura de conectar.

Twin Peaks fue una revolución personal. La miré porque había escuchado que era "de culto", pero al tercer capítulo ya no me importaba nada de eso. Laura Palmer estaba en todas partes, incluso cuando no estaba. Había algo en esa ciudad que te atrapaba: la  manera en que el café y las rosquillas compartían espacio con los secretos y las pesadillas. Cada vez que alguien decía "el lugar donde los pájaros cantan una canción bonita", sentía que la atmósfera estaba cargada de algo que no podía desenterrar, pero que sabía que debía seguir cavando.

Lynch supo que la intriga, esa tensión casi intangible, era el corazón de Twin Peaks. Por eso dejó que el tiempo hiciera lo suyo, permitiendo que el enigma madurara durante 25 años antes de regresar con una tercera temporada que rompió todas las expectativas. Fue en la octava parte donde alcanzó el pináculo de su surrealismo, entregándonos una fantasmagoría que se convirtió en un hito de la televisión, en la cual Lynch reafirmó que Twin Peaks nunca fue un lugar, sino un estado mental.

Twin Peaks (1990-2017)

En esa tercera temporada, David Lynch dejó a todos expectantes por una obra maestra más. Durante años se habló de sus dificultades para encontrar financiación y de su complicada relación con las grandes productoras, especialmente tras el rechazo de Netflix a Snootworld, su largometraje animado. Sin embargo, Ted Sarandos (CEO de la plataforma) aseguró recientemente que existió un acuerdo con Lynch para una serie limitada titulada inicialmente Wisteria o Unrecorded Night. En este intento desesperado por lavarse las manos, Sarandos afirmó que “nos tiramos de cabeza” al proyecto, pero este quedó en pausa debido al covid-19 y los problemas de salud del director. 

Sea como sea, David Lynch siempre fue un rebelde sin causa, un director que convirtió su lucha contra el “poder” en la clave de su arte. En Mulholland Drive, esa tensión se siente en cada escena, mostrando cómo los sueños pueden terminar siendo devorados por las reglas de Hollywood. La industria y la taquilla no siempre le fueron favorables, pero Lynch nunca perdió su esencia. Como un árbol que crece torcido, optó por mantenerse al margen de un mundo donde todo se mide por lo comercial, fiel a su visión, aunque eso lo apartara de lo fácil y lo masivo. Cada una de sus películas es un grito de independencia, un espacio donde crea lo que quiere, sin preocuparse por lo que dicta el mercado.

Su última película, Inland Empire (2006), es la más vertiginosa, la más densa, un desvarío interminable que parece burlarse de cualquier intento de interpretación. Pero también es una de las experiencias más inmersivas que tuve frente a una pantalla. Tres horas en las que el tiempo y el espacio parecen desvanecerse, y donde Laura Dern se multiplica en personajes que reflejan fragmentos rotos de sí misma. Lynch no lo hace fácil, pero siempre te recompensa de alguna forma. A veces siento que Lynch no quiere que entendamos sus películas porque ni él mismo las entiende del todo. Las crea como sueños, dejándolas seguir su propio curso, libres de lógica, libres de nosotros.

Wild At Heart (1990)

Obviamente, Lynch tiene muchas más joyas: Wild At Heart (1990), Elephant Man (1980), The Straight Story (1999), y la fallida, pero ahora entrañable, Dune (1984). Cada una de estas películas es un reflejo de su obsesión por desmantelar las fronteras entre lo real y lo surreal, un juego donde las reglas las pone él y no hay garantías de comprensión. Y ahí radica su magia: Lynch no nos invita a entender, nos invita a sentir. Porque lo que realmente hechiza de su cine no es la claridad, sino la sensación de ser arrastrados a un lugar que no comprendemos del todo, pero que no podemos dejar de explorar. La fascinación está en no entender, en esa entrega al misterio en cuerpo y alma, en aceptar que a veces, lo incomprensible de alguna manera, nos  transforma. 

David Lynch fue un cineasta que nunca subestimó al público. En un mundo donde muchos directores prefieren hacer todo digerible, él optaba por la ambigüedad, el espacio en blanco, la puerta abierta a la interpretación. No se conformaba con darnos respuestas fáciles, sino que nos empujaba a pensar, a cuestionar, a llenar los vacíos con nuestras propias ideas. Cada una de sus películas es una llamada a descubrir un significado personal en cada imagen y cada palabra. En el cine de Lynch, no hay respuestas universales, solo preguntas que nos desafían a ser parte activa de la creación.