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Historias
¿Dioses o demonios?

De Hiroshima al siglo XXI: un viaje por la destrucción, el horror y la sensibilidad humana

En medio del éxito de Oppenheimer, se cumplieron 78 años de los bombardeos atómicos en Japón. ¿Hemos aprendido todas las lecciones?

29.08.2023 15:19

Lectura: 11'

2023-08-29T15:19:00-03:00
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Por Joaquín Osimani Gil
osimanidi@gmail.com

Podría empezar como un artículo de Wikipedia mencionando que más de 200.000 personas, casi todas civiles, murieron a causa de las bombas atómicas arrojadas por los Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki. Pero la historia contada con números muchas veces deshumaniza más de lo que sensibiliza. Los números se pueden comparar, sumar y restar, las personas no.

Empecemos de nuevo:

Con 18 años recién cumplidos, en 2015 llegaba a Hiroshima sin saber mucho qué me esperaría. Obviamente conocía lo que había ocurrido allí hacía 70 años, pero algo que la tecnología y el internet aún no ha podido reemplazar es la experiencia de presenciar y sentir la historia en carne propia.

Así conocí la historia de Sadako Sasaki, una niña que contrajo leucemia por la radiación de la bomba. Según una leyenda japonesa, doblar 1000 grullas de origami te concede un deseo, por lo que Sadako doblaba grullas con los papeles de medicamentos que pedía a los pacientes en su hospital. La enfermedad le ganó a la suerte, Sadako murió con 12 años.

Su monumento está rodeado de cientos de miles de grullas dobladas y enviadas por niños de todo Japón y el mundo.

Fue ahí, frente a ese monumento, donde por primera vez me animé a llorar en plena calle y luz del día. Me daba más vergüenza reprimir el dolor que romper el estúpido tabú de llorar siendo un hombre. Estando ahí todo parece estúpido, las imposiciones sociales, la guerra, el poder, el dinero, el consumo. Una cachetada de realidad que nos hace replantear nuestras preocupaciones y privilegios.

Caminando por una pequeña vereda, buscando un lugar donde comer me encuentro con una irónicamente chiquita placa conmemorativa: “Sobre este punto fue arrojada la primera bomba atómica usada por la humanidad el 6 de agosto de 1945”.

No era necesario un enorme monumento, esa pequeña placa resultaba más impactante porque nos recuerda que todo sucedió así, en una calle cualquiera, en una ciudad cualquiera, en un día cualquiera de verano. Fue a las 8:15 am, a la hora de entrada del trabajo y las escuelas.

De la nada, sobre ese mismo punto donde estaba parado, la bomba explotó en temperaturas de más de 4000ºC, desintegrando a todo humano que se encontrara cerca. Infernales vientos de 440 metros por segundo se esparcieron a la redonda quemando todo a su paso. Irreconocibles cuerpos calcinados se arrojaban al río en busca de un imposible alivio del dolor. El infierno había llegado a la tierra.

Templo budista y ciudad en ruinas luego del bombardeo de Nagasaki.

Templo budista y ciudad en ruinas luego del bombardeo de Nagasaki.

La mitad de las muertes ocurrieron en el momento de la explosión, la otra mitad tuvo que sufrir lentas muertes durante días, meses, años… causadas por la radiación, quemaduras de todos los grados, enfermedades desconocidas y una vida de traumas psicológicos y segregación social. Se rumoreaba que “la enfermedad de la bomba” era contagiosa, nadie entendía nada de lo que estaba pasando.

Es imposible expresar lo que se vivió en esos días, no hay palabras ni imágenes suficientes para hacerlo y quizás ese sea el problema con nuestros limitados cerebros primates.

Podemos jugar a los dioses manipulando las leyes de la naturaleza para crear bombas atómicas, pero no podemos dimensionar tan grandes cantidades de sufrimiento, no hay ingeniero ni científico que pueda calcularlo y mucho menos experimentarlo. Nuestra capacidad de empatía tiene un límite, incluso en quienes nos proponemos empatizar.

En el parque memorial, a unos 100 metros de donde cayó la bomba, me encontré con un señor que iba todos los días en su bicicleta a armar un puestito con información para los turistas, era Kosei Mito, un activista de 70 años por la paz mundial. Primero me preguntó de dónde venía, le gustaba registrar cada nacionalidad en una libreta “¡ah! ¡de Uruguay!, ¡ya han venido algunos de ahí!”. Parecía que amaba coleccionar charlas con todo el mundo.

Hablando con él casualmente me dice “yo estaba en el vientre de mi madre cuando ocurrió”, era uno de los más jóvenes Hibakusha, un sobreviviente de la bomba atómica.

Todo se vuelve más cercano cuando nos enfrentamos cara a cara con la realidad, y más aún cuando la realidad tiene cara.

El señor Mito perfectamente pudo haber sido amigo de la niña Sadako, que tenía solo 2 años más. De repente la historia parecía ayer y un desconocido del otro lado del mundo se convertía en un familiar querido.

Su propósito en la vida era “que nadie en el mundo tenga que vivir de nuevo lo que se vivió acá”, tan infernal fue la experiencia que no se la desean ni a sus peores enemigos, en Hiroshima no buscan venganza, todo lo contrario.

Kosei Mito junto con la Cúpula de la Bomba Atómica, de los pocos edificios que sobrevivieron al ataque. Foto: National Geographic.

Kosei Mito junto con la Cúpula de la Bomba Atómica, de los pocos edificios que sobrevivieron al ataque. Foto: National Geographic.

Volviéndonos al presente, mi relación cercana con Hiroshima me hizo dudar si ir a ver Oppenheimer. Nunca confié en el criterio yanqui a la hora de interpretar y relatar el acontecimiento. “Se lo buscaron por Pearl Harbor”, “Fue necesario y lo haríamos de nuevo”, “Era la única forma de terminar la guerra”, repiten muchas veces como mantras sin siquiera considerar las decenas de alternativas que existieron para terminar la guerra, sin querer aceptar que por más justificativo que crean, lo que hicieron en Hiroshima y Nagasaki fue una tragedia inhumana.

Japón ya estaba derrotado incluso antes de la primera bomba del 6 de agosto. Tres días después sus autoridades estaban debatiendo los criterios de rendición cuando se enteraron de la bomba en Nagasaki. Originalmente, la segunda bomba iba a ser arrojada una semana después en caso de la no rendición, pero “por pronóstico de mal tiempo” el General a cargo la adelantó tres días, ansioso por probar su nueva bomba de plutonio antes de que terminara la guerra.

Tampoco se explica que yo, un joven uruguayo, haya visitado Hiroshima antes que ningún presidente estadounidense en los 70 años de posguerra, siendo Obama quien rompió ese cuestionable acto de ausencia al visitar Hiroshima en 2016. Justificar las bombas les era muy fácil, pero nadie se animaba a darle la cara a la realidad del pasado. Nadie quería ver, escuchar y sentir lo que esa ciudad tenía para decir.

Pero tan parecidos somos los humanos, que igual de cuestionable es la actitud de muchos políticos japoneses que siguen negando atrocidades como la masacre de Nankin en China o la esclavización sexual de niñas y mujeres por toda Asia durante la invasión del Japón imperialista. Al día de hoy su sistema educativo continúa contando medias verdades sobre los actos del ejército japonés en la segunda guerra, lo que mantiene tensas relaciones con Corea y China. Parece que la ceguera del patriotismo no distingue banderas.

Hablando de autocrítica, el otro día finalmente decidí darle una oportunidad a Oppenheimer. Resulta que no se trataba de otra película patriota con banderas estadounidenses flameando al fondo, sino que más bien de conflictos político-ideológicos y dilemas humanos que atormentaron la mente del científico de ese apellido y de nombre Robert, quien fuera el inventor de semejante artefacto de destrucción. ¿Estaba la humanidad preparada para desatar semejante poder destructivo?

En una escena, una habitación con un puñado de hombres de traje deciden cuál ciudad será elegida para este nuevo experimento bélico. La vida de miles de personas elegidas cual grupo de amigos eligiendo dónde vacacionar en verano.

Kyoto estaba considerada en la lista de posibles ciudades a bombardear, incluso era la principal candidata, pero Henry Stimson (secretario de guerra) pide quitarla porque la había visitado y la consideraba patrimonio cultural. Me pregunto si fue la importancia cultural, o si en realidad fue que Kyoto tenía cara para él.

A pesar de que la película trata de la vida y experiencia de Oppenheimer, muchos cuestionan que el director Christopher Nolan decidió no mostrar ninguna escena o imagen del bombardeo y sus víctimas. Pienso que narrar la historia de la creación de un arma de destrucción masiva sin mostrar sus consecuencias es una decisión… ¿riesgosa? en una cultura que glorifica el poder, las armas y continúa justificando la violencia.

Escena de Rapsodia en Agosto de Akira Kurosawa.

Escena de Rapsodia en Agosto de Akira Kurosawa.

Pero después de todo, no hay quien mejor pueda contar lo que vivieron los japoneses, que los propios japoneses, por lo que aprovecho para recomendar Rapsodia en Agosto del aclamado Akira Kurosawa, una ficción que narra con una simplicidad y belleza excepcional la visita de unos nietos a su abuela, sobreviviente de la bomba de Nagasaki.

Y para entender de forma más cercana los horrores de las bombas atómicas, recomiendo el documental White Light/Black Rain, donde pueden ver y escuchar los relatos de los propios sobrevivientes que vivieron para contarlo.

La historia de la evolución de las armas es la historia de la despersonificación de la violencia. La primer arma fue el puño (mano a mano, cuerpo a cuerpo), la segunda fue una piedra, luego llegó el arco y la flecha, la pistola y el cañón, terminando con una bomba arrojada desde un avión a 9 km de altura, donde las personas ni siquiera se ven como puntitos. Ya no hay manos, ni cuerpos, ni caras con las que empatizar.

Pero los avances tecnológicos no son los únicos que ayudan a convivir con la violencia, también existen estrategias socioculturales como la insensibilización masculina del patriarcado o las formas de organizar las labores que conllevan violencia.

Una tribu dividía las tareas para repartir la culpa: unos fabricaban las flechas, otros las envenenaban y los arqueros las usaban, así el responsable de la muerte quedaba indefinido.

En los organismos militares quien toma la decisión violenta no la ejecuta y quien ejecuta la violencia no toma la decisión, solo sigue órdenes de arriba. 

Este mecanismo de división de roles y culpas se encuentra también en nuestras vidas cotidianas, en nuestras sociedades, trabajos y en el consumo de industrias explotativas, que ocultan la violencia por la comodidad del consumidor.

Sistematizamos la violencia para no despertar la empatía y el sentido de la culpa se termina desvaneciendo en el aire.

Sin embargo, todos estos mecanismos de insensibilización pueden fallar. Segundos después de arrojar la bomba en Hiroshima, al ver la ciudad arrasada por el hongo atómico, el copiloto Robert Lewis escribió en su registro: “Mi Dios, ¿qué hemos hecho?”.

Claude Eatherly formó parte de la misión siendo piloto del avión de reconocimiento, aprobando las condiciones climáticas para proceder con el bombardeo. Luego de la guerra sufrió diversos traumas por haber sido parte de tal masacre. Tuvo un intento de suicidio y terminó en un hospital psiquiátrico, escribiéndose cartas con un filósofo eticista que trabajaba por la abolición de las armas nucleares.

Cuando Truman recibió las primeras fotos de los resultados de Hiroshima ordenó cesar los bombardeos atómicos. Le dijo a su secretario que “el pensamiento de eliminar a otras 100.000 personas era demasiado horrible”, "todos esos niños…". Lástima que su conciencia llegó tarde, Nagasaki ya había sido bombardeada el día anterior, pero por un momento, unas fotos le permitieron conectar con la verdadera cara del asunto.

Y el propio Oppenheimer dijo “tengo sangre en mis manos”, dedicando el resto de su vida a advertir sobre el riesgo catastrófico de una carrera armamentista nuclear.

El sistema que creamos trabaja por reprimir la sensibilidad, pero ni la tecnología ni la cultura pueden eliminar la naturaleza sensible del humano.

Hoy en día ni siquiera hay que usar un avión para lanzar una bomba, los misiles viajan solos con solo presionar el famoso botón rojo desde la comodidad de una oficina. La única interacción humana que queda, es un toque de dedo a 15.000 km de distancia del objetivo.

A menos que decidamos lo contrario, el último paso para la despersonalización total de la violencia sería la eliminación del botón, dejando a la humanidad y la ética en manos, perdón… en algoritmos de una inteligencia artificial que decida por nosotros, una que no tenga un pasado sentimental con Kyoto, ni que pueda llorar la historia de una niña moribunda doblando grullas en su cama de hospital.

En memoria de Sadako y todas las víctimas olvidadas del bombardeo atómico.

Por Joaquín Osimani Gil
osimanidi@gmail.com