Documento sin título
Contenido creado por Manuel Serra
Historias
Es lo que hay

Del indígena al androide: quinientos años entre lo sublime y lo siniestro

Cansadas de esa constante atracción y repulsión por la tecnología, aventuramos una explicación. Dicen que quien nombra, se libera… o no.

03.10.2023 12:16

Lectura: 9'

2023-10-03T12:16:00-03:00
Compartir en

Escribe Daniela Kaplan* |@daniikaplan y Natalia Costa** | ncostarugnitz@gmail.com

Tercera –y última– publicación del ciclo filosófico, histórico y tecnológico "Esa delgada línea entre la fascinación y el miedo".

Aquella noche en Ciudad Vieja advertimos por primera vez las cámaras que tapizaban la ciudad. Las semanas siguientes empezamos a verlas en cada rincón de la city. Estaban por doquier; pequeñas, solapadas en recovecos improbables como si jugaran a la escondida, o enormes, amontonadas en cruces de grandes avenidas o espacios abiertos como plazas y explanadas.

Alguien nos explicó, con la intención de tranquilizarnos, que seguramente estábamos siendo presas del “efecto Baader-Meinhof” (llamado también “ilusión de frecuencia”): un fenómeno psicológico que, justamente, consiste en que las personas, después de notar algo nuevo o inusual, lo veamos constantemente por todas partes.

Pero no había nada de ilusorio en este caso. No “parecía” que había más cámaras. Había más cámaras.

¿Quién (o qué) es, exactamente, el (o lo) que nos observa?

El mero hecho de oscilar entre el quién y el qué provocó, una vez más, un escalofrío. Dramáticas como somos y nos gusta ser para ponerle sal a la vida, se gestó en nosotras la siguiente representación: la inteligencia artificial, que sabemos incorporada en la mayoría de esos dispositivos, es como una criatura que tiene ojos, pero no tiene rostro. Ojos sin rostro. Qué impresión.

Al incrementarse los “ojos”, la criatura devino una cosa inmensa, omnisciente, omnipresente y, más que nada, omnipotente. No tanto por el número de cámaras, sino sobre todo por el volumen de datos que éstas recogen (y procesan) sin cesar. Un humano, como se sabe, no tiene ni de cerca la memoria para guardar (mucho menos, la capacidad para elaborar) semejante información. Es mucha, muchísima información. Tanta, de hecho, que cuando una se lo pone a pensar en serio, se da cuenta de que es una cantidad en sentido estricto… incomprensible.

Considérense los indicadores: actualmente, la cantidad total de datos digitales creados, replicados y consumidos por año se cuenta en zettabytes. Un byte es algo comprensible. Lo mismo un mega o un giga. Pero un zettabyte es un billón de gigas. Inevitablemente: sensación de pequeñez y de inminente aplastamiento. La impresión se volvió miedo. Pero también fascinación, claro, como esa que surge al contemplar la grandeza del cielo nocturno y, de ahí, la del universo.

Algo similar pasa con nuestro ya amigo ChatGPT, que en confianza habíamos llamado “el bicho”. Acá, sin embargo, la experiencia tiene que ver con la percepción de una “inteligencia” singular, potencialmente muy superior a la nuestra y, por eso, también potencialmente aniquiladora. ChatGPT “habla”, y la irrupción del lenguaje lo cambia todo.

En ambos casos (el del panóptico digital y el del modelo generativo) se trata de lo mismo: un ser algorítmico poderoso y monumental… pero “invisible”. Así que de nuevo la rosca de la fascinación y el miedo.

Hartas del vaivén, cansadas de ser arrastradas de un lado a otro hacia estos sentimientos contrarios sin la mínima injerencia de la voluntad propia, algo teníamos que hacer. Embotadas, recurrimos a la gracia de nuestras profesiones y a la fórmula conocida de tratar de exorcizar la angustia frente lo incomprensible por medio de la palabra.

Entonces emprendimos la búsqueda de una explicación (aun sabiendo que tal gesto es bastante ingenuo, especialmente en lo que toca a cuestiones metafísicas). Pero encontramos algo. Dos conceptos: lo sublime y lo siniestro. Eureka.

Dijo una: la estética es la disciplina que indaga las distintas formas de captar y sentir el mundo que nos rodea. Etimológicamente, remite al término aisthesis, que literalmente significa “percepción sensorial”. Pero no es tan simple: de la percepción sensorial hay un salto a lo cognitivo. La belleza (principal objeto de estudio la estética) entra por los ojos pero, al fin y al cabo, impacta en la psique.

Lo sublime y lo siniestro son dos categorías estéticas. Definición rápida: lo sublime, según Schopenhauer, surge de la confrontación con algo avasallante. Una tormenta descomunal o el mar en furia son ejemplos clásicos de lo sublime en la naturaleza. Las olas de Nazaré son sublimes. La pintura Caminante sobre un mar de nubes, de Caspar David Friedrich, es un ejemplo clásico de lo sublime en el arte.

La peculiaridad de la experiencia de lo sublime es que el contemplador se ve reducido a la insignificancia. La biografía, la individualidad, los deseos y las voluntades propias desaparecen… Esto atrae y hechiza porque implica un “olvido de sí mismo”, lo cual, aunque dure un instante, es ciertamente un alivio. Y, paradójicamente, esto simultáneamente causa pavor por el mismo motivo: porque librarse de sí mismo, aunque sea por un instante, evoca la experiencia de la desaparición y la muerte.

Lo siniestro, por su parte, se refiere a una sensación inquietante de extrañeza que surge cuando algo familiar, con lo que uno se siente a gusto, se presenta súbitamente de manera ambivalente. Lo siniestro es lo familiar que se rarifica. Tal es el caso, dice Freud, de episodios en los que surge la duda sobre si algo, en apariencia inerte, puede en realidad estar vivo. Evidentemente, esto remite directamente a los cadáveres, aunque Freud también cita cosas como una muñeca o un autómata. Chucky es siniestro. Ameca es siniestra.

En criollo, podría decirse que lo sublime es miti-miti: 50% fascinación; 50% miedo. Lo siniestro, 90% miedo y 10% fascinación.

Descaradas, como siempre, aventuramos una teoría: existe lo sublime tecnológico y lo siniestro tecnológico.

Y dijo la otra: es una buena teoría. De hecho, mirando atrás, es posible identificar momentos y procesos con relación a los que usar la idea de lo sublime –o lo siniestro– tecnológico parece válido.

Pensemos, por ejemplo, en la llegada de los españoles a América. Dos mundos por completo ajenos entre sí, que se encuentran. Es cierto que tanto los indígenas como los españoles sabían guerrear. Pero mientras los indígenas contaban únicamente con cuerpos de infantería, los españoles tenían unidades de caballería. Ni que hablar de las armas de fuego. De modo que imagine uno el impacto que habrán causado a los locales aquellos hombres. ¡Figúreselo el lector! Andar entre chilcas y valles y, de pronto, ver aparecer a semejante criatura, o más aún: a un ejército de semejantes criaturas. Debe haber sido como ver a un centauro: aquel híbrido de hombre y caballo del que hablan los griegos y que, por lo general, se describe como un “monstruo”. Súmense los estallidos y los destellos de las armas de fuego.

Segundo eureka: hay registros de esto en la historia. Titu Cusi Yupanqui (Cuzco, 1526 - Vilcabamba, 1570) cuenta en sus escritos que la gente empezó a rumorear que habían llegado personas muy distintas, “que andaban en unas animalias muy grandes” y tenían “los pies de plata” (por las herraduras). Además, relata que a las armas de fuego le llamaron yllapas, “nonbre que nosotros tenemos para los truenos, y esto lo dezian por los arcabuzes, porque pensaban que heran truenos del cielo”.

Ante la visión de esta mezcla inusitada, seguramente los indígenas se sintieron invadidos por el miedo, pero, escondidos en el monte, también hayan cedido al incontrolable deseo de mirar aquellas cosas sorprendentes. ¿Sublime o siniestro? Quizás los dos.

A todo esto, una hipótesis derivada: aquello que le pasó a los indígenas y lo que nos pasa a nosotros frente al tsunami tecnológico tiene mucho en común. Lo que cambia es el objeto: antes el caballo y las armas de fuego, hoy las IA y sus diversas aplicaciones. Pero la vivencia, en última instancia, es la misma. Es la vivencia de lo sublime y lo siniestro.

"Caminante sobre mar de nubes" de Caspar David Friedrich (1818).

Muchos han dicho que nombrar lo desconocido, hablar de ello, es una forma de enfrentar el miedo. Lo dijo el viejo Sigmund, al enfatizar la importancia de traer lo reprimido a la conciencia.

De todos modos, aquel día quedó la duda. ¿Realmente quién nombra se libera? ¿Es por la palabra que se emancipa uno, aunque sea un poco, del pavor?

Lo cierto es que después de toda la cháchara no pudimos sacarnos de arriba el cansancio de oscilar entre los extremos. Pero hay una cosa. Un destino es casi seguro: como los indígenas, que acabaron por acostumbrarse a las figuras centaurescas de los invasores, y por adoptar su tecnología, así nosotros probablemente nos acostumbraremos a ChatGPT y sus secuaces, al panóptico digital, a Ameca, y los incluiremos en nuestra vida sin fricciones.

Lo asombroso se volverá familiar. Se banalizará, y pasará a ser algo que no provocará ningún tipo de admiración ni curiosidad.

Entonces nos miramos y nos dimos cuenta de que todo esto, a pesar del agotamiento, era estimulante. Generalmente, en la cotidiana la experiencia estética del mundo suele ser bastante plana. Son raras las ocasiones en que algo irrumpe y nos sacude. Lo sublime y lo siniestro son acontecimientos extraordinarios que, ciertamente, nos sacuden. Siendo así, concluimos que de algún modo (un modo un tanto bizarro) somos afortunadas por vivir en un momento de la historia donde esta clase de acontecimientos se presenta tan a menudo.

Cansadas, nos fuimos a dormir. Esta vez, conciliar el sueño fue más fácil.

*Daniela es licenciada y profesora de Historia. Centrada en los campos de la Historia del Arte y de la Cultura, y amante de la escritura, actualmente trabaja en el área educativa y en producción cultural.

**Natalia es Doctora en Filosofía. Su foco actual es la sociedad contemporánea -principalmente en su veta tecnológica - y la divulgación científica. Es, a su vez, docente de antropología filosófica en la UCU.