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Contenido creado por Agustina Lombardi
Historias
Columna picante #3

Desambiguame el amor: apuntes sobre una construcción histórica cimentada sobre el interés

¿No será revolucionario no festejar una mierda, no enamorarse, declararse libres? Preguntas acerca del amor en el día de los enamorados.

14.02.2023 15:05

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2023-02-14T15:05:00-03:00
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Por Diego Paseyro
dpaseyro

Una vez le preguntaron al investigador Carl Sagan si creía en Dios. Su respuesta fue la siguiente:

“¿A qué te refieres con esa palabra? La palabra Dios abarca una enorme variedad de diferentes ideas. Desde un hombre de piel clara con una barba larga y blanca, sentado en un trono en el cielo, del que no hay pruebas, hasta el tipo de Dios del que hablaban Einstein o Spinoza que está muy cerca de la suma total de las leyes del universo. Ahora bien, sería una locura negar que hay leyes en el universo. Y si eso es a lo que quieres llamar Dios, entonces por supuesto que Dios existe. Y hay todo tipo de matices. Existe por ejemplo el dios deísta, un dios que crea el universo y luego se retira. Entonces, cuando me preguntas, ¿crees en Dios? Si te digo sí o si te digo no, no has aprendido nada. ¿Por qué utilizar una palabra tan ambigua que significa tantas cosas diferentes? Te da libertad para parecer que estás de acuerdo con alguien con quien no lo estás. Tapa las diferencias. Sirve para la lubricación social, pero no es una ayuda para la verdad”.¹

La misma respuesta que dio Carl Sagan en relación con Dios la podríamos usar para tantos otros conceptos que piden a gritos su desambigüe, cuando tan a la ligera los empleamos y estamos convencidos de que discrepamos o acordamos con otros. Pero en este caso, y teniendo en cuenta la fecha que hoy nos convoca, la utilizaremos para hablar del amor: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor?²

¿El amor es un fenómeno natural al ser humano o es producto de la cultura? ¿Siempre experimentamos el mismo tipo de amor a lo largo de nuestra vida? ¿El ser humano siempre le llamó amor a lo mismo? ¿Se ha ido transformado conforme se han ido transformado el ser humano y su entorno? ¿Hay distintos tipos de amor? ¿De qué modo se vincula con la procreación? ¿Está ligado a los sistemas políticos que nos tocan? ¿Es un sentimiento indiferente al tipo de sociedad —teocrática, monárquica, república o una sociedad nativa no occidentalizada?

Por obvias razones no podremos adentrarnos en todas estas cuestiones, aunque no me parece ocioso que queden planteadas. Lo cierto es que nos toca vivir en el primer cuarto del siglo XXI y, por ejemplo, la procreación hoy en día se puede desligar totalmente del amor. No es necesario el amor romántico para procrear. Fecundación in vitro (fuera del cuerpo), los vientres de alquiler, la posibilidad de adoptar o, incluso, tener un hijo por los “métodos tradicionales”; a la pareja ya no se le exige una unión formal. De hecho, no es necesario una pareja y mucho menos la constitución de una familia, o que medie el Estado o la Iglesia para avalar un contrato matrimonial. No nos causaría mucha sorpresa que dicha pareja no conviviera y, mucho menos, que no estuviera casada. Entre tanta sublevación de los arreglos y mandatos, ¿dónde queda el amor?

Anteriormente dije que el amor hoy en día está desligado de la procreación. La pregunta es, ¿cuándo no lo estuvo? Si miramos la ancha historia de la humanidad, notaremos que los matrimonios arreglados fueron —¿y son?— moneda corriente. La procreación, entonces, tuvo y tal vez tenga más que ver con el linaje, la sangre y la herencia que con el resultado de un acto amatorio genuino, sea lo que sea tal cosa. Especialmente me estoy refiriendo a la nobleza y las clases altas, donde, a lo largo del tiempo, no era indiferente con quién se casaba el hijo o la hija, puesto que la prosperidad de toda una generación dependía de ello. He aquí una pregunta nada menor: ¿cuántos casamientos se han efectuado a lo largo de la historia producto de un sentimiento recíproco de amor? Una estadística que es difícil de medir, claramente.

¿Sería muy reduccionista afirmar, según este corte transversal que acabamos de realizar, que el amor más genuino se da en las clases medias y bajas donde no hay otros intereses extramatrimoniales? Tal vez sí. La pregunta sería, ¿por qué se casan (o se juntan) los pobres? Tal vez no haya una dote involucrada, evidentemente, pero de nuevo, lo económico no es indiferente. Es muy común ver en las clases bajas cómo jóvenes y adolescentes se juntan o se casan a edades muy tempranas para simplemente escapar del gueto familiar. Irse a vivir solo es un lujo y para la mayoría de las personas esta empresa solo es posible si se emprende de a dos, sin mencionar el hecho de la procreación como garante de sentido en un mundo que no lo ofrece. Si mi suerte está fregada, ¿no me otorga trascendencia y propósito la descendencia? En cualquier caso, ¿fue el amor el combustible de este cambio o una necesidad de otra especie?

Tú eres joven y deseas para ti hijos y matrimonio. Pero yo te pregunto: ¿eres un hombre al que le sea lícito desear para sí un hijo? ¿Eres tú el victorioso, el domeñador de ti mismo, el soberano de los sentidos, el señor de tus virtudes? Así te pregunto. ¿O hablan en tu deseo el animal y la necesidad? ¿O la soledad? ¿O la insatisfacción contigo mismo?, diría Nietzsche.³ 

Friederich Nietzsche

Friederich Nietzsche

Pero pensemos en una pareja hipotética que no goza de herencias ni linajes y que, si lo quisiera, podría vivir cada uno por su lado. ¿Por qué eligen irse a vivir juntos, casarse, tener hijos? ¿De qué modo el sentimiento del amor por el otro —en el caso de que exista, perdure y no se extinga— incluye toda una serie de planes que tienen más que ver con el cálculo, la razón y el ámbito empresarial? Porque tener una familia es una decisión muy consciente, que implica mucho trabajo y, sin dudas, en términos económicos, no es redituable. Cuando hablábamos de los casamientos arreglados, quedaba totalmente explicitado el motivo, y refería a un interés fundamentalmente patrimonial. Pero, hoy en día, ¿por qué nos seguimos juntando habiendo otras posibilidades? Más aún, ¿por qué nos seguimos casando? Si pensamos en alguien que practica la fe o alguna religión, es posible que la tradición y todo el simbolismo que acarrea el sacramento indiquen la necesidad de pasar por una iglesia o templo, cualquiera sea. Pero la necesidad de buscar al Estado como mediador de un contrato que estadísticamente tiene fecha de caducidad parece ser un absurdo.

¿Será que, al igual que le pasaba a Carl Sagan con Dios, nos pasa a nosotros con “el amor”? Sin poder desambiguarlo de todas sus connotaciones, tensiones y contornos, quedamos presos de mandatos, tradiciones, usos y costumbres que nos siguen indicando que el recto camino, lo esperable, lo que consagra una vida plena y feliz es, a fin de cuentas, buscar una pareja, juntarse o casarse y, tarde o temprano, tener uno o más hijos.

Volvamos al pasado, fuente inagotable de enseñanza. Procrear en un mundo donde la demografía no estaba garantizada y una inocente fiebre podía llevarnos de a miles tenía total sentido. La urgencia de poblar tierras recién conquistadas, tal vez, más sentido aún. Pero procrear en un mundo sobrepoblado y ecológicamente al borde del abismo parece ir en contra de todos los cálculos que en su momento nos llevaban a concebir perpetuar la especie. Hoy en día, parecería que si ese es nuestro objetivo, la redistribución de bienes y de personas parecería ser más racional. Pero claro, el corazón tiene razones que ni la propia razón puede entender, afirmaba Blaise Pascal. Entonces, cuando hay amor no hay cálculo, se dice, y todo lo que yo acabo de decir obedece a la más fría y desenamorada especulación. Y a renglón seguido me pregunto, dos personas que se dicen enamoradas o que participan del fenómeno del amor, ¿no abandonan ese impulso, que no sabe de razones, desde el momento que buscan una fecha para formalizar su vínculo, deciden quiénes serán los invitados a su fiesta, eligen una casa dónde vivir y planifican a qué edades tener su primer o segundo hijo? De todo el fenómeno del amor, tal vez la mínima parte esté reservada para el impulso más primario e incomprensible, y más temprano que tarde se lo abandona y se convierte el sentimiento que no sabe de arreglos, fines y fechas, en una empresa hecha a base de cálculo y especulación. Y es allí que fracasa el amor. En verdad, no es el amor lo que fracasa, porque, tal vez, se reduzca a un incremento en las palpitaciones y segregación de dopamina; fracasa la empresa que depende de que ese torrente sanguíneo no se detenga.  

Si volvemos a echar mano a la historia y pensamos en los tiempos monolíticos de matrimonios arreglados, que casi podríamos decir que fueron todos los tiempos, el amor se presentaba como una sublevación del orden establecido. En una pareja concebida con fines meramente especulativos desde lo económico, había siempre, al menos, un involucrado que no amaba, que debía fingir amar pero cuyo sentimiento estaba en otro lado o tal vez en ninguno. Pero lo cierto era que, tarde o temprano, el deseo, caprichoso, que no sabe de arreglos ni de herencias, apuntaba a lo más inconveniente: a ese muchacho o muchacha que no necesariamente venía con una dote bajo el brazo. En esta sociedad estanca, donde los movimientos sociales eran inadmisibles y donde se castigaba duramente el adulterio, como lo muestra de manera hermosa la película de Kenji Mizoguchi Los amantes crucificados, el amor se presentaba como revolucionario. Era la forma de transgredir un orden establecido, de ir contra el poder y contra los intereses de clase. Hoy el amor puede seguir teniendo ese carácter, aunque en menor medida, porque la figura del adulterio ya no existe más, y es más admisible casarse con quien uno quiera. Aunque, si vamos a los hechos, los pobres se siguen casando con los pobres y los ricos con los ricos.

Y aunque para nosotros la revolución francesa ya tuvo lugar, con todos los cambios que supuso semejante acontecimiento en el mundo occidental, cabe recordar que en religiones ortodoxas como por ejemplos los Jaredíes —judíos ultraortodoxos— el matrimonio tiene lugar dentro del gueto de la comunidad y los novios no se conocen hasta el día mismo de la boda, donde sus respectivos padres los presentan, para que, luego de terminada la ceremonia, se dirijan a tener su primer encuentro carnal, que, como lo muestra la serie Poco ortodoxa, computa, lisa y llanamente, como violación.

Pues bien, ¿qué de todo este lío se celebra cada 14 de febrero? ¿Se celebra la dote, la herencia, la sangre, la paternidad, la emancipación del seno materno, la empresa o el sentimiento que supimos sentir o que, efectivamente, sentimos por otro? ¿Cuál es el rol del amor en un mundo capitalista e hiperdigitalizado donde lo que se busca es el placer sin mediadores? ¿Festejamos que exista Tinder? ¿Festejamos no estar solos cuando ese es nuestro inefable destino aún si nos rodeamos de a cientos? ¿Festejamos creer que nuestra vida tiene un sentido o un propósito simplemente porque decidí compartir mi desdicha con alguien que no elegí yo sino el algoritmo de Google? ¿Festejamos poder tener sexo regularmente sin pagar por él?

Otro detalle cultural que no reparé en desambiguar y que nada tiene que ver con el amor: la monogamia. ¿Por qué asumimos que el amor viene de a pares cuando es harto sabido que el deseo no sabe de tiempo, de edades, de plazos ni pausas y que podemos enamorarnos de las mil y una noches si llegara el caso? ¿Es que, acaso, festejamos la monogamia? Me permito aquí citar al escritor argentino Enrique Symns, en una entrevista que la semana pasada rescató del olvido radial el columnista de LatidoBeat Rodrigo Bacigalupe: “La sexualidad es la orgía. Nada que no sea orgiástico es sexo, menos el amor (inventado en el año 1240). Cada vez castraron aún más lo que era el paganismo sexual, que siempre es multitudinario. Si cuando te pajeás, recordás a dos personas, cuando dos personas cogen, recuerdan cuando eran veinte. Por eso está lleno de fantasmas el erotismo. Una de las cosas que produce éxtasis es esa sexualidad compulsiva, sorprendente. No en plan “vamos a tomar un café”. Esa es la diferencia entre pulsión y deseo. El deseo es una mariconería: decir(le) “vamos a tomar un café”, en lugar de la pulsión, que es agarrar(le) una teta”. 

Así como con Los amantes crucificados,4 el amor supo ser una sublevación del orden establecido, una revolución de clase, una revuelta ideológica, hoy en día, en este mundo de bastones digitales y de supositorios hechos apps, ¿no será revolucionario no festejar una mierda, no enamorarse, declararse libres, desacoplados de los arcaicos mandatos y, teniendo la tranquilidad de que la especie no está en peligro, hacer usufructo de nuestra vida sin una extensión andrógina que nos permita sacarnos selfies como se supone que debemos sacarnos? En definitiva, ¿hay algo más revolucionario que no amar en un mundo donde el amor es solo una de las tantas caras del capitalismo cyborg en reinvención perpetua —que por cada vez que lo decapitan le surge una serpiente bicéfala— para autoexplotarnos?

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¹ Carl Sagan hablando de Dios: https://www.youtube.com/shorts/RVWjSvlD00Y  

² Carver, Raymond. (1981). De qué hablamos cuando hablamos de amor. 

³ Nietzsche, Friedrich. (1885). Así habló Zaratustra.

4 Película del director japonés, Kenji Mizoguchi, en la cual se narra la historia de una joven mujer que está casada con el propietario de un pequeño taller. Un hombre honorable de buena posición económica, pero al que no ama ni desea. Y he aquí que se enamora de un joven que comienza a trabajar como empleado en el taller. Mizoguchi venera en sus películas la desdicha y la tolerancia de las mujeres de la época clásica, en la cual el adulterio era castigado con la muerte. Sobre ambos amantes se cierne el peligro de morir crucificados. (Extraído de la obra de Zizek y Badiou, Filosofía y actualidad).   

Por Diego Paseyro
dpaseyro


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