Por Juampa Barbero | @juampabarbero
Dogma 95 no fue solo un manifiesto; fue una declaración de guerra contra la artificialidad que asfixiaba al cine contemporáneo. Concebido por Lars von Trier y Thomas Vinterberg, este movimiento con base en Dinamarca invitó a cineastas y espectadores a mirar más allá del espectáculo y reencontrarse con la pureza. En una industria obsesionada con el perfeccionismo técnico y las narrativas predecibles, Dogma 95 fue un acto de rebeldía, un regreso al cine como vehículo de emociones crudas y humanas, despojadas de toda fachada.
Se promulgó como cualquier vanguardia. El "Voto de Castidad" de Dogma 95 impuso diez mandamientos que redefinieron los límites, obligando a los creadores a desprenderse de las herramientas tradicionales de producción. Filmaciones en locaciones reales, sonido directo, ausencia de iluminación artificial y música no diegética fueron algunas de las estrictas reglas que buscaban priorizar la autenticidad sobre cualquier artificio.
El Dogma 95 nunca quiso complacer. Su esencia, desnuda y sin concesiones, parecía diseñada para incomodar tanto al público como a la industria que buscaba domar el arte cinematográfico. Fue un grito de rechazo, un “no” rotundo a las cámaras pulidas, a los presupuestos inflados y a las historias diseñadas para halagar. Lo que ofrecía el Dogma era brutal, muchas veces molesto de mirar, pero también imposible de ignorar. Era un cine que no pedía permiso, que existía para cuestionar todo, incluso a sí mismo.
El rechazo, sin embargo, no era solo hacia el cine comercial; también apuntaba al propio concepto de “cine de autor”. El Dogma despojó a los directores de su halo de genialidad, colocándolos al mismo nivel que el resto del equipo, como si dijera: “Tu ego no importa acá”. Al imponer reglas que limitaban la creatividad tradicional —como prohibir música no diegética o el uso de sets artificiales—, el movimiento se convirtió en una paradoja: un acto radical que obligaba a sus creadores a aceptar una disciplina extrema, y ni siquiera podían aparecer en los títulos.
Pero, quizá, el rechazo más profundo del Dogma 95 fue hacia la idea de que el cine debía ser cómodo, tanto para quienes lo hacen como para quienes lo ven. En lugar de entretenimiento, ofreció un espejo sin pulir, reflejando las experiencias más retorcidas de la vida. No había lugar para concesiones ni distracciones técnicas; lo único que quedaba era la verdad, en su forma más descarnada. Y esa verdad, lejos de buscar la aprobación, parecía deleitarse en su capacidad de generar rechazo.
Festen (1998), Thomas Vinterberg
Las películas del Dogma 95 exploraban una amplia variedad de temas, aunque una de sus reglas fundamentales prohibía abordar géneros específicos. Sin embargo, en la práctica, muchas obras rompieron con los propios preceptos del manifiesto, reflejando un espíritu profundamente rebelde: las reglas estaban hechas para romperlas, incluso las suyas. Un caso notable es el de El Proyecto Blair Witch (1999), una película que cumplía con los requerimientos técnicos del Dogma, pero fue rechazada por pertenecer al género de terror, según los criterios de los representantes del movimiento.
Esta decisión expuso una de las mayores contradicciones de la filosofía del Dogma: mientras su intención inicial era democratizar el cine y mostrar una alternativa al sistema tradicional, la creación de certificados de autenticidad para validar qué obras pertenecían al movimiento terminó institucionalizándolo. Porque cualquier película de bajo presupuesto podría ser etiquetada como Dogma, algo que, evidentemente, no les hacía gracia. Por eso, cada película certificada bajo el movimiento viene acompañada de un número y un diploma que lo respalda.
El primer film oficial del movimiento, Festen (1998), de Vinterberg, demostró el poder de estas ideas. Rodada con cámaras portátiles y marcada por actuaciones de lujo, la película desenmascaró las hipocresías de una familia burguesa en un contexto de celebración. Este contraste entre lo festivo y lo sombrío reveló cómo Dogma 95 buscaba explorar los rincones más engorrosos.
Otro ejemplo paradigmático es Idioterne (1998), de Lars von Trier, una obra que empujó el concepto de representación hasta un terreno profundamente espinoso. La historia, que sigue a un grupo de personas fingiendo discapacidades mentales como una forma de confrontación social, somete a los actores y a los espectadores a una experiencia cercana a la exposición total. La cámara inquieta y la ausencia de artificios estéticos intensifican la sensación de voyerismo, transformando cada escena en un territorio áspero donde no hay refugio emocional posible.
El cine danés encontró en el Dogma 95 un lienzo para trazar historias de profunda humanidad, aunque muchas de ellas quedaron injustamente opacadas. Mifune (1999), de Søren Kragh-Jacobsen, es un ejemplo de esa sencillez engañosa que roza lo sublime: una comedia dramática que, bajo su aparente modestia, desnuda con sensibilidad las relaciones humanas y la fragilidad de la normalidad. Otra joya subestimada es Un hombre de verdad (2001), de Åke Sandgren, un extraño espécimen dentro del Dogma 95, una película que coquetea con lo sobrenatural sin abandonar la crudeza, tan turbia e ingenua, que define al movimiento.
Un hombre de verdad (2001), Åke Sandgren
La experimentación también fue clave en esta etapa. The King is Alive (2001), dirigida por Kristian Levring, toma como punto de partida la obra de Shakespeare para construir un relato claustrofóbico y abrasador en el corazón de un desierto. En un entorno hostil donde el calor y la desolación parecen unos personajes más, el filme disecciona la degradación del espíritu humano con un rigor que solo las reglas del Dogma podían potenciar.
No todo en el Dogma era desolación: también había espacio para lo cotidiano, lo cómico y lo entrañable. Italiano para principiantes (2000), de Lone Scherfig, rebosa de un optimismo cálido y esperanzador que lo aleja del dramatismo sombrío asociado al movimiento. En contraste, Arven (2002), de Per Fly, regresa al territorio del drama familiar con una intensidad que combina lo íntimo y lo trágico. Estas películas demostraron que las reglas del Dogma podían abrazar tanto la celebración de la vida como su disonancia más desgarradora.
Si bien el Dogma 95 nació en Dinamarca, su eco resonó en Estados Unidos, donde cineastas intrépidos decidieron empaparse de sus reglas. Obras como Amerikana (2001), de James Merendino, y The Bread Basket (2002), de Matthew Biancniello, son ejemplos de un cine visceral que abraza lo impredecible y lo imperfecto como estética. En Julien Donkey-Boy (1999), Harmony Korine llevó el Dogma a territorios alucinados con una historia, protagonizada por Ewen Bremmer y Chloë Sevigny, en la que lo absurdo y lo doloroso se abrazan. Con Werner Herzog como un padre tan tiránico como trágico, la película construye un universo donde la cámara, errática e hipnótica, parece habitar la mente rota de sus personajes. Más que respetar las reglas del Dogma, Korine las volvió suyas, tallando un cine que es a la vez artefacto y cicatriz.
También se extendió por Francia con Lovers (1999), Noruega con Cabin Fever (2000), y España, donde Juan Pinzás transformó la austeridad técnica en un bisturí narrativo, explorando con una intensidad devastadora temas como el desamor, la soledad y la memoria, siendo el único director con una trilogía Dogma: Era Outra Vez (2000), Días de boda (2002) y El desenlace (2005).
Incluso en Argentina, Fuckland (2000), de José Luis Márques, llevó las reglas del Dogma al borde del abismo. Filmada con cámara oculta en las Islas Malvinas y sin permisos oficiales, una película clandestina que fusiona ficción y realidad para narrar un romance tan improvisado como el propio rodaje. Cada toma parece estar al borde del colapso, pero es precisamente en ese riesgo donde el filme encuentra su intensidad política y su rareza poética. Es Dogma en su estado más indómito: impredecible, feroz, inolvidable.
Al final, el Dogma dejó algo más que un puñado de películas marcadas por su diploma; dejó una herida en la forma en que entendemos el cine. Sus reglas, tan rígidas como subversivas, murieron rápido, pero no sin antes plantar la semilla de la incomodidad en una industria acostumbrada a la complacencia. Porque el Dogma 95 no buscó convencer ni cambiar nada. Fue, simplemente, un recordatorio feroz de que el cine no tiene por qué ser un lugar seguro.