Por Valentina Temesio
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De chico fue “un dolor de cabeza” para sus padres. No hubo una escuela o liceo que no llamara a su casa con alguna queja. Dice que no encajaba, que por ser pelirrojo y tener pecas era “el bicho raro”. Dice que era curioso, que siempre andaba en bicicleta, que se movía. Eso dice Eduardo Bolioli.
Así se recuerda en Entrevero, una de las obras que presentó en 2016 en el World Trade Center de Montevideo en el marco de la exposición "Cuatro décadas sobre ruedas". En ese entonces, hacía 40 años de que, para Bolioli, el skate era parte de su vida. Y aquella exposición fue la materialización artística de su memoria.
Nacido en Montevideo en 1961, once años más tarde, en Barcelona, vería una tabla de skate por primera vez.
En esa década, vivía junto a su familia en Ginebra, Suiza. Sus padres intercambiaban casas con personas de otros países del Viejo Continente: estuvieron en Inglaterra, en España, en Alemania. Cada vez que conocían un lugar nuevo, su padre le decía a él y a sus dos hermanos que se compren algo para llevarse de recuerdo. Cuando visitaron la ciudad catalana, Eduardo no quería llevarse un objeto típico, no quería un torero de juguete. Es que cuando vio una carrera de toros quería que gane el animal y no el hombre. Por eso, en ese viaje, eligió otro recuerdo en una juguetería.
Allí vio un objeto que le interesó: una tabla de skate. El artista dice que se parecía a una tabla de surf, aunque no conocía el deporte, solo tenía el recuerdo de algún dibujito de Tribilín. Sin embargo, eligió eso que no conocía como su recuerdo de la capital catalana y se lo llevó a Suiza.
En Ginebra, los Bolioli vivían enfrente a la escuela donde los tres hijos cursaban y en el edificio había una bajadita. Eduardo llevó su juguete nuevo, ese que no sabía lo que era, ni cómo funcionaba. Se tiró sentado, hasta que unos amigos holandeses le explicaron que tenía que ir parado. Ahí, en esa bajadita, en la escuela de Suiza, fue la primera vez que anduvo en skate. “Era un tema de velocidad, lo querés hacer de nuevo. Como niño, todo lo que te causa placer o te asusta, está bueno”, recuerda.
El pionero del skate en Uruguay dice conocer la adrenalina desde muy chico. Cuando se subía a una hamaca, quería volar más alto. Saltaba alguna montaña de tierra. Y, en esa bajada, en Suiza, andaba sobre una tabla con cuatro ruedas.
En el ´73, la familia Bolioli volvió a Uruguay. La madre y el padre hicieron el viaje en crucero. Eduardo y uno de sus hermanos, en avión, porque querían ver los fuegos artificiales de Navidad y el viaje era más corto.
Para ese entonces, en el país “de skate no había nada”. Pero comenzaban a surgir los primeros surfistas, recuerda el artista.
En la memoria de Eduardo Bolioli, él fue la primera persona en tener un skate en el país.
La primera vez que dice que se cruzó con otro skater en Uruguay fue cuando tenía 16 años, en 1976. Él y su familia vivían en la intersección de la calle Bolonia y la que hoy se conoce como la Avenida Juan Alberdi, en Carrasco. El primer joven que vio sobre una tabla con cuatro ruedas bajaba por la calle Horacio Quiroga, también en Carrasco.
Al igual que en California, en Uruguay las tablas de skate se usaban los días que no había olas para surfear. Algunos se tiraban por la bajada de la Plaza Gomensoro en Pocitos, cuenta. Sin embargo, el skate no era como hoy se conoce: las tablas apenas podían doblarse, era un desvío del río o el mar.
Asimismo, la forma de practicar el deporte era diferente. “Estábamos solos, no había internet, no llegaban las revistas”, rememora. Al principio, era a ensayo y error. La intuición era el motor que vislumbraba nuevos trucos. El acceso a revistas como la Skateboarder, una de origen estadounidense que recopila las novedades del deporte, era casi nulo, porque era “carísima”. En tanto, el deporte avanzaba del boca a boca, de lo que venía de afuera, de la ingenuidad del que viniera. Tan así que Bolioli, a sus 16 años, creía ser el inventor del truco 360.
La poca cantidad de skaters que había en el país resultaron ser los suficientes como para crear los primeros eventos de skateboarding en Montevideo. Se hacían en Buceo y consistían en “pruebas”. Las coberturas de las competencias las hacía el diario El Día, en la sección “El día junto al skate”. Eduardo, el “primer” uruguayo en tener una tabla de skate, fue también el “primero” en ganar una de estas competencias.
Las pruebas eran los sábados y domingos, cortaban la calle y ponían rampas. El público era grande, unas 300 personas se juntaban a ver a los “bichos raros”. Los eventos concentraban a diferentes edades, estaban los más grandes que iban con la Spica en la oreja escuchando a relatores de fútbol porque era día de partido.
En esas pruebas, en Buceo, comenzaron a juntarse los skaters de los diferentes barrios de Montevideo, los que andaban en todos lados, los que iban pateando el asfalto y andando con su tabla.
Cuando Bolioli empezaba a distinguirse en el deporte y el skateboarding estaba en su apogeo, lo invitaron a formar parte de un equipo que recorría el interior, el Rollie Board. Después de años iba a cambiar su tabla por una de madera “super pro”. Pero no sucedió. A su padre, un pastor metodista que trabajaba con derechos humanos, lo “llamaron para decirle que se tenía que ir del país porque sino lo podían desaparecer los militares”. Entonces, “negociaron un mes”, agarraron sus cosas y, como muchas otras personas en ese período oscuro, se exiliaron.
De ese día, el que se fue de Uruguay, recuerda que él y su familia fueron al aeropuerto, que el diario El Día hizo una “pequeña nota” que hablaba sobre los hermanos Bolioli, que los exiliados iban a mandar cartas contando qué pasaba con el skate allá. Se acuerda también en la foto que acompañaba el texto estaban sus dos hermanos: Sergio, al que le gustaba al fútbol y ahora vive en Hawaii, y Álvaro, el más chico, que se “despegó” en el skate.
La vida de la familia arrancó de nuevo, pero en Estados Unidos.
Eduardo pensaba que en el hemisferio norte “iba a estar en el paraíso del skate”. Pero no fue así. En agosto de 1979, cuando llegó, “ya estaban cerrando los parques por demandas judiciales”. Los ritmos del Studio 54, el histórico boliche de música disco que funcionó en la calle Broadway de Nueva York desde el ´77 al ´80, marcaba la cultura de aquella ciudad. “Andaban en rollers de colores, con pelucas, bailando en el Central Park”, recuerda.
“Nueva York estaba a años luz de California”, cuenta el skater. En esa época, a principios de los ´80, buscaba “cualquier pared que se asemejara a una rampa u ola” junto a su hermano. A eso le llama street skating, esa práctica que en sus inicios no causaba mayores problemas “más allá del ocasional raspón contra el asfalto”, pero al tiempo “los guardias de edificios y la policía comenzaron a prohibirlo”, así lo describe el uruguayo en Clandestino. De ahí, de ese momento, surge la icónica frase “Skateboarding is not a crime”, ese slogan que se sigue replicando hasta la actualidad.
En Estados Unidos, Eduardo conoció más a fondo dos nuevas pasiones que, de alguna manera, marcaron su destino: el arte y el surf. Ya había surfeado en Uruguay. Una vez, intercambió con unos jóvenes sus trucos de skate por los del deporte del mar, lo que considera “el mejor regalo de su vida”. También, en esa misma época, con la guía del caricaturista que trabajó en Marcha y El Día (entre otros tantos), Pancho Graells, encontró su otra vocación. Él lo ayudó a encontrar una universidad y Bolioli eligió la School of Visual Arts de Nueva York.
Cuando empezó la facultad compró una tabla de surf compartida con su hermano. Empezaron a llevarla a las playas de Nueva Jersey, sin leash (un accesorio que hoy es casi infaltable). En cambio, usaban una cuerda que cada vez que se caían les ahorcaba el tobillo. Así arrancó.
Por esos años, los más chicos de la familia Bolioli recibían la revista Skateboarder. Su madre los suscribió y les llegaba cada mes. Hasta que cerró. Después, cambiaron a otra que se llama Action Now y ahí fue cuando el artista comenzó a ver más material de surf. Esa revista también cerró. En tanto, conoció la Surfer Now. Esa que tenía un artículo que incluía una expedición de tres surfistas que pasaron por Uruguay fue el detonante para que Bolioli quisiera volver al país donde nació. “Cuando vi las olas que habían dije, `me tengo que ir para ahí´”, dice.
Así fue como empezó otra odisea a sus 22 años. Trabajó en supermercados y como jardinero, se carteaba con una novia que tenía en Uruguay y lo esperaba. Tiempo después había ahorrado 1.700 dólares para el pasaje y viajó directo de Nueva York a Montevideo.
Primero se quedó en casa de familiares y después se fue dos meses con su carpa a un monte de acacias en La Paloma, Rocha. Su paso por Uruguay fue de seis meses. Un tiempo que le dio para repensar su vida, para darse cuenta de que lo que estaba haciendo no era para él. Se hizo dos amigos que se iban a Hawaii, pero aún no se sentía preparado para ese viaje. Entonces, esperó y pensó. Volvió a Estados Unidos y le dijo al consejero de la facultad que se iba a tomar otro semestre sabático para volver a surfear a Uruguay.
Un profesor de la universidad intentó convencerlo de que terminara la carrera. El caricaturista Harvey Kurtzman, es el hombre que creó la MAD Magazine, la Squire y también estaba a cargo de un cómic llamado Anita, la huerfanita, en la revista Playboy. Para que Bolioli no desistiera de la carrera que le daría el título de artista, le ofreció trabajo en esta última para cuando culmine sus estudios. Primero, le ofreció 12.000 dólares al año, después 24.000. La última agregaba, además, una semana en la Mansión Playboy. Pero le dijo que no.
No quería estar dos años más en la ciudad, ahora sí quería irse a Hawaii. Entonces, dejó de lado la plata y el sustento y se fue a la isla, a seguir su instinto, que le decía que tenía que irse a pintar tablas de surf. También a seguir a aquellos dos amigos que había encontrado en La Paloma.
Cuando llegó a Hawaii, ya sabía que quería pintar tablas. “Era un tema de ego, la única forma de que yo pudiera ser famoso dentro del surfing era haciendo algo relacionado al arte”. Porque empezó “re tarde”. Si bien el skate lo ayudó, era “imposible que pudiera ser conocido” por el deporte del mar.
Al principio, en el mundo del arte, le “cerraron las puertas en todos lados”. No conseguía tablas para pintar, nadie quería que las pinte. Así fue durante dos años y medio hasta que, un día, mientras trabajaba en una discoteca, su suerte cambió. Le tocó hacer una fiesta para surfistas profesionales. Uno de los presentes era Mark Foo que, además, quería una caricatura hecha por él. El legendario surfista le pidió que se la regale, pero, una vez más, Bolioli hizo un trueque: le dijo que se la regalaba si le presentaba al dueño de Blue Hawaii, la “mejor marca” de tablas.
Foo aceptó. Fueron a la sala VIP de la discoteca, se presentaron, y el uruguayo le entregó una tarjeta con sus datos. Mark le dijo que pintaba “fabuloso” y, como quien no quiere la cosa, a la semana y media estaba pintando tablas. Y ahí empezó, otra vez.
Bolioli pintó las tablas de los campeones mundiales de surf Shaun Tomson, Sunny García y Martin Potter. Fue director de arte de Blue Hawaii Surf y Local Motion. Diseñó para Quiksilver y Billabong. Además, hizo pósters de conciertos para Miles Davis, UB40, Aerosmith y Seinfeld. E inventó una técnica de pintura, la de pintar tablas con los marcadores Posca.
En 1991, la Absolut Vodka lo eligió como artista y creó la identidad de la marca en Hawaii. También lo hizo en Uruguay. Exhibió sus obras en galerías de arte de San Francisco, de Nueva York, de Los Ángeles, de Maldonado, en Montevideo. Volvió a vivir a su país natal, volvió a irse a Hawaii, perdió trabajos, consiguió otros, siguió su camino, ganó premios.
Hoy, en 2022, anda en skate de vez en cuando porque “los huesos a esta edad duelen”, dice. Surfear, sí, sigue haciéndolo. No todos los días, pero cuando hay olas cerca de su casa, sí. Lo balancea con su trabajo. Le está “yendo muy bien con el arte”. Logró sus metas y vive 100 % de la pintura. Las tablas que pinta se consideran obras de arte y pueden llegar a valer hasta 7.000 dólares.
Esta es apenas una parte de la historia de Eduardo Bolioli, ese artista uruguayo que vive en otro hemisferio, pero de acá aprendió que hay que “buscar formas diferentes para hacer algo” y también, siempre, volver a empezar.
Por Valentina Temesio
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