Por Diego Paseyro
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“¿Qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Si uno fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania; existe un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos”. Juan Carlos Onetti, El pozo.
El uruguayismo, o la uruguayez, como se prefiera nombrarlo, da igual. Tibio veneno que se nos inocula desde una temprana edad y nos deja a los recipiendarios, esto es, a los uruguayos, en un estado comatoso, propensos a hacer largas filas sin quejarse, y con una tendencia sospechosa a confiar en la clase política. Somos gauchos en el peor de los sentidos. Nos vestimos de gris, tomamos mate en lugar de desayuno y nuestro plato principal es milanesas con papas fritas. Creemos que llevar sillas a la rambla es un buen plan para mitigar el tanático impulso dominical, y nuestro vocabulario se limita a veinte o treinta palabras. Padecemos sobrepeso, depresión y deudas. Miramos de soslayo al que no anda con camisa y pantalón, y hace veinte años que no componemos una canción. Somos una construcción tan arbitraria como burocrática. Nuestro prócer fue traicionado y nos arrogamos éxitos que el mundo ignora; a nadie le importa que paremos en las cebras. Endiosamos la seguridad y despreciamos la aventura. Nuestra memoria es selectiva y nuestro olvido, simétrico.
Sin embargo, tenemos nuestra trinchera, nuestro refugio. Nuestra religión más atea: el fútbol. O como les gusta decir a los mexicanos, el futból. Me pregunto hasta dónde la idoneidad o no en esta materia no responde a cómo se acentúa dicha palabra. Pero ese es otro tema. Reconozco la épica pero detesto su exceso. Su obsesivo recuerdo y recuento como si con eso bastase. Como si fuese un crédito que pagará todas las deudas que hemos contraído con nuestro honor. Estamos en números rojos desde hace décadas. Pobreza, impunidad, corrupción. Burocracia, desidia, analfabetismo. Décadas sin ganarle a Argentina o a Brasil.
Pero sucedió. Nadie lo hubiera imaginado. Todos firmábamos un empate. Sin embargo, Matías Viña, oriundo de Empalme Olmos, le pone una impensada presión a Nahuel Molina. El noventa por ciento de esas presiones terminan en ful. El defensa cubre la pelota, se deja caer, y el árbitro pita. Sin embargo, la persecución de Viña fue tan fría como tenaz. No dio nunca la pelota por perdida porque no quería simplemente interrumpir la salida argentina, quería la redonda. Y se la sacó. Premio a la perseverancia. Desborde, centro rastrero y, del otro lado, entra el otro lateral —¿acaso eso era posible?— el riverense Ronald Federico Araújo da Silva. Así como se narra, de lateral a lateral. Uno a cero Uruguay. Nadie daba crédito. Nunca le habíamos ganado a Argentina por Eliminatorias de visitante. Nunca, de hecho, habíamos estado en ventaja, al menos unos minutos. Siempre perdiendo y, las últimas veces, perdiendo feo. Siempre desperdiciando los primeros cuarenta y cinco minutos porque ese mismo veneno que nos hace comer manzanas caramelizadas en el Parque Rodó nos impone que el primer tiempo es para esperar, replegarse y ver qué propone el rival. No sea cosa que alguna vez creamos que podemos, que tenemos con qué, que podemos ser la bestia rubia; osada, conquistadora y temeraria. Y no esta imperfecta copia del espíritu charrúa guerrero originario: carroñero y haragán. Nadie lo podía creer. Ni los cirujas acodados en las barras de esos bares con olor a cien años, ni los empleados de las oficinas públicas, ni los sindicalistas. “No entiendo”, dijo uno. “¿La vida no empieza a los cuarenta y cinco?” “¿Se puede ser osado antes de los treinta?” “No”, responde otro. “En Uruguay sos joven hasta los treinta y cinco”. Pero lo cierto es que se podía patear al arco antes de los veinte. Se podía salir a ganar. Se podía no sucumbir ante la paja melancólica y conservadora que nos hace estar pendientes constantemente de los avatares del clima. Se podía, por un instante, dejar de ser uruguayos y, a la vez, serlo de una manera que tal vez hacía cien años que no lo éramos.
El discurso del loco es el aforismo 125 del texto del filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, perteneciente a la obra de 1882, La Gaya ciencia. Fragmento por demás famoso y paradigmático puesto que narra cómo un loco, justamente, anda con un farol, anunciando la muerte de Dios: “¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió al mercado gritando sin cesar: «¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!». Como precisamente estaban allí reunidos muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron enormes risotadas. ¿Es que se te ha perdido?, decía uno. ¿Se ha perdido como un niño pequeño?, decía otro. ¿O se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se habrá embarcado? ¿Habrá emigrado? -así gritaban y reían todos alborotadamente”.
Desde que la AUF decidió cesar al otrora entrenador, representante del mismo conservadurismo que nos hace veranear en Marindia y apostar en el casino de Atlántida, hacer asados los primero de mayo y extrañar el talud, y contratar al “loco”, a Marcelo Alberto Bielsa, rosarino de nacimiento, no pude no pensar en el chiflado nietzscheano. No pude no llenarme de júbilo y sentir algo raro en mí, justamente por mi condición de oriental: alegría. Me lo imaginé llegando al Complejo Celeste, con farol en mano, en pleno día, anunciando la muerte de Dios; del mito, de la fábula, de la ficción. Despertándonos del sueño dogmático como Hume despertó a Kant, y que nos tiene anestesiados desde hace setenta años, cuando un tal Alcides dijo: “Dejala ahí que está bien”. El loco vino a dejarnos huérfanos de fábulas y a darnos la fiereza de la bestia rubia, que no es contradictorio sino complementario con nuestros austeros orígenes charrúas, porque caer en las fauces de dicha falacia, es otra de nuestra predilecciones: “Público o privado”, “blanco o colorado”, “Israel o Palestina”.
Esta selección nos puso en jaque. Al día siguiente de la categórica victoria en la Bombonera muchos no sabían exactamente cómo proceder. ¿Deberíamos seguir quejándonos de la humedad? ¿Deberíamos exclamar con cierta aflicción “¡cómo pasa el tiempo!”? ¿Deberíamos responder, si alguien nos preguntaba cómo estábamos, “y, acá, tirando”? Nos sentimos tan orgullosos como extrañados, tan identificados como sorprendidos. Una paradoja metafísica nos asaltó y muchos pusieron en pausa la decisión de pedir un préstamos para comprar el último iPhone o la resignación de tener que jubilarse del trabajo que odian.
Volviendo al filósofo oriundo de Röcken, no puedo no mencionar dos conceptos siempre efectivos como potentes que desarrolla en su tesis doctoral, El origen de la tragedia en el espíritu de la música. Esto es, dos fuerzas, en apariencia antagónicas, pero de nuevo, seguramente complementarias, que, reunidas, dan lugar a la tragedia. Me refiero a lo Apolíneo y lo Dionisíaco, inspirados en los dioses griegos homónimos. El primero simboliza la simetría, el orden y la proporción, mientras que el segundo, la fuerza, vitalidad, desborde y la embriaguez. Y yo me pregunto, ¿no es esta selección del “Loco” un excelso canto a la perfecta combinación entre estas dos fuerzas? Por un lado sistematicidad, disciplina y orden táctico. Y por el otro, despliegue, arrojo y potencia física. Esta selección es una por la que Onetti seguramente se hubiese dejado engañar, y por la que habría dicho que hay más que treinta y tres gauchos detrás. Y la mejor parte es que nadie dudó por un instante que esta forma renovada pero añeja de enfrentar un partido no era argentina ni paraguaya, ni austral, era bien del pueblo oriental, por razón de su destino, y también, por aquellos mitos con los que nos forjamos nuestra identidad, pero que hoy, parecería que hay esperanzas de no usarlos como anclas, sino como faros, porque laten en su vida lenta los estrépitos del trueno, que pudo engendrar en su seno las montoneras de otrora, y cuando llegue la hora mañana, también podrá clavar a su voluntad mil estrellas en la aurora.
El ser uruguayo, es decir, nuestra identidad, debe ser entendida como en perpetua transformación. Basta de volver esquizofrénicamente al mito originario y evaluar con obsesiva tozudez cuan poco o mucho nos alejamos de él cada vez que decidimos tender una mano en lugar de dar un escupitajo, hacer una ciclovía o jugar con tres en el fondo. No se trata de lo que somos, porque lo cierto es que, como todos los países latinoamericanos, estamos en nuestra adolescencia, todavía dirimiendo a qué facultad queremos ir y tratando de emanciparnos de nuestros padres. Somos más porvenir que pasado, y si bien es cierto que ya tenemos una —aunque corta— rica historia, a lo sumo son rasgos que nos permiten autoafirmarnos, no cláusulas inquebrantables inscriptas en una constitución espiritual.
La victoria del pasado 16 de noviembre, y si se quiere, la del Centenario contra Brasil, nos vinieron a mostrar que traicionar ese mito fundacional no sólo no es una deshonra sino incluso la llave hacia un futuro promisorio. Nos gusta jugar bien plantados, pero eso no quita no poder ser osados, nos gusta ser aguerridos, pero eso no quita no manejar la pelota más que el rival, nos gusta tomar whisky, pero eso no quita colar un vaso de agua cada tanto. Elegimos lo público frente a lo privado, pero eso no puede ir en desmedro de la eficiencia. De nuevo, lo complementario no es contradictorio, y si tuvo que venir un loco para sacudirnos esa añeja modorra con olor a garrapiñada, bienvenido sea. Bienvenidos los locos, los intempestivos, disruptivos e iconoclastas que no se casan con ídolos ni tradiciones y que nos muestra que ser uno mismo puede implicar, paradójicamente, dejar de serlo.
Por Diego Paseyro
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