Por Juampa Barbero | @juampabarbero

Hay directores que se esfuerzan. Que hacen giros de trama tan sorprendentes que parecen haber sido diseñados solo para que sepas quién está detrás de la cámara. Otros, prefieren mundos surrealistas donde el caos reina y el sinsentido se convierte en su firma. Luego, están aquellos que, con un par de diálogos y sin necesidad de grandes efectos, logran que su marca sea inconfundible. Pero hay unos pocos, realmente poquísimos, que no necesitan ni que la película empiece: basta un solo fotograma para saber quién es. Y uno de esos es, cómo no, Wes Anderson. 

El maestro de los colores pastel y la simetría obsesiva. Sus películas son tan personales que hasta un mísero cuadro está tan meticulosamente arreglado. Podría haber pasado más tiempo organizando los objetos en pantalla que escribiendo el guion. La trama, aunque encantadoramente absurda, queda en segundo plano frente a la abrumadora confluencia pictórica. Un realizador extremadamente peculiar, o un pintor.

Para Wes Anderson la cámara no es un mero instrumento para capturar imágenes, sino un personaje más, un narrador silencioso que dicta el ritmo y la perspectiva de la historia. Sus movimientos, sus zooms y su constante juego con la cuarta pared se convierten en elementos esenciales para construir una sensación de dinamismo y energía.

La perfección visual de Wes Anderson no surgió de la noche a la mañana. Más bien fue el resultado de un puntilloso perfeccionamiento a lo largo de los años. Desde los días en que experimentaba con simpáticas personalidades en Bottle Rocket (1996), hasta su apoteosis simétrica en The Grand Budapest Hotel (2014), Anderson fue afinando su arte como un relojero que ajusta cada engranaje. Sus primeros intentos, aunque encantadoramente prematuros, fueron laboratorios de ensayo donde enfatizó su neurosis por los detalles.

Poison

Wes transforma una situación de vida o muerte en una escena de tensión constante. Un soldado queda completamente inmovilizado cuando una krait, una serpiente venenosa, se desliza sigilosamente sobre su abdomen. Su fiel servidor corre en busca de un doctor en medio de la noche. Dev Patel, Benedict Cumberbatch y Ralph Fiennes, son de nuevo los protagonistas de esta historia. Pero lo más rutilante es la destreza del director para desatar el nerviosismo en una sola locación. 

Este último corto concluye con una revelación que aporta una nueva dimensión: "Dahl comenzó a escribir 'Poison' en enero de 1950. Llamó al personaje de Woods en honor a un compañero piloto del Escuadrón 80 de la RAF asesinado durante la batalla de Atenas". Esta conexión con la vida personal del autor agrega un toque de melancolía y profundidad a la historia.

“La vida es una película absurda y surrealista, y el arte es mi forma de capturar eso”, es una de las frases más célebres del director. 

En el universo hollywoodense, donde la creatividad agoniza y la originalidad brilla con la intensidad de una luciérnaga en medio del sol, Wes Anderson emerge como una especie en peligro de extinción. La mañía cromática, su propuesta fílmica, lejos de limitarse a lo meramente visual, se erige como un monumento a la excentricidad, un homenaje a la nostalgia por un mundo que nunca existió.