Por Gerónimo Pose | @geronimo.pose
Al universo de Kaurismäki (1957, Finlandia) lo componen personajes de lo más cotidianos: trabajadores que sufren una complicación, humana o material, que trunca su camino rutinario. El mundo del proletariado es el protagonista de su obra. Incluso, ostenta una trilogía con ese nombre integrada por Sombras en el paraíso (1986), Ariel (1988) y La chica de la fábrica de cerillas (1990).
Películas insignia del humor seco, absurdo y negro. Esto se refleja no en los acontecimientos, sino en las reacciones austeras de los personajes frente a disruptivos instantes que parecieron merecer otro tipo de respuesta. Ese humor recae en el minimalismo de sus expresiones. Es decir, en su accionar contrario a la situación. Extremadamente lacónica, la obra de Aki Kaurismäki es un tesoro oculto a plena vista.
La estética remite directamente a las pinturas de Edward Hopper, el cine de Bresson y al del contemporáneo Jim Jarmusch, quién ha asegurado que Kaurismäki, junto al rock y la cultura neoyorquina, es una de sus más grandes influencias. A la vez, dialoga directamente con el cine de Ozu y casi toda la camada de la nouvelle vague francesa.
Traída a tierra, una película de Kaurismäki comparte elecciones estéticas parecidas a las de Whisky (2004), de Rebella y Stoll. Encuadres centrados, paneos de cámara que buscan ilustrar el ambiente de una locación. A su vez, también se basa en poner el ojo en la cotidianidad y resaltar su brillo, su belleza. Lo mismo hace al destacar elementos que ayudan siempre a estabilizar al personaje tras haber sufrido algún percance sustancial: las flores, el tabaco (todos fuman y mucho), la comida, los perros y el alcohol.
Es que los conflictos que sufren no son para nada trascendentales y a la vez lo son: problemas económicos, apegos al alcohol, desencuentros amorosos, la soledad, el desempleo. Todo esto retratado en un ritmo lento, como un waltz que se baila en círculos. Pocos pueden jactarse de tener su propio lenguaje cinematográfico, como podría hacerlo Kaurismäki.
El finlandés tiene a sus actores fetiche, como lo fue De Niro para Scorsese. El más importante fue Matti Pellonpaa, que falleció en 1995. De estatura alta, rasgos recios y cansados, pelo largo y lacio, entra en el estereotipo clásico que tenemos en occidente respecto a lo que sería un hombre en Europa del norte. Seco, cuasi amargado y totalmente inexpresivo. Dicho sea de paso, los personajes que lleva a la pantalla son extrañamente parecidos a él, al propio Aki.
El tabaco es crucial en la obra del cineasta. En su trabajo más reciente, Hojas de otoño (2023), narra la historia de Ansa, una mujer que trabaja en un supermercado en Helsinki, y de Holappa, un hombre que trabaja en la construcción y mantiene una galopante adicción a la bebida. Ambos chocan sus caminos y desarrollan una historia de amor sinuosa, con varios desencuentros y desacuerdos en la que también participa Chaplin, un perro.
La película está ambientada en una línea temporal totalmente difusa. Mientras que la estética pareciera denotar que la acción sucede en los 90, programas de radio que hacen referencia a la invasión rusa en Ucrania trae todo aquello al presente más reciente. Y, aunque para Occidente el hecho de que los personajes fumen en espacios cerrados sea extraño, aunque colabore con ese carácter noventoso, es cierto que Europa del este todavía se ve exactamente así.
En sus películas la música está más que presente. Kaurismäki es un acérrimo defensor del rock and roll, del tango y del punk. Se hace eco de tener un disco firmado por Johnny Rotten y emplea el rockabillys de los años 50 como ninguno. Esta suele estar sonando siempre en los bares que retrata, de fondo. Acompa, pero no dirigiendo las emociones. Dando bocados, pero no fusionada ni integrada a la narrativa cinematográfica.
Tampoco pueden quitarle el tango. Como si fuera un elemento secreto, realiza distintos cameos desde sus primeros trabajos hasta la actualidad. Un bar finlandés donde beben cerveza pilsener unos bigotudos estoicos y silenciosos se deleita con la presencia de “Volver” de Carlos Gardel, saliendo directamente de una de sus rockolas.
Aunque no se trata de un homenaje al sonido rioplatense. De hecho, en 2017, cuando recibió el premio Pier Paolo Pasolini el Bolonia, Kaurismäki sostuvo que el tango es originario de Finlandia y no del Río de la Plata. Según sus palabras, en los años 60 hubo un surgimiento importante del tango en Finlandia y que esta era la música que él escuchaba en su juventud.
Kaurismäki, en definitiva, hace más de veinte años que está haciendo la misma película. Una y otra vez. Pero no agota.
No cae en el espiral, sino que vuelve a trepar nuevamente a la punta. Explora el territorio humano, su sensibilidad, sus dilemas y encantos. Los recursos son infinitos, si bien la energía y la puesta pueden resultar familiares. Es el mundo obrero, el mundo en el que vive la mayor parte de la población. Es la herencia del neorrealismo italiano, escenificada en el mundo actual con su sociedad capitalista. Con sus cargas de sordidez y desesperanza, deja en evidencia una declaración de principios.
No es casualidad que en todas las películas aparezca una escena en la que un barco con la estampa de la hoz y el martillo llega al puerto. Las referencias y guiños al comunismo no solo se sostienen por las ideas retratadas en sus personajes, sino también en la fotografía. Basta con apreciar e identificar insignias de la cultura soviética en cada plano del finlandés. La diferencia radica en qué es lo que hace Kaurismäki con ese atractivo. Lo lleva hasta otro extremo, o lo usa por mero placer artístico.
El racismo, la inmigración y las cuestiones más existencialistas son llevadas a la pantalla grande por el director sin cinismo. Su manejo y su aproximación van de la mano con un humanismo estruendoso y sincero. El otro lado de la esperanza (2017) trata sobre la llegada de refugiados iraquíes a Finlandia. Un gobierno que rechaza y destrata a los inmigrantes y un pueblo que los acoge, los ayuda a buscar trabajo y les brinda su apoyo.
Maestro en el manejo de los espacios liminales. Esas habitaciones, pasillos que resultan desolados, abandonados y tristes. Coloca a sus personajes y crea un marco en el cual se detiene para que este sostenga sus intenciones estéticas. Lo mismo hizo Hopper. El recurso de situar a una persona dentro de uno de estos espacios es potente y atractivo en cantidades iguales. Genera un juego de significados infinitos.
Estas están por demás presentes y las acompaña una iluminación natural junto a un encuadre preciso que ayudan a que nuestra atención se ponga no en la decoración (que suele ser austera y ordinaria), sino en la acción. El silencio también es una herramienta empleada por el director. La imagen que más ilustra esto es en I Hired A Contract Killer (1990), en la que un asesino a sueldo se sienta con una señora mayor y comparten un breve instante de contemplación sin diálogo y que resulta por demás cómica en el contexto de la película. Se instalan estos silencios y entonces se ilustra el ritmo lento y pausado.
Pero no todo es un clima grisáceo. Otra cosa que destaca en el cine del director es el profundo humanismo de los personajes. La solidaridad fraternal se retrata cuando uno de los personajes alimenta a un perro (la presencia de los perros es vital en el mundo Kaurismäki), o cuando se prestan plata, o cuando se ayudan mutuamente en la búsqueda de un nuevo trabajo. Gestos que no son fantasiosos, son breves demostraciones de amor plausible y real.
Dentro de esas pequeñas acciones se encapsula la preocupación, un humanismo austero en su accionar, pero poderoso en su sentido y acorde a la sintonía Kaurismäki.
El propio director afirma que la vida es una mierda. Es dura y difícil de llevar y, en su afán por retratarla tal como es, busca aportar al espectador algo de esperanza. “¡Pero la vida es bella! Es un milagro de nuestro señor. Piensa en las flores, en los animales y en los pájaros. Mira este hermoso vaso, ¿crees que quiere morir? ¡Claro que no!”, le dicen un par de ladrones a Henri Boulanger (interpretado por Jean Pierre Léaud) en I Hired a Contract Killer, buscando disuadir sus intenciones de matarse.
Porta en sus manos la bandera de la cultura finlandesa (es el director más conocido de su tierra) aunque reside en el norte de Portugal hace ya varios años. Junto a su hermano, el también director de cine Mika Kaurismäki, llevan a cabo el Midnight Sun Film Festival, un festival de cine anual que dura cinco días y que se hace en la localidad de Sodankyla durante la segunda semana de junio, época en la que el sol, en esa parte del mundo, no se oculta jamás.
Kaurismäki tiene solo cinco largometrajes posteriores al 2000, pero en los 80 y 90 Aki Kaurismäki fue uno de los cineastas más prolíficos de Europa. De hecho, él y Mika fueron responsables de una quinta parte del cine finlandés, informó el British Film Institute.
Fundó y es dueño de la productora cinematográfica Ville Alpha. Adquirió reconocimiento internacional por Los vaqueros de Leningrado van a América (1989), obtuvo menciones en Cannes por Un hombre sin pasado (2002) y en Moscú le otorgaron un premio por la segunda entrega de la trilogía del proletariado, Ariel (1988).
Kaurismäki no va a ninguna ceremonia, prefiere quedarse en su casa tomando cerveza. Sus entrevistas son muy graciosas y, en las pocas que da, deja entrever su personalidad seca y sus opiniones respecto a la funcionalidad del cine, del arte, si vivimos en un mundo justo o no. Declaró sentirse todo el tiempo una persona inútil. Que nunca se inspira. Es completamente pesimista. Cuando le preguntan si es un hombre religioso él dice que cree en su perro, mientras fuma, constantemente, ya sea de un cigarro, un tabaco armado, una yiya y siempre acompañado de un trago.
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