Por Sofía Durand Fernández
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La fecha era 28 de diciembre de 1895 y el lugar el Gran Café de París. Por un franco, los asistentes podrían visualizar diez cortometrajes, proyectados desde el cinematógrafo Lumière, un invento patentado el 13 de febrero de ese mismo año y que los medios anunciaban como un antes y un después en materia audiovisual.
Un tren sería el protagonista. Un tren en movimiento que, al principio de la proyección, estaría a una distancia prudente. De manera paulatina, se acercaría lo suficiente para hacerle pensar al público que ya no existía un límite entre lo real y lo proyectado. La incertidumbre inicial le daría lugar al miedo. Culminaría con la huida de todos los presentes en lo que sería la primera proyección cinematográfica.
“Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir”, dijo Joan Didion. El ser humano vive de hazañas y consagra sus grandes logros a partir de mitos, relatos y cuentos. La épica es el condimento infaltable. Puede que ese 28 de diciembre de 1895 nadie haya huido de ese café, ni que La llegada del tren haya oficiado como una ilusión óptica que amenazaba con aplastarlos. No se trataba de un arma de destrucción, era uno de los primeros respiros que daba el séptimo arte, la nueva forma de contarnos historias.
El cine tiene un lenguaje, es una industria, posee la capacidad de aleccionar, engañar, pero también oficia como un punto de encuentro. Para que este conjunto de elementos se gestara, fue necesario que el deseo humano de documentar lo que ocurre se imponga. Fue así, entonces, que el primer eslabón de la cadena histórica reside en sus inventores. Individuos obsesivos de la idea de encontrar un mecanismo que permitiera apropiarse de recuerdos, atrapándolos para la eternidad, como una mariposa dentro de un frasco. August y Louis Lumière formaron parte de ese grupo selecto al que le debemos tanto.
Nacieron en Besanzón, Francia, pero se mudaron a Lyon tras unos años. Su padre, Antoine Lumière tenía un taller fotográfico, algo que podría considerarse un antecedente. Sin embargo, Auguste estudió medicina. Fue a partir de un artefacto originario de Estados Unidos y un desafío de Antoine que los hermanos se ganaron el pasaje a la eternidad y embarcaron a la humanidad en un viaje de ida.
La noción sobre la posibilidad de documentar imágenes en movimiento había sido instaurada a partir de un experimento del fotógrafo e inventor británico Eadweard Muybridge, entre 1872 y 1878. Fue titulado como El caballo en movimiento y fue uno de los elementos que los hermanos Lumière tuvieron en cuenta, años más tarde.
En 1888, Thomas Edinson inventó el Quinetoscopio, un aparato que permitía la visualización individual de imágenes. El padre de los Lumière entendió que era necesario desarrollar una manera de replicar este mecanismo, pero de una forma que hiciera posible proyectar las imágenes para que varias personas observaran de manera simultánea. Con la ayuda de Charles Moisson, un mecánico de la fábrica Lumière y el ingeniero Jules Carpentier, pudieron desarrollar una máquina que no solo era capaz de proyectar, sino que también podía usarse como cámara, además de imprimir copias.
El cinematógrafo Lumière fue el puntapié y catalizador para que la tecnología audiovisual avanzara. Tras su lanzamiento, se introdujeron más cámaras al mercado. Además, colaboraron a que se concibiera la industria cinematográfica, algo que vendría de la mano de Charles Pathé. Los cinematógrafos comenzaron a venderse a feriantes, se contrataron realizadores y surgieron las primeras estrellas de cine. De hecho, el cine europeo era el principal contribuyente a esta industria. Actualmente, es el cine norteamericano el que ocupó ese lugar.
En sus primeros tiempos, la ficción todavía no era una opción para el cine. Los productos de los hermanos Lumière surgían desde la experimentación, sobre todo por parte de Louis, que desde los 16 años y antes de la consagración, buscaba nuevas formas de fotografiar y documentar lo que ocurría alrededor. Sería Georges Méliès, mago de profesión, que hallaría en todo esto una nueva forma de hacer trucos. Alice Guy también contribuiría a la ficción en pantalla.
La distancia de la cámara, el ángulo y el orden se convirtieron en estrategias comunicativas y, en conjunto, un lenguaje. Nacieron diferentes formas de concebir al cine y también se utilizó para alcanzar distintos objetivos. El expresionismo alemán, el impresionismo francés, el surrealismo, entre otros, se impondrían como vanguardias. Los integrantes de cúpulas de poder llegarían a la conclusión de que el cine podía utilizarse para el bien de sus intereses. Así fue como D.W. Griffith llegó a El nacimiento de una nación (1915).
No obstante, mientras el mundo soñaba con lo que hoy es un medio establecido, los hermanos Lumiere eran los que menos fe le tenían. No creían que fuera una industria con un futuro prometedor, de hecho, Auguste perdió interés y continuó investigando en el ambito científico. Eventualmente, ambos abandonaron el mundo cinematográfico.
Auguste falleció en 1954 y Louis en 1948. En 1929, se celebró la primera edición de los Premios Óscar y en 1940, un tal Alfred Hitchcock lanzaba Rebecca. Charles Chaplin ya se había convertido en un emblema.
Bastó con un tren. Ese armatoste que, según el mito, amenazaba con pasarle por arriba a las aproximadamente cuarenta personas que observaban de manera atenta la proyección. Un vehículo que fue el responsable de abrirle camino a una nueva industria y a un nuevo arte. A toda velocidad, ese tren no pasó por arriba de nadie, pero trazó la trayectoria de una nueva forma de concebir y documentar la realidad.
Por Sofía Durand Fernández
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