Un traje al que no le sobra ni un milímetro de tela. El bronceado, casi que tatuado, que da a pensar que esa piel desconoce el invierno. La puntualidad para comenzar con el show. La sonrisa blanquísima, enorme, encantadora. Las correcciones constantes a los sonidistas —por supuesto que mediante señales, sin dejar de cantar, sin perder la compostura—.  

El receptor de audífonos en mano y el micrófono a una distancia llamativamente lejana de su boca, gestos elegantemente soberbios que denotan lo obvio: desde que tiene memoria sabe para qué vino a este mundo. No habló, no dijo ni una palabra, algunos corazones se rompieron. Jamás va a tener un doble. No soportaría tener que delegar a otro la búsqueda obsesiva de la perfección. 

Todos querían ver al Sol. Todos levantaron sus celulares en cuanto pisó el escenario, con la esperanza de quedarse, aunque sea, con un atisbo de su presencia. Los que llegaron a él a través de la serie de Netflix en 2018, los que lo siguen desde el principio. Godín y un montón de gente atrás, pidiéndole fotos. Sus “chicas” —¡cómo no hablar de ellas!—, la primera línea de batalla, con una armadura compuesta por coronas, vinchas y carteles.  

En el día de ayer, Luis Miguel volvió al Estadio Centenario después de veinticinco años. Durante una hora y cuarenta minutos y sin dedicar una sola pausa para hablar, dejó en claro que, antes de ser un músico, un artista y un productor, es un profesional. Un crooner, pero también un ídolo latino. Una figura pública, con cuarenta y dos años de carrera, cuyo rasgo característico sigue siendo estar en el orden de lo enigmático. Sí, aun habiendo cedido a la tendencia audiovisual contemporánea de las biopics y las series biográficas. 

Cortesía de producción

Eran las 21 horas. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Un rato antes, y acompañada tan solo por un guitarrista, Meri Deal se había encargado de la previa. Pero ahora la pantalla mostraba un recorrido por esa carrera de cuatro décadas, que solo es posible porque se dedica a ser un artista desde los once años.

¿Cuántas versiones de Luis Miguel existieron? Lo que sorprende es que recién ahora el mundo se cuestione seriamente si no usa dobles. Una vida entera en escenarios, estudios de grabación, reuniones con discográficas. No tuvo tiempo ni para tener una crisis vocacional. Fue criado específicamente para esto.  

El comienzo fue explosivo y alegre. “Será que no me amas”, “Amor, amor, amor” y “Suave”, el clásico absoluto del álbum Aries (1993). En el fondo, una playa y palmeras. Porque en el amplio espectro identitario del artista, una parte fundamental es la playa, el verano, Acapulco, la piel bronceada todo el año y el pelo rubio por el salitre del mar.  

Cinco músicos a cargo de los instrumentos de viento. Tres coristas, no solo talentosas, sino que también de piernas largas, movimientos suaves y vestidas de manera idéntica. Kiko Cibrián en la guitarra y Lalo Carrillo en el bajo. Dos pianos. El Sistema Solar musical que acompañó al artista sonaba de manera exquisita. No debe de haber un “mitad de tabla” o un “cuatro de copas”; todos deben ser o estar cerca de ser los mejores en lo que hacen. Si no fuera así, no estaríamos hablando de la banda que acompaña a un obsesivo de la calidad de sonido. 

“Culpable o no” se encargó de bajar la intensidad, con el público coreando ese desgarrador, “miénteme”, con las luces del escenario y de las pulseras de todo el Estadio tiñendo el espectáculo de celeste. Le siguió “Te necesito”, la balada llena de miel compuesta por Juan Luis Guerra. Los primeros acordes en el piano le dieron comienzo a “Hasta que me olvides”, y también a una de las constantes del espectáculo: las señas al equipo de sonido. Las quejas continuaron en “Dame”, mientras en la pantalla central se podían ver fragmentos del videoclip. 

No es un show de Luis Miguel si no hay medleys. El primero fue de boleros. “Por debajo de la mesa”, “Fría como el viento”, “Solamente una vez”, “Somos novios” y “Todo o nada”. En esta última no solamente se lució él, con su voz, sino que también lo hicieron el saxofonista y el mítico Kiko Cibrián. 

Cortesía de producción

Detrás de un gran artista, hay grandes productores. Kiko Cibrián tomó el mando de la producción de Aries y de Nada es igual... (1996). El primero, ganador del Grammy a “Mejor álbum de pop latino”, el segundo, nominado a la misma categoría. Ahora, también es el guitarrista de la gira. Por encima de todo, llegó a ser parte de la producción vocal de Duets II (1994), un disco del mismísimo Frank Sinatra, el dios de los crooners.  

Era obvio que su debido homenaje en este show no iba a faltar. Tras hacer un “dueto” junto a la voz de Michael Jackson en “Sonríe”, el cantante decidió recordar uno de los momentos más notables de su carrera. “Come Fly With Me” junto a Sinatra desde la pantalla. Un déjà vu de una presentación de hace treinta años. Un recordatorio de aquella carta que el gran crooner le mandó a un joven Luis Miguel, demostrándole su admiración. Uno de los tantos sellos de garantía de calidad en su carrera. 

Con alguno de sus característicos pasos de baile, prosiguió con “Un hombre busca a una mujer”, enganchado con “Cuestión de piel”. Es entonces cuando el bajista se lució —algo que se repetiría varias veces— con “Oro de Ley”.

“Yo soy de buena ley, tengo sangre de rey”, cantó el Sol. Un manifiesto de su porte. En el correr de la canción, observó cómo sus fanáticas levantaban carteles en los que se podía leer “Sos el mejor” y él, solamente con señas y su sonrisa compradora, agradeció. Nuevamente la distancia. Nuevamente el enigma. Terminó la canción con las manos levantadas, triunfante y sonriente. Luis Miguel jamás podría tener un doble. No soportaría que el amor de sus devotos vaya dirigido a otro que no sea él. 

Seguían las pelotas volando alrededor del campo, volvió a volar confeti, ahora también se incluyeron fuegos artificiales en ambos costados del escenario. Tomó un último impulso y con un salto, cerró el espectáculo.

No, no dijo “Buenas noches”, tampoco “Hasta luego” o “Muchas gracias”. Se fue. Sí, Luis Miguel nunca saluda. Comienza en hora, se preocupa de estar prolijo, de cantar bien, de que su banda suene como pocas lo hacen y de dar un buen espectáculo. Luis Miguel jamás podría tener un doble. Para él, su carrera es el equivalente a un trabajo de oficina.