Por Jimena Bulgarelli | @jimebulgarelli
Howard Phillips Lovecraft fue un hombre fascinado por la ciencia, pero sin esperanzas. De niño se despertaba con su propio grito. Tenía pesadillas nocturnas que utilizaría para escribir sus primeros cuentos. Así, se convertiría en el precursor de la narrativa de horror cósmico.
Seres taciturnos lo despertaban en la oscuridad y ya no podía volver a dormirse. Estaba a merced de la pesadilla, y no solo en el sueño: su vida parecía ser una telaraña de desdichas, y sus problemas a la noche eran una sola constelación más, un tentáculo más.
Su familia vivía un deterioro económico en el que no había casi satisfacciones para el niño Lovecraft. Todo se armaba con base en las necesidades. A su vez, su padre se encontraba internado en un hospital: padecía sífilis y una demencia violenta.
Pero sus problemas personales recaían en el ámbito de la somatización. Era algo más psicológico y recóndito. Así, comenzó a sufrir una extraña fobia al frío que lo obligaba a permanecer en cama por largos períodos de tiempo, en los que se entretenía —como todo niño enfermo con devoción a la imaginación y a la curiosidad— con libros, en este caso de la biblioteca de su abuelo. Su selección se reducía casi siempre a libros sobre química y astronomía.
H.P. Lovecraft (1931)
Pero al crecer, Lovecraft no se convirtió en un ser entrañable. A diferencia de lo que su apellido le etiqueta, portador de amor hogareño y artesanal, él defendía posturas políticas e ideológicas que provenían del fascismo europeo. Era reaccionario, racista, germanófilo.
Estaba convencido de la pureza que él representaba como anglosajón. Le obsesionó el pasado que verificaba esto: su familia tenía sus orígenes como pioneros de Nueva Inglaterra. Sexualmente no quería relacionarse con nadie, resguardaba su actitud de puritano, odiaba el erotismo. Lovecraft era un freak.
Tampoco podía alejarse de Providencia, su ciudad natal, ni estar lejos de sus gatos. Se encerraba en su cuarto y escribía, de noche o de día, pero siempre con los postigones cerrados.
Más tarde la madre caería como el padre, y la internarían en el mismo hospital psiquiátrico. Al mismo tiempo, Lovecraft fracasaría en una relación amorosa que lo había llevado a Nueva York. Cuando volvió a Providencia, creó dos de las obras más importantes del terror: Los mitos de Cthulhú (1921 y 1935) y El Necronomicón.
En ese momento, Lovecraft se posicionó entre el terror y la ciencia ficción, lo cual defendería en un ensayo de 1927 llamado El terror sobrenatural en la literatura, en donde explica que el clímax del terror, para él, sería lo desconocido. Un terror que se ve ajustado a las necesidades de la narración, y aunque también se ha ido reduciendo con los avances científicos, aún permanece: el terror cósmico existe por la característica de la misma palabra, la del cosmos infinito e inexplicable. El terror cósmico siempre avanza desde lo conocido hacia lo desconocido, desde el mar calmo pero profundo del que se alza un enorme monstruo con tentáculos.
H.P. Lovecraft (1934)
Los mitos de Cthulhú pertenece a este género literario, y sería para el mundo la obra más importante de Lovecraft.
Estos mitos se basan en las historias de antiguos dioses, que se creía que aún vagaban y esperaban su momento para volver a la Tierra, luego de haber sido expulsados por sus poderes de magia negra. Algunos de estos dioses son Cthulhú, con su barba de tentáculos que nos recuerda a Davy Jones de la saga Piratas del Caribe — solo que Davy Jones es un marinero maldito atrapado en el mar hace 200 años, y Cthulhú, además de tener tentáculos de barba, tiene un tamaño impresionante y es un extraterrestre, pero pudieron haber tomado su mito para la historia marítima—. También están el sacerdote de las profundidades del mar, o el dios ciego Azathoth, y otros dioses creados por el autor y basados en otros antiguos dioses. Lovecraft los describe como seres gigantescos, gelatinosos y mestizos (mezcla de pulpo y perro).
Se dedicó a crear entes monstruosos y malignos. No solo feos, sino que también con intenciones peligrosas. A estos seres, el autor los ubica en localidades de fantasía; ciudades y universidades, pero que se parecían mucho a Providencia.
El Necronomicón es la clave para que estos dioses malignos vuelvan a entrar a la Tierra, al que Lovecraft le da el carácter de texto apócrifo. Muchos aún creen que es real, pero es un método literario que el escritor supo utilizar para aterrorizar y aterrorizarse con dioses demoníacos de las profundidades. El presentimiento de que el monstruo duerme bajo el agua, y que está a la espera de su deseada vuelta.
Con su odio hacia la humanidad, que creía que se dirigía a su fin, con su rechazo al otro humano decadente y corrupto — menos él—, sus mitos parecen una forma cruel de imaginación en el que nos pone a todos en tela de juicio material y tangible para matarnos. Se lee a Lovecraft y se siente al monstruo como si fuera él, juzgándonos y odiándonos con toda su ira conservadora.
Pero H.P. Lovecraft no fue reconocido en su época, aunque ahora sea considerado un hito y uno de los primeros de la ciencia ficción. Se lo ha recogido en la literatura más moderna, como en el cuento de Mariana Enríquez "Bajo el agua negra", incluido en Las cosas que perdimos en el fuego (2016), en el que utiliza las claves lovecraftianas para traducirlas a la historia argentina. En lo audiovisual, con la serie de HBO Lovecraft Country (2020), y en la música, como hizo Dillom en la letra de la canción "OPA", de su álbum Post Mortem (2021) y con estética fúnebre: “Lucho con demonio' que parecen / Lo' de Lovecraft”.
No parece coincidencia que, en este mismo álbum debut de Dillom, la narración esté guiada casi en su totalidad por un personaje ficticio, Demian. La canción "Demian" narra la historia de este personaje que habita un campamento, cuando vive el ataque de algo desconocido y hace que él mismo mate a todos sus amigos.
Es importante resaltarlo por el carácter y rumbo universal que ha tomado la obra de este legendario autor de mitos, así como la permanencia del miedo a lo desconocido como guía principal del terror.
También hay una antología que reúne sus mitos en código argentino: Descendientes: Los mitos argentinos de H.P. Lovecraft (2019), con ocho historias, 16 guionistas e ilustraciones, y un prólogo de Mariana Enríquez. Los relatos versan alrededor de historias de Lovecraft, pero manteniendo con fidelidad el horror cósmico del autor. Está claro que su obra ha creado una nueva mitología.
En países y ciudades costeras, con el mar tan cerca, es fácil crear una conexión con la obra de este autor en el que todo el horror, pero también lo bello, proviene del mar. Algo así también le pasaría a Lautréamont, con su mar tan endiosado y a la vez terrible. Cada país costero debería tener su propio libro de mitos de Cthulhu.
Lovecraft murió en 1937, a los 46 años y aún en la pobreza. Las contradicciones en su vida son varias, como su fascinación por la ciencia y su nula esperanza en el futuro, o su casamiento con Sonia Greene, que era judía, mientras él se definía como antisemita. El matrimonio fracasó, aunque de manera amistosa. Los biógrafos no han logrado descifrar la raíz de esta relación tan extraña.
Pero lo más importante es que las criaturas lovecraftianas no mueren nunca, sino que esperan a resurgir. En alguna extraña medida, algo así podría estar pasando con estas nuevas resignificaciones de su obra.