Por Catalina Zabala
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“Si alguna vez cuentan mi historia, que digan que caminé con gigantes. Los hombres se elevan y caen como el trigo del invierno. Pero esos nombres nunca morirán. Que digan que viví en los tiempos de Héctor, Domador de Caballos. Que digan que viví en los tiempos de Aquiles”, es la frase final de Troya (2004), enunciada por el estratega Ulises.
Es una declaración. Refleja una cosmogonía entera: el areté griego y su necesidad del recuerdo. Los hombres soñaban con una muerte honorable y joven en el campo de batalla, y con ser admirados durante toda la eternidad. Trascender la carne y el hueso. Las ironías de la historia hicieron que Aquiles, por ejemplo, un personaje ficticio que vivió y murió con el sueño de ser recordado por siempre, sea conocido y estudiado hoy, aunque ni siquiera haya existido.
Desde el presente, intentamos volver al pasado de manera constante, y conocer a aquellas figuras que trascendieron su tiempo. La manera más convincente que encontramos de observar el pasado parece ser el cine. Sin embargo, algunos creativos lo han logrado y otros no: la experiencia casi sobrenatural de trasladarse a otros tiempos a través de una pantalla es un clímax difícil de alcanzar para quienes lo persiguen. No solo implica entender a fondo cómo pensaban y cómo sentían, sino que también implica hacer que el espectador de hoy entienda al hombre del ayer, a través de los ojos del siglo XXI.
A 20 años del exitoso estreno de Troya, la superproducción dirigida por Wolfgang Petersen, también ve la luz un proyecto muy atractivo para los amantes de la historia en el cine: Gladiador II. Se estrenó el pasado 15 de noviembre en las salas británicas, y el 22 en las de Estados Unidos. Las ventas se dispararon velozmente: todos querían saber qué pretexto volvía a traer a la pantalla grande al mundo que el aclamado Máximo Décimo Meridio había abandonado.
Sucede que el cine de época siempre está presente. Y las adaptaciones cinematográficas de la antigua Grecia y el Imperio romano en concreto dan la impresión de no tener fin. Parecen siempre tener la fórmula exacta para ser un éxito en taquilla. Y en cada fecha de estreno, un factor que mantiene a la crítica con los ojos bien abiertos y a la espera del primer paso en falso, es el rigor histórico de las producciones. Todas parecen estar condenadas, como si la misma parca griega lo hubiera escrito, a caer en errores históricos. Bajo esta misma lupa, Troya fue una de las más golpeadas.
Se le ha reprochado, por ejemplo, la hegemonía y los rasgos europeizados del reparto elegido, cuando la ciudad histórica de Troya estaría ubicada en tierras de lo que hoy se conoce como Turquía. Las pieles blancas, los ojos claros y el cabello rubio abundan en el film: Brad Pitt como Aquiles, Diane Kruger como Helena y Orlando Bloom como Paris. Una propuesta atractiva, pero que despertaba preguntas. Eric Bana en el papel de Héctor y Sean Bean en el de Ulises tampoco cuadraban. Parecía haber un serio interés por pasear figuras atractivas frente al lente de la cámara.
Las imprecisiones históricas no se quedaban ahí, porque el amor romántico también sufre sus transformaciones a lo largo de la historia. La Grecia antigua, a diferencia de otros pueblos y épocas que le siguieron, no hacía mayores distinciones entre el amor homosexual y el heterosexual. Entendían el enamoramiento como la admiración entre iguales, y en aquellos tiempos, figuras de una misma autoridad eran mayoritariamente masculinas. Esto se manifiesta en importantes escritos de la época, como en El banquete de Platón, y fue estudiado por importantes teóricos helenistas como Francisco Rodríguez Adrados en Sociedad, amor y poesía en la Grecia antigua (1995). Incluso en la propia Ilíada, obra homérica en la que se inspira la película, las descripciones de la relación entre Aquiles y Patroclo se han interpretado por los teóricos como una que excedía la amistad.
Quizás llevar este vínculo a la pantalla de los 2000 era una decisión arriesgada para los estudios de Hollywood del momento. Una pieza difícil de encajar. Los pasos en falso en lo que a historia se refiere son muchos; detalles como la aparición de llamas en la escena de la invasión de Troya por los espartanos también resulta inverosímil, ya que no es un animal autóctono de Grecia, sino de tierras mexicanas, donde se rodó la película.
Pero si se ignoran los detalles de este tipo y se pone el foco en lo central para la trama, uno se pregunta la intención que hubo detrás. ¿Obedecerán únicamente a estrategias de marketing, o habrán sido, quizás, los caminos encontrados para transmitir una esencia, en una coyuntura actual que entiende el mundo de una forma totalmente diferente a como lo hacía 29 siglos atrás? Lo que está claro, por ejemplo, es que Aquiles era un modelo a seguir en el mundo griego. Era admirado, imitado, y profundamente deseado. Esos conceptos deben ser trasladados al mundo de hoy, pero cambiar la mentalidad actual para transmitirlos no es posible.
¿No será mejor, entonces, adaptarlos? Tergiversar los hechos para que se adapten a la perspectiva de nuestro tiempo, y a través de ella, se comprenda una esencia que trasciende épocas, coyunturas y paradigmas, porque habla de la naturaleza humana, y esta es una que no cambia. El honor y la traición son una constante. El amor y el sacrificio por la patria, la creencia en unos dioses. La admiración, el amor y el deseo sexual también se mantienen intactos a través de los siglos. Se transforman en su forma, pero no dejan de ser lo que son.
El caso de Gladiador II parece ser diferente. Su antecedente del 2000 es hoy un ícono de la cultura cinematográfica. Su protagonista, Máximo Décimo Meridio, es de los más amados por los cinéfilos: la figura del sacrificio por un ideal en el que se cree. La defensa del honor a toda costa. Un general romano que sufre el asesinato de su esposa y su único hijo a manos de Cómodo, el despiadado heredero de sangre al trono del emperador Marco Aurelio. Desolado por el destino de sus seres queridos, le deparan caminos cada vez menos agraciados, que lo terminan llevando a entrenarse como gladiador para ganarse su libertad. Los espectadores compraron la premisa. Sin embargo, la segunda entrega de la franquicia parece no tener de dónde tirar. El esquema se repite: un hombre de origen romano que se ve obligado a escapar de su tierra natal. Es capturado como esclavo en tierras desconocidas, entrenado como gladiador y vuelve a su ciudad a luchar en el famoso Coliseo, con el objetivo real de asesinar a quien mató a su esposa y restaurar el sueño de Marco Aurelio.
Más allá de la similitud en los pretextos, tenía potencial. Para los amantes del cine de época, y de Gladiador en concreto, las posibilidades de fallar eran pocas. Tenía todo para enamorar. Sin embargo, los creadores apostaron por el entretenimiento y el espectáculo, y poco se puede encontrar que lo trascienda.
A nivel de puesta en escena, la propuesta es muy atractiva. Babuinos, rinocerontes y batallas navales entre tiburones decoran la pantalla. Para quienes disfrutan de las escenas bélicas, la película tiene sus momentos emocionantes. La épica de ver el Coliseo romano lleno de agua y los barcos listos para ser soltados, supera las expectativas de cualquier amante de la historia.
Pero el problema es que la megaproducción se queda en eso, en el espectáculo visual. No plantea interrogantes que apelen a algo más allá de lo terrenal, como hacía la primera entrega. Hay intentos, pero no son eficientes. Un Máximo Décimo Meridio de Russell Crowe se mostraba con un pie en la tierra y otro en el Hades: el recuerdo constante de su esposa y su hijo que lo esperan después de la muerte, es el pilar que le permite seguir luchando. A nivel visual, lo anuncia la aparición de los campos de trigo: unos que aparecen de vez en cuando acariciados por Máximo, y que él mismo atraviesa a pie al final de la película y la escena de su deceso: “en esta vida o la próxima”. La propuesta de un amor incondicional, los ideales del honor, y el sacrificio por una Roma del pueblo, liberada de las manos de la seguidilla interminable de tiranos que había ennegrecido su historia entera.
Quienes ven el trailer de Gladiador II antes de ir al cine pueden intuir por dónde van los tiros. El hecho de que la canción elegida para musicalizarlo sea “No Church In The Wild”, de Kanye West y Jay-Z, habla por sí solo. Si bien la intención es clara y se apoya en una letra reflexiva que habla sobre la relatividad de lo sagrado en un mundo violento (y el hecho de que literalmente nombra al Coliseo romano), se queda ahí, sin mencionar la falta de interés por elegir música de la época, o al menos inspirada en lo que se estilaba.
Por otro lado, las escenas de sangre son muchas, y muy gráficas. Si el cine bélico ya viene cargado inherentemente de violencia, esta parece ir un paso más allá. Por la pantalla desfilan cabezas degolladas, manos amputadas y oídos perforados. El recuerdo heroico de Máximo intenta ser traído a la escena en más de una ocasión en la película, pero resulta algo forzado y no termina de encajar con la nueva sintonía que se crea en esta nueva entrega. Se intenta llenar el hueco de su ausencia con la figura de Lucio, el nuevo protagonista, que si bien es un buen hombre y su destreza en la arena es ampliamente destacada, es apenas un esbozo de lo que Máximo fue algún día.
Un detalle bien trabajado en el paralelismo entre ambos es el de las escenas de las manos en la arena. En Gladiador II, Lucio toma en varias ocasiones un puñado de arena del impresionante Coliseo. Este gesto caracterizaba también a Máximo, un hombre observador conectado tanto al mundo que lo rodeaba como a uno más espiritual. Por su parte, personajes como el Marcus Acacius de Pedro Pascal nutren el film de una heroicidad que en varios momentos falla. Al principio parece presentarse como una especie de conquistador tirano, pero a medida que el espectador lo conoce, percibe su humanidad y sus circunstancias. Se logra captar que los verdaderos villanos están en otra parte, y que es una simple víctima de un sistema que esclaviza y amedrenta.
Los caminos para transmitir una idea son muchos, pero los acertados parecen ser pocos. A esto hay que agregarles las intenciones de sus mentes creativas, que pueden buscar el viaje en el tiempo de sus espectadores, o simplemente regalarles una tarde de dispersión. Pero la clave no parece estar en la adaptación literal de los hechos históricos, sino en su interpretación. En el reconocimiento de la naturaleza humana detrás de las acciones, una naturaleza inquebrantable que no depende de sistemas políticos, de coyunturas ni de religiones. La ira y la venganza. También la capacidad de amar. El querer ser recordados a través de mitos y leyendas, y no caer dispersos en la tierra como el trigo del invierno al que un inteligente Ulises parecía temer.
Por Catalina Zabala
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