Por Ivonne Calderón | @malenamoon13
Medellín, la capital del departamento de Antioquia, ostentó el título de “la ciudad más peligrosa del mundo” en los 80. En ese entonces, además de la guerra y la pobreza que azotaba a la ciudad, el narcotráfico se convirtió en el mal mayor. Junto al conflicto armado interno que desplazaba a la población del campo colombiano hacia las urbes, la represión del Estado a los movimientos de izquierda y el recorte en la inversión social por mandato del Banco Mundial, el narcotráfico apareció en el país y en especial en Medellín, ciudad de origen de Pablo Escobar. Rápidamente se transformó en una falsa promesa de futuro que logró cautivar a la gente de los barrios más humildes. En ese contexto entró el punk, dando lugar al fenómeno artístico y social conocido como "punk medallo".
El punk ha sido históricamente sinónimo de resistencia. Un movimiento que usa el lenguaje, el arte, la música, la estética, el cuerpo como expresión para golpear al statu quo. Porque más allá de las tachas, las botas de cuero y esas crestas deslumbrantes, el punk es protesta social y reivindicación de aquellos que no tienen lugar en los espacios tradicionales. Por eso el punk significó, para los jóvenes de Medellín, la posibilidad de escapar y oponerse a la sociedad ultracatólica de Antioquia y a los tentáculos de los carteles del narcotráfico.
“Atentados terroristas en las calles/ un carro bomba explota, en la ciudad cientos de inocentes muertos/ el objetivo es pa callar/ narcoterroristas, narcoterroristas/ el gobierno es asesino/ los terroristas tambie´n/ caos, represio´n, confusio´n/ todo esta´ en mi mente/ ya no salgo a la calle/ pues me van a encarcelar/ ya no salgo a la calle/ pues me van a matar”. La canción es "Narcoterroristas", del álbum Guerra bacteriológica (1991) de Bastardos sin Nombre.
El punk había surgido en los 70, en los suburbios de Londres y Estados Unidos, como resultado de la recesión económica por la crisis del petróleo. En Medellín, ciudad de tradición rockera, ese fenómeno artístico también supo responder y adaptarse al colapso social. Se podría pensar que la entrada de este género a Colombia fue tardía, pero lo cierto es que los procesos sociales y artísticos tienen su hora. En aquel momento de la historia de Medellín, los jóvenes —principal carnada del narcotráfico y el sicariato que derivó de él— pedían a gritos una música estridente que fuera capaz de ayudarlos a enfrentar y resistir el destino siniestro al que todos parecían sometidos. El hippismo y el rock de los 60 se quedaron cortos. Esa ya no era la juventud de "paz y amor" del baby boom; era la juventud de la rabia y el "no futuro". El rock, que supo ser imagen de la contracultura, parecía alejarse de los temas sociales, encaminándose hacia la comercialización y la industria cultural.
Foto extraída del libro "Mala hierba" (2019)
El punk fue arrojado sobre Medellín como un salvavidas para no ahogarse en el río de sangre en el que se había convertido la ciudad. Fue la vehemencia con la que se opuso al gran enemigo de la sociedad colombiana en los 80 y 90, el narcotráfico, lo que permitió considerarlo un fenómeno sui géneris. Porque esta música agresiva de voces enérgicas, pocos instrumentos y arreglos, líricas contestatarias, guitarras amplificadas y tempos rápidos, le disputó los jóvenes al narco.
El tráfico de drogas parecía la alternativa económica más viable a la pobreza de los sectores excluidos. La falacia de la movilidad social y el “dinero fácil”. Ser joven en Medellín era ser presa del sicariato, involucrarse a alguna de esas bandas lideradas por narcos y disparar un arma por unos cuantos pesos. El punk, la música, era la otra opción. Por eso, esta comunidad de irreverentes pasó a ser blanco de las mafias y grupos paramilitares —impulsados por el narcotráfico—, aunque también de la represión de los gobiernos por ser vistos como una forma de delincuencia juvenil.
Este género musical subterráneo surgió justo en las comunas o barrios populares y obreros que sufrían con mayor crudeza la violencia institucional y del narcotráfico. Allí donde operaban las bandas de los cárteles de droga, aparecían bandas de punk. Es el caso de la Comuna Nororiental, Noroccidental y Centro Oriental, concretamente barrios como Castilla, Moravia, Villahermosa y Aranjuez. En esos lugares se crearon las primeras bandas entre 1984 y 1985. Pestes, NN, Mutantex, I.R.A., P-NE, Los Podridos, Anarkia, Futuro Simple, Pichurrias, Mierda, Ultimátum, S.I.D.A (Sucios y Desordenados Anarquistas), Denuncia Pública, NO, Sociedad Violenta. Esos años, que fueron los de mayor violencia en Medellín, fueron los de más producción de punk local: más música, más fanzines, más bandas.
Ese pesimismo, desilusión y descontento que cundía en las comunas de Medellín y en los parches punk fue documentado por Víctor Gaviria, el cineasta colombiano que dio espacio al fenómeno punk en su largometraje Rodrigo D: No Futuro (1990). En esta película —nominada a la Palma de Oro en Cannes—, que hizo uso de actores naturales, aparecieron algunas de las primeras bandas del punk medallo, como Pestes y Mutantex. El gran logro de Gaviria, además de haber retratado la desesperanza de los jóvenes de las comunas, fue ayudar a visibilizar a esos grupos que emergían en la escena musical subterránea.
El largometraje ha pasado a ser un registro visual valiosísimo para la historia del punk en Medellín. No obstante, la crítica afirma que la producción de Gaviria cometió el error de relacionar el sicariato y el ambiente del narco con los parches punk, mostrando cómo algunos de los punkeros disparaban armas por plata. Y pese a que algunos de ellos sí lo hicieron como vía para salir de la crisis, lo cierto es que el punk en Medellín fue, abiertamente, una afrenta a la destrucción y muerte que el narco sembró en las comunas. Porque las balas y la cultura del narcotráfico fueron resistidas por los gritos y el arrebato de los jóvenes del "no futuro".