Por Federica Bordaberry
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Previo al surrealismo, previo a su primer viaje a París, Salvador Dalí hizo una exposición en las Galerías Dalmau en Barcelona. Era 1925. Una de las pinturas más importantes de esa muestra se llamó (y se llama) Retrato de mi padre.
Hecho con óleo sobre un lienzo, se encuentra el padre de Dalí, de carácter fuerte, expresión severa, mirada incisiva. Dicen, biografías de Dalí, que tenían una relación complicada. Esa obra, actualmente, está expuesta en el Museu Nacional d'Art de Catalunya.
En otro año, en otro país, en otra cultura, apareció otra pieza titulada El retrato de mi padre. Se trata de una de las canciones del disco "Hecho por el pueblo" (2016) del mexicano Leandro Ríos. Un artista que, aunque mucho menos conocido que Dalí, representa la música del norte mexicano a través de un género llamado grupero.
Los retratos de los padres son, entonces, tan variantes como universales.
En Uruguay, en 2022, se estrenó una película bajo ese mismo nombre: El retrato de mi padre. Dirigida por Juan Ignacio Fernández Hoppe (1981), también uruguayo, el largometraje dura 99 minutos y trata, sobre todo, de una búsqueda de significado.
La imagen que resume todo es esta: Fernández Hoppe abre la memoria de su padre, la memoria del que ya no está, con un bisturí, una herramienta que corta y cicatriza al mismo tiempo.
“Mi padre fue encontrado muerto en la playa con psicofármacos entre sus cosas. A pesar de la sospecha de suicidio, mi madre -psiquiatra de profesión- consideró innecesario hacer la autopsia. Yo tenía ocho años. Treinta años después, contando con la ayuda de una caja con sus pertenencias, me lanzo a reconstruir su imagen. Lo descubro como un músico inclasificable y musicoterapeuta de adolescentes discapacitados, pero nada de eso es seguro en esta búsqueda, siempre envuelta en la niebla de la enfermedad psiquiátrica, el abuso de la medicación y el cuestionamiento de mi madre a cada uno de mis hallazgos”, dice la sinópsis de la película.
Fernández Hoppe: director, montajista, guionista. En 2012 estrenó su primera película, un documental bajo el título de Las flores de mi familia. Allí también retrata, pero retrata el vínculo de su madre y de su abuela a través de los conflictos de la vejez. Íntimo, familiar, pero desde otro lado. El retrato de mi padre, a diferencia de su película anterior, incorpora a un yo.
Se desempeñó, también, como montajista de largometrajes de documental y ficción como Río de los pájaros pintados de Marcelo Casacuberta, Solo de Guillermo Rocamora, El hombre congelado de Carolina Campo Lupo, Clever de Federico Borgia-Guillermo Madeiro, La libertad es una palabra grande de Guillermo Rocamora, El campeón del mundo de Federico Borgia y Guillermo Madeiro.
Dicen, algunas notas de prensa y algunas entrevistas, que El retrato de mi padre es un thriller documental. Lo dicen porque, es cierto, es una película que tiene latente a un fantasma: las enfermedades psiquiátricas, el abuso de medicación, la posibilidad de un suicidio, la muerte de un padre, el cuestionamiento a la madre.
Los padres de Fernández Hoppe se separaron cuando él tenía cuatro años y este murió a sus ocho. La identidad se sostenía, más bien, en la memoria, hasta que puso frente a la cámara un fondo blanco para las primeras entrevistas con miembros de la familia. A todo aquello agrega fotos y otros artículos personales de su padre.
Todo se sucede como un gran puzle: los testimonios familiares, los objetos del padre, el contacto con antiguos alumnos y colegas, sus cuadernos, las fotos de sus días como musicoterapeuta.
A esa búsqueda se agrega una fuerza que mueve la trama. Su madre, Alicia Hoppe, siendo psiquiatra, se muestra firme en la postura en que su ex marido tenía una enfermedad psiquiátrica. El director, también hijo, intenta torcer esa mirada. Esa tensión está presente durante la película aunque esconde, en el fondo, una intención de reconciliación familiar.
Aunque en aquel entonces haya faltado la autopsia, Fernández Hoppe se ocupa de hacerlo en su película. Lo hace, no de forma anatómica, pero sí de forma cinematográfica. Logra, entonces, un encuentro y un diálogo poético con un padre que ya no está, con un padre que dejó preguntas y tanta presencia como ausencia.
De ahí el tinte policial del documental. El documental busca saber qué pasó y cómo pasó. En esa búsqueda, además de retratar a su padre, Fernández Hoppe también logra retratar a su padre.
El propio director ha hecho referencia, varias veces, a una palabra que atraviesa al largometraje: el reconocimiento.
Reconocimiento del cuerpo cuando fallece, reconocimiento de un hombre que fue artista, docente, enfermo. Reconocimiento del vínculo padre e hijo.
Allí se encuentra la universalidad del documental. No es solamente sobre la riqueza de las historias familiares, sino también sobre el legado tangible de un hombre, la representación del mismo y la búsqueda personal de un hijo por su padre.
Lo universal está en la posibilidad de que esta película pueda ser, para varios, un espejo.
La película se encuentra disponible para ver en Cinemateca, aunque ya estrenó en varios festivales tanto nacionales como internacionales.
Por Federica Bordaberry
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