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Contenido creado por Manuel Serra
Comiéndome al Mundo
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Eslovenia: tierra escondida entre mitos y naturaleza con la magia del dragón del Adriático

Del contraste de verdes de los Alpes julianos y los azules de su costa yace la joya no descubierta de los Balcanes. Una experiencia única.

07.08.2023 13:52

Lectura: 11'

2023-08-07T13:52:00-03:00
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Por Daniela Varela
daniela.varela.martinez@gmail.com

La cueva más grande de Europa. La costa más cortita. La gente más amable. El país más sustentable. El lago más bello. En definitiva, más Eslovenia, por favor. El primer país en independizarse de la antigua Yugoslavia es una hermosa sorpresa poco descubierta. A la sombra de la vecina Croacia o Italia, siempre es dejada de lado por el turista desprevenido o desinformado. Pero qué gran error. Eslovenia es pequeña, elegante, europea, pero extremadamente amable, con ese solidario aire de gran pueblo chico, con una gastronomía sustentable que hace ruido a nivel internacional. Hospeda a Ana Roš, la mejor chef del mundo del 2020, en el medio de unos paisajes dignos de postales. Leí por ahí una de las definiciones de Eslovenia que me pareció bastante atinada y descriptiva: este país sería algo así como si “Croacia y Suiza tuvieran un hijo”. Esto me hizo esbozar una sonrisa y me convenció al momento de sacar pasaje. Evitando los tumultos turísticos de un junio en temporada altísima de Croacia y sus costas, de la misma forma que unos frenéticos precios en la refinada Suiza, Eslovenia me tentó con su misterio y me animó a descubrirla. Terminé planeando un viaje de diez días contemplando su capital Liubliana, manejando pocos pero hermosos kilómetros a sus pequeños pueblos costeros del Adriático, haciendo base en Pirán, para posteriormente visitar algunas de sus cuevas y terminar en el hermoso pueblo de Bled, a la orilla de los Alpes julianos. 


Culturalmente únicos, los eslovenos conviven entre las influencias de imperios gloriosos como el de Venecia o el Austro-Húngaro, junto a tradiciones balcánicas y vestigios yugoslavos. Considerado el país más verde del mundo por la National Geographic, es un modelo a seguir en políticas de sustentabilidad y ahorro energético. Casi un 83% de los residuos domésticos son reciclados y un 53,6% de su superficie está protegida por el estado y es considerada parque nacional. Alrededor de un 40 % de las fuentes de energía son a base de opciones renovables bajas en emisiones de carbono. 

Llegué al país báltico por tierra vía Austria e incluso durante un martes lluvioso el pantone Eslovenia contrastaba con respecto a su país vecino. 

Liubliana me recibió de brazos abiertos. La capital es pequeña pero encantadora. Con todo cerca, atravesada por el río Ljubljanica, es una perfecta mezcla de fortaleza medieval, callecitas de adoquines europeos y arquitectura con aires soviéticos. En el icónico castillo de Liubliana, la torre Sagitario poco tiene que ver con la astrología, sino que remonta sus orígenes etimológicos al latín, “arquero”, y alberga al restaurant Strelec. Ofrece el maridaje perfecto entre historia, arquitectura y sabor y muestra lo mejor del país de manera bastante literal. En un menú de pasos, no solo cada plato cuenta una pequeña anécdota con respecto a su cadena de producción, sino que la torre misma conserva pinturas de época realizadas en sus paredes que cuentan la historia de la ciudad. Pocas veces uno tiene la oportunidad de cenar en una habitación cilíndrica testimonio de la evolución cultural de un país. Al estar dentro la torre del vigía, la vista de 360 grados es maravillosa. Una de las historias escritas en la pared cuenta cómo un arquero elige la madera más preciada para hacer sus flechas y así transformarse en una sola entidad con ella. Del mismo modo, el chef Igor Jagodic selecciona los mejores ingredientes de la gastronomía eslovena para hacer un menú de estación que apunta directo al corazón del comensal. 
Si de íconos hablamos, no podemos dejar de mencionar al Dragón. Cual Rómulo y Remo con su respectiva loba, cuenta la leyenda que Jasón, héroe de la mitología griega, llegó navegando desde el Mar Negro, pasando por el Danubio, llegando al Ljubljanica y conquistó la ciudad matando al dragón que allí vivía. Años más tarde, la mitología mutó y lo transformó de monstruo a protector del nuevo pueblo que allí se instaló. Varios vestigios así lo demuestran. El Puente del Dragón cuenta con 15 reptiles alados de bronce que protegen a la fortaleza y a la ciudad. Pero, de lo que no protege, es de la sorpresa de dos cosas bastante insólitas: un museo al aire libre de arte moderno y su mercado de frutas y verduras. 

A primera vista, dos cosas bastante comunes en cualquier otra ciudad del mundo, pero estas tienen una vuelta de tuerca muy particular. Metelkova es técnicamente un centro cultural independiente. Surge de barracas abandonadas de la armada que alberga una comunidad autónoma llena de contrastes. Es increíble que sus paredes recicladas, pintadas, incluso sucias, con esculturas improvisadas de hierro, herrumbradas y cascadas, estén al lado del Museo de Arte Contemporáneo Metelkov. Parecido a Christiania, la micronación autónoma y anárquica danesa, Metelkova hospeda a familias, artistas, boliches, bares y grita revolución en todas sus esquinas. Lo visité tanto de día como de noche, y lo particular de esa mañana fue ver a un jardín de infantes pintando pajaritos con spray con sus respectivas maestras, estas enseñando sobre el arte urbano y sosteniendo el stencil al joven artista. 

Por otra parte, lo maravilloso del mercado Vodnik, nombrado en honor al famoso poeta nacional, fue ver al lado de los puestos, los dispensadores de leche y de huevos. Así es, en lugar de poner una moneda a cambio de una lata de refresco o un paquete de golosinas, uno elige el tamaño de la botella de vidrio para llevarse la leche de vaca que guste, así como la cantidad de huevos que necesite. Me hubiera encantado tener la paciencia necesaria para prepararme el desayuno en el hotel para poder usarlas, pero hice un enroque desayunando en dicha plaza viendo a los mercantes interactuar mientras los feligreses asistían a misa. 

Agarrar el auto y comenzar la travesía hacia las costas eslavas es extremadamente relajante. Si bien son autopistas europeas donde hay que darle al acelerador, no son de muchos carriles y están mantenidas a la perfección. Túneles larguísimos que hacen que cantes un poco más bajito prestando más atención mientras se atraviesa, nunca mejor dicho, el continente europeo. La mayoría de las ciudades y pueblos de Eslovenia son peatonales, donde los únicos vehículos autorizados a transitar son los públicos o los de los residentes. Hay varios parkings en las afueras para los visitantes. Dejé la valija grande en el auto, y con la mochila emprendí la empinada y calurosa caminata al centro de Pirán, ya que los adoquines de lo contrario no me darían tregua. Pirán tiene eso de Italia, eso de ciudad portuaria, mañanera al cantar de las gaviotas y motores de barcos pesqueros. El único café-bar que abre temprano es atendido por una tana con cigarro en mano y delantal mientras prepara los “capuchos”. No vende nada de comida, al menos no a esta hora. Te indica la dirección de la panadería de la vuelta mientras calienta la leche. Los parroquianos se acodan con la tacita de espresso y el diario, esta vez, en esloveno. 

Leer un libro, recorrer sus costas sin arena, descubrir la fortaleza y los pequeños recovecos no pasarán nunca de moda, sea cual sea la ciudad de destino. En la plaza Prvomajski hay un pintoresco puestito llamado Fritolin Pri Cantini. Es la cocina de una casa de familia que tiene un menú fijo de seis u ocho platos, todos de mar, según la pesca del día. Te dan un numerito escrito en un caparazón de almeja y cuando la comida está pronta, cuelgan el número en una tabla en forma de pez en la entrada de la cocina para que retires tu plato. Cualquier restaurancito estará a la altura… Difícilmente suceda, pero si la comida defrauda, seguro que el servicio o la vista hará que sepa mejor. Otra gran experiencia a la vuelta de dicha plaza fue en Ribic Baja, donde comí los mejores calamares con polenta frita de mi vida. Y no puedo dejar de mencionar unos gnocchi rellenos de ricota con zucchini, tomate seco y azafrán en Rostelin, cuya autenticidad también se reflejaba en la atención de la matrona: una tana con carácter, con aires de Imilce Viñas. La conquisté con mi italiano rústico y automáticamente me trató mejor. 

Lo bueno de ir a Europa desde Nueva York es el necesario recordatorio del manejo del tiempo y del disfrute. El dolce far niente se traslada a varios pueblos de Europa; no es exclusivo de Italia, principalmente si los pueblos distan de las urbes. Allí, el tiempo se detiene: los minutos pasan más despacio, la comida tiene más gusto, el aire es más liviano y el disfrutar cobra protagonismo. Venía de unos días ajetreados en Estados Unidos, con una semana sobreestimulada en Francia durante uno de los hitos más increíbles de mi carrera y celebrar una vuelta más al sol. Agradezco que Eslovenia me haya recordado esto, de la forma más inesperada: a través de una cueva. Quién iba a decir que pedazos de piedras fueran tan increíbles. En un rapto de sentirme Indiana Jones mezclado con La Era de Hielo, manejé dos horas a las cuevas de Škocjan, patrimonio de la humanidad declarado por la UNESCO. Con una superficie explorada de 6200 metros, no solo es enorme, sino que a medida que uno camina en ella se torna más y más fría. Las dimensiones y las formaciones de estalactitas y estalagmitas realmente otorgan perspectiva. Entender e informarse sobre cada millón de años que esto estuvo ahí haciendo historia y determinando lo que sucede arriba se siente como una mezcla de inspiración y un baño de humildad. Hay muchísimos lugares increíbles en el planeta y descubrir sus adentros también debería de ser una de nuestras cuentas pendientes. 

Por último, no podía dejar de visitar Bled, balneario por excelencia de los Balcanes tanto en verano como en invierno con sus instalaciones para esquiar. Su atracción principal es el lago homónimo, cuya característica principal es el color verde y transparente de su agua. Esta viene de glaciares de los Alpes julianos y en torno a ella, toda la riqueza y belleza de Bled se extiende. A penas llegué, me hice amiga de Adriana y de Davon, quienes me ayudaron a buscar los lentes que automáticamente dije que no tiraría al agua pero que no duraron ni dos segundos en tierra. Por lo que mi amistad con el lago y, por ende, con Bled fue inmediata. Me despertaba con su vista, probé la famosa cremeschnitte, un postre austrohúngaro, hoy característico de los Balcanes, parecido a un Napoleón con muchísima más crema doble en uno de sus miradores, y hasta inauguré mis inauditas habilidades de SUP (stand up paddle). 

Recibir una tormenta en plena tabla con vista al castillo y neblina que cubría las montañas fue uno de los mejores souvenirs que me traje. También me subí a una pletna, las embarcaciones típicas de este pueblo, que datan de 1590. Cuentan con unos toldos coloridos y son a remo, para mantener el ecosistema del lago. El capitán navega todo a pulmón, hasta 20 veces al día, con la llamada técnica Stehrudder: el que rema va de pie y utiliza ambos remos a la vez. El capitán de Larissa, mi pletna, me recomendó visitar el centro de la ciudad, que está alejado del lago pero vale la pena conocer. En una noche de luna llena que permitía descubrir todas las estrellas y las pocas luces de los lugarcitos dispersos, encontré el Gostilna Pri Planincu. Este es el pub más antiguo de Bled y uno de los más viejos de todo Eslovenia. Probé unas salchichas exquisitas llamadas cevapcici hechas con carne de cerdo picada pero lo más memorable fueron los ravioles eslavos o pehtranovi struklji, que más que ravioles son una especie de dumplings o arrolladitos de estragón con queso muy ricos. 

Al día siguiente, me fui por el último plato tradicional: el postre. Mientras devoraba la cremeschnitte con un espresso, escuchaba las campanadas de la catedral de Bled pero no la veía. Sabía que estaba ahí, las sentía, de la misma forma que sentía que sería un antes y un después de Eslovenia. Y no me equivoqué: por algo tardé tanto en volver a escribir sobre lo que aún, en algún plano, parece inconmensurable e ininteligible. Ya sea Ana en su restaurante, el dragón mitológico o Tito conquistando sus tierras en pleno siglo XX, todos tenían razón: Eslovenia es una tierra de ensueño que merece ser celebrada y visitada. Su magia nos encantará y seguirá hechizando incluso después de abandonar sus fronteras.  

*Daniela Varela es comunicadora, escritora y directora creativa. Entre otras cosas, estudió gastronomía profesional, antropología cultural y periodismo gastronómico. Comparte sus pasiones de viajar, comer y escribir en Bites&KMs. Actualmente, es creativa publicitaria en la ciudad de Nueva York. Es frecuente encontrarla escribiendo sus historias en distintos cafés de Brooklyn.

Por Daniela Varela
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