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Contenido creado por Federica Bordaberry
Literatura
Escribe a mano

Felipe Polleri, la literatura y la violencia como extensión de una pluma crudísima

El autor uruguayo contiene una obra extensa dentro de la literatura nacional y la complementa con sus particularidades personales.

31.01.2024 15:19

Lectura: 17'

2024-01-31T15:19:00-03:00
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Por Gerónimo Pose | @geronimo.pose

Puede que Felipe Polleri sea el mejor escritor vivo que tenga nuestro país. Más allá de lo arbitrario de esta opinión, su universo pícaro y crepuscular tiene una originalidad atada una mirada claustrofóbica sobre la sociedad, el mundo y sus costumbres.

Escribe a mano, desechando cualquier contacto tecnológico y evitando que este sea vinculado a su proceso creativo. Es alguien que se ha descrito a sí mismo como “un loco de mierda”.

Fuma cigarrillos de contrabando, los 51, esos flacos cilindros que tienen el tabaco prensado y que están mezclados con tanta porquería inidentificable que hace que el prenderlo sea una ardua tarea. Por momentos surrealista, completamente visceral y misantrópico.

Nació en 1953, en la ciudad de Montevideo. Trabajó durante 14 años en la Biblioteca Nacional. Lector voraz, pese a estar ahora transitando lo que él describió en una entrevista en Oír con los Ojos como “un triste periodo, donde empezás a leer solo novelas policiales y todas esas cosas”.  

Es complejo atrapar ciertos secretos ocultos que circundan las campanas de las ciudades literarias diseñadas por Polleri. Que, si bien en algunos casos son Montevideo, son un Montevideo diferente o, por lo menos a primera vista, posicionado en los márgenes, donde la intensidad se apila hasta estallar en magia, delirio y violencia.

“Lo más llamativo es la acumulación de imágenes coloridas, el lenguaje a la vez procaz y austero, y los personajes y paisajes montevideanos pintados con una crudeza que evoca los grabados de Goya”, decía Mario Levrero en el prólogo de la novela Carnaval (1990), editada por Banda Oriental.

Novela que luego fue compilada junto a “Colores” y “El rey de las cucarachas”, en el volumen El Dios Negro (HUM, 2010). Recientemente reeditada por el mismo sello, El Dios Negro (esta vez en un formato de bolsillo) se desliza como una serpiente en la arena, desperdigando personajes que parecieran estar destinados a la marginalidad, pero que se revuelcan en la incipiente cordura, traducida en un desprecio casi que patológico hacia el mundo.

Personajes que transitan en la sempiterna búsqueda de vaya uno a saber qué, pero que caminan hacia algo. Ese algo tornándose, en algunos casos, un poco difuso y, a veces, hasta oscuro. Un diablo esperándolos junto al dedo de ron o la medida de whisky, arrastrándose durante un largo rato, atestiguando una atmósfera psicótica de violentas represalias que estos personajes sugieren. Un castigo por haber sido concebidos con ese don que bien podría ser “maldito”, pero que dista de entrar en esa categoría.

Foto: Javier Noceti

Foto: Javier Noceti

Pero no es una marginalidad similar a la que encontramos en la película The Outsiders (1983) dirigida por Francis Ford Coppola, sino que es una más austera, más compleja incluso. No se reduce a la violencia como desahogo parcial de vorágines intransitables. No hay un afán por el enamoramiento como única salvación, no se asemeja a ninguna otra antes planteada. Es diferente.

Es una que circunda la vida de los personajes, pero casi que espectralmente, y es la culpable de que muchos de sus personajes puedan ser catalogados como “genios” o, por lo menos, hábiles declarantes. Termina impulsando a los protagonistas a idear nuevas y poderosas formas de aplanar el peso de la existencia. Se perciben las miradas y corazones en el texto escrito. Reciben golpes constantes que les recuerdan que están vivos. Alguna vez alguien, fuera de la librería Lautréamont, una mañana de verano en Montevideo, me dijo que los libros de Polleri son en realidad “grandes historias de amor”.

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¿Por qué llora ese marica?digo, y todos se ríen a gritos”.

Colores (1991)

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La inocencia (HUM, 2008) recibe con un tibio aliento; una escritura humorística y feroz. Ambientada en el barrio de Pocitos, Polleri evoca memorias y vuelca en las hojas su paulatino encuentro con la suciedad. La salida de ese mundo que tildó de “bueno”, las situaciones hilarantes y difíciles de digerir. Eso pareciese haber sido expresado adrede y no como parte de una naturaleza completamente afligida —que, por supuesto, tiene vestigios de eso — sino un afán por molestar.

Una decisión inteligente, valiente y que parece carecer en gran parte de los territorios literarios actuales. Fantasmas que discuten con el establishment desde casonas frías y despojadas. Y lo mismo encontramos en Los sillones marchitos (HUM, 2012) cuando conocemos la historia del portero suplente de un edificio en Pocitos que es hostigado por la burguesía por quedarse dormido y al que le pegan carteles en la espalda con la inscripción “denme una patada en el culo. Gracias”.

Podría entrar en la categoría de novela epistolar, pero en vez de ser estructurada en cartas, esta narra una historia a través de entradas de un diario ficticio, es decir, capítulos fechados y elaborados bajo anotaciones y sucesos del día, recayendo pocas veces, como en sucesoras y anteriores novelas, en reflexiones sobre lo mundano y las formas de escapar, intercalando ideas con acciones que sugieren maldad y humillación. Novela-diario, fragmentada de forma simbólica, provocando cierta intimidad entre el autor y el lector, enlazando la atención de quien sostiene el libro y el portero, y para arrastrarla por la ciudad sin cuidar que este salga ileso.

“Me parece que hay ahí una búsqueda de legitimidad de, ‘yo soy una persona respetable’. Para escribir eso no escribas nada. Hacé el teatro delante de tu familia, tus amigos y en el boliche de la esquina. Éste, lo que yo quiero saber, lo que los demás quieren saber es lo que tenés adentro. Eso es lo que me parece interesante, la experiencia que podés volcar ahí me parece que es lo que puede ser interesante, porque plantea preguntas”, dijo Polleri en una entrevista con el periodista Jorge Costigliolo.

Los animales de Montevideo (Hum, 2015) es, dicen, la novela más salvaje, aunque la más tierna del escritor. Narra las desventuras del protagonista, un hombre que de forma delirante va creando zoológicos y vinculándose con animales. Pasa de capítulos que funcionan como pequeñas ventanas a fantasmagóricas y retorcidas reflexiones. Despotricando contra la moralidad, los supuestos “códigos”, la gente que jura fidelidad eterna, todo esto mientras carga con una bolsa pesada que contiene los huesos de Lucifer.

 No es tarea fácil adentrarse en “el secreto mejor guardado de la literatura uruguaya”, como alguna vez opinó Diego Gándara en la contratapa de Los animales de Montevideo (HUM, 2015). Pero quien se atreva a golpear las puertas de su imperio, dispuesto a sumergirse en el castigo obligado, entregado a pagar por los pecados caídos sobre la tierra de concreto, se encontrará con una literatura refinada, ultra cuidada y eléctricamente punzante.

Me refiero a que no hay un caos implantado por el mero hecho de que haya uno. Acá hay un sentido, hay obstáculos que impiden la entrada de las cosas. Hay personajes traumados revolcándose por la ciudad prendidos al sin sabor de la botella o la violencia que salpica sangre y deja machucones en su despedida.

Hay una cantidad de “para avalanchas”. Hay un Christopher como el de ¡Alemania, Alemania! (HUM, 2013) que arranca su monólogo declarando haber muerto hace 14 años y que también lo está toda su familia, para luego continuar contando sobre sus estudios en el Corpus Christi. Despotrica contra la religión y la idea de la patria, reflexiona sobre las cárceles, la descomposición y cita a Ovidio.

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‘’Prohibido fumar. Prohibido salivar. Prohibido hablarle al cerdo del conductor. Supongo que también estaba prohibido andar con un sobretodo agujereado y la cara llena de odio’’.

Carnaval (1990)

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Casos inusuales sí que los hay. Dentro de la obra de Polleri están: monolitos extraterrestres como en la aclamada de Kubrick. En La vida familiar (Criatura Editora), hay un escritor que afirma estar loco desde que recibió el beso maldito de los ángeles. Un compendio de cuentos donde se crea un universo difuso, pero que se sitúa siempre en el hogar, en lo familiar.

Un universo creado puertas adentro. Claro que hay delirio fusionado a través de una jeringuilla encontrada sin uso en un baño público. También, el humor corre por su prosa como un enamorado yendo a buscar a su amada. Pero La vida familiar, al igual que en El alma del mundo (Yagurú, 2005), son exactamente eso: monolitos ajenos dentro de una obra original y extrañísima, en iguales proporciones.

Foto: Javier Noceti

Foto: Javier Noceti

Diálogos teatrales que recuerdan a lo mejor de Artaud o al Ursaverio (Estuario, 2023) de Roberto Arlt. Escenas e imágenes tan poderosas y perdurables que terminaron influyendo a una generación entera de escritores que se convirtieron en los héroes de los derrotados, sin dejar de ser perdedores. Esos hermosos perdedores, al menos de Uruguay, tienen más que leída la narrativa de un hombre que afirma fumar tres atados de cigarrillos por día, tomar un litro de vino todas las noches y comer frituras con mucha sal.

Los personajes de Felipe Polleri, la mayoría de las veces, son artistas locos, autodestructivos y despiadadamente lúcidos. Engendros del propio autor que navegan sin hundirse por sociedades espantosas y que resultan escalofriantes por su peso y valor de veracidad.

En Los teléfonos de papel (HUM, 2018) el artista —dramaturgo— deviene en la creación de una prosa que, por momentos, es muy poética cuando habla sobre su escritura, sus dientes, sus mujeres y su padre. En otros breves instantes (capítulos que se estiran por tan solo un párrafo) estalla en exilios del lenguaje, lo establecido y leopardos azules. Es alguien que espera la llamada de Dios y que esta entrará seguramente a través de su teléfono.

Mientras aguarda su llegada, va cometiendo diminutas y absurdas venganzas, redimiendo el tiempo que perdió sentado en su banquito negro. En estas casi cien páginas, Polleri vuelve a enfatizar sobre temas que ya se vuelven recurrentes: la familia y los traumas de la infancia. El descreimiento violento de la niñez. Un personaje que quedó mudo por la culpa de un examen de geografía, autoproclamado el cuchillero más famoso de las esquinas tristes montevideanas y que proviene de una familia donde la caza era algo casi que natural, ya que esta práctica está presente en las cunas aristocráticas.

Es, nuevamente, un artista el protagonista de la novela. Otro ejemplo se forma en El pincel y el cuchillo (HUM, 2011), relatando la atormentada vida de Raúl; un pintor neoimpresionista que, al igual que el cantautor Tom Waits, se pasea por la vida absorbiendo todo lo que encuentra a su alrededor para luego utilizarlo a la hora de crear. No es extraño que todo lo que este Raúl encuentre sea miseria y desesperanza, odio y violencia, y que cargue constantemente con un cuchillo mientras charla consigo mismo o con el lector.

Fue amigo y, de alguna manera, discípulo de Mario Levrero, a quien conoció mientras trabajaba en la Biblioteca Nacional. Sobre esto, el propio Polleri ha contado que el autor solía pasarse por el lugar cuando transcurría su turno laboral. Era él quien le solía conseguir las golosinas que luego consumiría, postrado en la cama y envuelto en el humo denso de algún cigarrillo nacional. Y que, si iba en otro horario, abandonaba el lugar con las manos vacías.

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“(…) Pero, ¿no es el centro el corazón de la capital? ¿y la capital no es el corazón del país? El corazón de nuestro corazón solo puede ser, entonces: gris, desesperado, suicida”.

El pincel y el cuchillo (HUM, 2011)

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Dice temerle al espejo. Que le gusta jugar con la adrenalina, el peligro y con las cosas que más le asustan. Que también no hay tanto de autobiográfico en su obra. Que nadie quiso publicarle El rey de las cucarachas por que se “le había ido la moto”.

Dice que Amanecer en Lisboa (1998) pudo ser publicada únicamente mediante la pequeña editorial Aymara gracias a un editor en común. Novela en la que se lo acusa por ser demasiado lineal, más amable y gentil y que su primer renglón delata el porvenir psicodélico: “Ayer fui, borracho, a uno de mis circos andrajosos’’.

Que es aplaudido por mantener un hilo coherente no solo en su voz sino en los más detallados aspectos estilísticos a la hora de tratar temas como lo son la familia, la locura y los traumas. Tópicos que son plasmados sin claudicar ante la brumosa y vaga síntesis. Alguien que piensa que la especie humana es ‘’bastante fracasada’’, y que no hemos funcionado, que solo basta con observar por arriba cómo está el mundo. La codicia, las guerras y la crueldad como el motor natural escondido dentro de la misma especie.

Un pincel que renguea sobre las líneas y pinta un paisaje que jamás llega a ser desolador, impulsándose en las arterias del más macabro y fino humor negro. Intercalando la demencia con dibujos del propio autor: bocetos, recortes y collages descuartizados. Finales que danzan con el espanto, pero que vuelven a justificarse —como lo hice anteriormente, explicando el porqué del caos argumentado— y terminan siendo desencadenando en la más pura esencia de la fatalidad. Pero estos finales son nada más, ni nada menos, que producto de las vidas extremadamente alocadas que tienen los personajes de Polleri.

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“Estuve un poquito ‘enamorado’ algunas veces, naturalmente. La mayoría de ellas me limité a seguir con la vista a la muchacha en cuestión y a pasar, de noche, frente a su casa. Resumiendo, fui honesto conmigo mismo”.

La inocencia (HUM, 2008)

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Artesano del montaje y las acciones. Peón en la generación de la tensión y las temperaturas. Terco y habilidoso herrero, empecinado en traer de rodillas al lector a través de martillazos contundentes que se escapan de la repetición a la que podría verse sometido el autor y recae una y otra vez en vueltas de tuercas impensadas.

Polleri tendría que haber sido cineasta, o quizás editor, o haberse dedicado también al montaje. Los personajes de este universo podrido con aires de lo que me gusta llamar “social surrealismo” se nos muestran recortados, dirigidos directo al movimiento y encausados en una lucha por mantener una cierta línea narrativa que, por supuesto, se mantiene y lo hacen de forma brillante.

Me permito ahondar brevemente en por qué llamarle “social surrealismo” y por qué también me encuentro en desacuerdo conmigo mismo y esta definición. Lo que encontramos a lo largo de la producción literaria del autor es un sinfín de reflexiones de las más oscuras y diametralmente opuestas a las cotidianas. Pero que, en cierta medida, son ciertas.

Hay disparates, metáforas jocosas y papelitos mojados tirados a temas que pocos se atreverían a comentar con el filo óptico y rutilante del autor. Y dentro de ese surrealismo utópico y delicado encontramos un cable que ayuda a Polleri a materializar estos pareceres.

En una época donde la opinión está tan al alcance de la mano que incluso ya perdió su valor, la de Polleri es brutalmente realista, aunque muchos hagan muecas producto de su oscuridad. Por dentro sabemos que esas reacciones son consecuencia del miedo: de saber que alguien le otorgó una voz a sus temores y alrededores y que estos no se encontraban debajo de la alfombra, lejos del juzgado social.

Se podría, incluso, formular oraciones y teorías en base a la simbología y las personificaciones en la obra de Felipe Polleri. La presencia de cuchillos, pinceles y la sangre como forma retórica de expresar la expulsión, una liberación. Pero ciertos aspectos escapan esta síntesis o intento.

Hay cierta algarabía en las almas de los pobres condenados, cuando refieren a sus alas y su desdén encarnizado, los robos, las pistolas y el daño al prójimo por mera venganza contra un mundo que recae en los insultos y desprecios a las personas un tanto diferentes, o que no logran alinearse en los parámetros establecidos por los hijos de puta.

Hay viejos, que son viejos de mierda, pero que como todo ser que ha transitado un buen tiempo en este planeta, lleva con sus arrugas, hedores y malestares, una sabiduría placentera de escuchar. En el universo engendrado por Polleri hay viejos que ofician de faroles en la tempestad para los protagonistas, es el caso del infame señor mencionado en El Dios negro.

Encontramos objetos cotidianos como teléfonos que terminan siendo de papel; metáfora irreverente sobre la comunicación y los problemas que genera a la hora de relacionarse. Hay sillones marchitos, podridos por alguna espera, quizás. Marchitos, producto de absorber las ideas oscuras y temperamentales de los personajes. Delitos, los que son adjudicados de manera indirecta o directa al protagonista. Escapes, ninguna intención ni deseo por la adaptación psicológica a un ambiente que genera un ruido ensordecedor constante, que tiene piedad y que escupe como un enfermo.

Su novela más reciente es la titulada La alegría de las mujeres (HUM, 2021), un libro que podría perfectamente ser catalogado como ‘’novela negra’’. Un policial desesperante, donde el autor da vida a ciertos personajes —un detective, un asesino serial de mujeres entre otras monstruosas criaturas de dientes afilados y sedientas de sangre— que cargan con opiniones que atacan de manera desproporcional a la corrección política y las problemáticas de género que tan presentes están hoy en la geografía argumentativa actual.

Una historia que parece dialogar con sus anteriores novelas; mencionado a zoológicos, por supuesto que a la maternidad, la locura y el desprecio por la comodidad intelectual.

El detective despacha constantemente contra el feminismo y lo culpa por el abandono de las mujeres hacia él, un supuesto “hombre íntegro”. Una atmósfera pesada de hadas y fieras batallas, en la que nadie se cuida de ocultar una aparente misoginia repudiable por algunos sectores de la sociedad, pero que trasluce una historia de amor latente a lo largo del recorrido narrativo.

Donde nos enseña que, si uno se casa con un hada, termina debajo de una babosa. Que la vejez y el paso del tiempo es inoperante cuando se trata de mantener cierto estado físico y que la marginación se remonta a la edad media, cuando desechaban socialmente a los verdugos haciéndolos vivir por fuera de los burgos.

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“Un caso clásico, sin la menor duda. El mundo está lleno de viejos e idiotas que, tentados por la entrepierna, siempre prometida, raras veces concedida, de una mujer bonita, terminan sin un centésimo y colgados de un árbol en el parque de los suicidas”.

La alegría de las mujeres (HUM, 2021)

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Agradecemos en cierta medida ese asesinato en vida que comete el Uruguay con sus autores, ya que esta puede ser la gran culpable de generar voces potentes, completamente libres y no aptas para corazones fácilmente moldeables.

Una literatura directa que debe ser consumida en repetidas ocasiones, hasta volverse familiar. Pero evitando que esa ‘’familiaridad’’ sea un desvío del gusto.

Porque acá se encuentran secretos que pareciesen estar ocultos, pero que se encuentran a simple vista en las avenidas, el boulevard, los callejones y los boliches de baldosas españolas. Un autor que a esta altura no reniega de su carácter y de ser un escritor “de culto”. Admirado en el exterior. Publicado tanto en Argentina, Francia, Italia, España y México.

“La violencia como extensión de la vida”, lo pueden firmar tanto Polleri como el pintor Francis Bacon y Chaim Soutine, a quien el autor adora y menciona en varias oportunidades. Una frontera borrosa entre lo material y lo espectral que se amalgama en una sinfonía de realidad cruda y creatividad envidiable. Que juguetea y se complace en saber que el mundo es una mierda y lo va a seguir siendo, pero que por lo menos existen refugios donde uno atina a desarmarse en cautiverio, cobijado, y resguardado de la estupidez.