Por Gustavo Kreiman | @guskreiman
“La relación de las personas con las películas es algo que lleva mucho tiempo construir y es muy fácil de romper, como casi todo”.
Eso dice Fernando Martín Peña en el pasillo a la entrada de las salas de la Cinemateca Uruguaya, en el primer piso, frente a la ventana vidriada que deja ver cómo bajan los autos por Ciudadela hacia la rambla.
Nació en Buenos Aires, en 1968. Es cineclubista, cinéfilo, divulgador y programador. Escribe libros, hace programas de televisión donde presenta películas que, de otra manera, no serían vistas.
Es querido porque quiere al cine de una forma muy querible para los que lo quieren. Reconstruyó películas con las manos, de manera artesanal (la única copia completa de Metrópolis (1927), de Fritz Lang, por ejemplo). También se construyó una filmoteca en su casa, según él, “por necesidad, porque no le quedó otra”.
Militó durante 15 años para la creación de una Cinemateca nacional, pero el proyecto nunca alcanzó la voluntad política suficiente para avanzar. Cuida las películas de una manera que hace que algunos directores y directoras, además de distribuirlas, le manden una copia a él, para que la guarde, no vaya a ser cosa que se pierda entre la oferta y la demanda.
Fue amigo del crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet y recuperó todos sus escritos no publicados para compilarlos en un libro, junto a Álvaro Buela y Elvio Gandolfo. Es amigo del crítico cordobés Roger Koza, y tuvieron hasta hace poco en la televisión pública argentina un programa donde hablaban de las películas que compartían, con una pasión que contagiaba.
Como programador, trabajó en festivales centralizados como en el MALBA y en el BAFICI, pero a la par sacó adelante el Bazofi (un festival donde pasaba cosas raras, jugando con el nombre de una manera contestataria a la idea del BAFICI como ‘lo canónico’). También organizó un ciclo que se llamaba “Peña sin cadenas”, en donde el público iba sin saber qué iban a pasar, iba porque confiaba en que lo que le gustaba a él seguramente iba a ser interesante de ver, y entonces iba, sin preguntar.
En Cinemateca, en estos días (hasta el domingo), está presentando un ciclo que se llama “Peña entre dos archivos. El Cine dentro del cine”, donde pasan películas en las que la realidad y la ficción se desdoblan, en las que la diferencia entre la historia y la imaginación no está clara, o mejor dicho, en las que las historias reales e imaginarias se esclarecen mutuamente.
Al momento de realizar esta entrevista sucedió algo particular, porque iban a proyectar en ese horario la película “El silencio de oro” (René Clair, 1974), pero por unas complicaciones con la proyección en su formato original en fílmico, se decidió proyectar la que venía en el horario siguiente, “Días de libertad” (Alan Alda, 1986). La gente se quedó igual. Más allá de lo que se vaya a proyectar, lo lindo era ver algo que él haya visto y que le haya llevado a otra parte la mirada.
Después de conversar con los espectadores, de reírse con ellos, hacer un par de chistes e intercambiar chismes faranduleros sobre la edad de los actores y las actrices de aquella época, de si estaban casados con tal o con cual, de comentar lo bueno que era tal director y también el de la otra película que habían visto la otra vez, Peña se acercó y se tomó un momento para hablar de cine con Latido BEAT. La relación del público con las películas es algo que lleva mucho tiempo construir y ese vínculo no se inventa.
¿Cómo te sentís en Uruguay?
Acá en Cinemateca, como en casa. A esta sede he venido poco, porque se ha dado así, desde hace 30 años que estoy en Uruguay y trabajo mucho en Cinemateca. Empecé a venir cuando todavía estaba en Carnelli, en 1991. Y en la ORT di clases, cuando empezó la carrera audiovisual. El primer año, cuando se armó la carrera, yo venía cada quince días.
Así que sí, tengo una relación con Montevideo en particular, de muchos años.
¿Por qué es importante conservar las cosas?
Hay muchas respuestas para eso. Yo no sé si tengo una respuesta sola. No sé hacer otra cosa. Me dedico a esto, básicamente, porque me gusta. Me gusta hacer esto más que nada.
Y me gusta hacerlo porque disfruto mucho de ver el cine en una pantalla grande, en el formato original, en fílmico. Después, hay muchas otras respuestas posibles. Está el tema de que el cine es documento, de que es parte de la identidad del pueblo, hay respuestas más formales que te podría dar. Pero yo lo hago de gusto, porque me gusta.
Creo que uno aprende muchísimo viendo cine. Mi acceso a la cultura, en general, se ha dado casi siempre a través del cine. Eso tiene que ver con el gusto. Pero creo que a otra gente también le pasa, entonces me parece que está bueno compartirlo.
¿Hay una relación entre la memoria y la identidad, entre conservar el archivo y recordar lo que somos?
Sí, creo que se suele decir eso y creo que es correcto decirlo. Es así. Funciona así cuando la relación entre los países y su cultura audiovisual es intensa. Si no, no.
En el caso del cine argentino, por ejemplo, se ha roto su relación con el cine propio, con la historia del cine propio, desde hace muchos años. Cuando yo era chico no. Cuando yo era chico vos veías películas argentinas por televisión todos los días. Y mis padres, mis abuelos, si vos veías una película con ellos, te decían quiénes eran los actores, incluso los secundarios. Eso se rompió. Y se rompió por la falta de una institución como Cinemateca Uruguaya. Allá no tenemos un espacio que reponga esa relación.
Entonces, es cierto que sucede esa relación entre la memoria y la identidad, pero sucede cuando hay una institución que está todo el tiempo poniendo a disposición el material a falta de un mercado.
No se puede inventar ese vínculo.
Argentina nunca tuvo un mercado cinematográfico muy grande, Uruguay tampoco. No lo tienen, son países chicos, como muchos países europeos que no tienen un mercado propio grande y entonces, hace muchos años, desde la Segunda Guerra Mundial, necesitan que el Estado intervenga en la producción para poder seguir teniendo y sosteniendo su propio cine. Pero no es solo intervenir en la producción, sino también en la difusión de esas cosas que se hacen, para que lleguen. Para que sean vistas. Para que se puedan ver a simple vista.
Cuando eso pasa, si eso está, entonces sí, las películas guardan algo de la memoria, la gente siente reflejada una relación con las películas, hay una relación con lo identitario. Puede suceder, pero hay que hacer que suceda. Funciona a largo plazo. Sedimenta.
En una entrevista dijiste que la filmoteca que te hiciste en tu casa fue por necesidad, que la hiciste porque no te quedó otra, ¿te hubiera gustado que fuese otra cosa?
Hay dos momentos. Hay uno en el que no me quedaba otra que juntar películas porque no había otro formato en el que verlas. Yo era muy chico y en los 70 no existía ni el VHS, si vos querías ver las películas que contaban la historia del cine, no te quedaba otra que comprarlas. Entonces yo, a través de mi padre y otra gente, me empecé a poner en contacto con el mundo de los coleccionistas y ahí entendí que las películas se vendían, se compraban, se podían vender. Empecé a hacer mi colección, y ahí sí, fue porque no me quedaba otra.
Pero después hubo otro momento. Aposté a que hubiese una institución nacional. Milité la ley de creación de la Cinemateca, después milité la reglamentación, y no funcionó. Estuve en eso desde el 1994 hasta el 2010. Y hasta el día de hoy seguimos sin institución. Entonces, de vuelta, no me quedó otra que hacer una bóveda en casa, un espacio climatizado para poder conservar las películas que veníamos juntando, para que no se arruinen ni se pierdan. La idea siempre había sido que en algún momento eso pasara a ser público. Pero el Estado nunca lo hizo. Era perder todos esos años de trabajo, o decidir armar las cosas por mi cuenta lo mejor posible. Y bueno, terminé haciéndolo yo en mi casa, porque pude.
Eso no reemplaza para nada la labor de una institución. Lo que uno puede hacer de manera voluntarista no reemplaza lo que el Estado debería hacer y no hace.
Estás presentando acá un ciclo que se llama “El cine dentro del cine”. ¿Cuál es el vínculo con las películas que elegís?
No sé si tiene que ver conmigo. Uno cuando programa juega un poco. Elegís un tema y buscás variantes de ese tema. Y después, cuando las empezás a poner en relación una con otra, pasan cosas. Había algo de sentido ahí, algo de la mirada de uno, claro. Pero esas cosas que pasan no son muy buscadas tampoco. De las ocho películas que programo acá, hay una que no es de cine, es sobre televisión. Pero quedó en este ciclo porque me pareció que tenía que ver, porque había una perspectiva crítica sobre los medios masivos.
El cine, en algún momento, fue un medio masivo. Ahora ya no. Cuando esta película se estrenó, lo era. Esta película es de cuando la televisión reemplazó al cine. Me pareció que había una relación que se podía hacer. Yo disfruto mucho esos juegos, haciendo esas relaciones, y ojalá la gente lo disfrute igual. Me parece que sí.
¿Hay algo en la divulgación de películas parecido al chisme, como a llevar y traer cosas que están buenas para que sobrevuelen el ruido del mundo, como de decir, ‘veamos esto’, ‘pongamos el ojo ahí’?
Yo siento que disfruto mucho, hay muchas formas del arte que a mí me hacen mejor la vida. Y siento que si eso me pasa a mí, le puede pasar a mucha otra gente que no las conoce. Puntualmente lo puedo hacer con el cine, hay otra gente que lo hace con la música, con la plástica, con otras disciplinas.
Cuando la gente disfruta, la historia ocurre. Se puede tener un conocimiento especial, obviamente, si uno puede ver más películas va a saber un poco más de cine. Pero si no sabés nada, el arte tiene esa cosa fabulosa que es la capacidad de llegar a cualquiera. En ese sentido, el arte es lo más democrático que existe, en todas sus formas. De pronto, mucha gente solamente necesita saber que eso existe para disfrutarlo, y entonces automáticamente la vida de esa persona mejora, un poquito. Y por cómo están yendo las cosas, ese poquito a veces es una diferencia muy grande.
Yo creo que el mercado no atiende a esas cosas. El mercado atiende a otras. Entonces, reponer eso, cumplir ese rol que no cumple, me parece que es importante hacerlo, porque, insisto, le mejora la vida la gente. Cuando salen de la sala te lo dicen. Vienen con sus parejas, con su grupo de amigos a decirte que la pasaron bien. Y te agradecen. Te dicen, “uh, mirá, yo a esta peli de ninguna otra manera la hubiera visto”. Para mí eso es lo más lindo que me pueden decir en la vida, porque para eso lo hago.
Después sí, está todo eso que viene detrás, después cada uno hace la lectura de la película que le pinte. Pero mostrar algunas cosas hace que alguien decida ver algo que de otra manera nunca se hubiera podido ver. Eso le cambia la forma de mirar. Esas cosas ayudan a romper los prejuicios. Hay veces que uno no va a ver algo porque dice “¿Y esto qué será?”, y no va, y se pierde de ver algo que está bueno.
Las críticas al estilo de las que hacía Homero Alsina, o el programa de televisión que hacíamos con Roger, son todas formas de tratar de que la gente disfrute de las cosas de la misma forma que las disfrutamos nosotros. No es más complicado que eso.
¿Cómo fue tu amistad con Homero Alsina Thevenet?
Homero fue el crítico de cine más importante de Latinoamérica. Hizo una enorme carrera acá, después desde el 65, creo, en Argentina. Después se exilió cuando vino la dictadura de allá, estuvo en España y luego volvió a la Argentina. Y finalmente a partir del 89 se volvió a instalar acá en Uruguay y estuvo trabajando hasta que murió, en el 2005.
Fue realmente crítico del cine, pero sobre todo, fue un gran periodista, un tipo que era un gran convencido de que el periodismo tenía que cumplir una función formativa, que era la que él sentía que había cumplido cuando era joven. Con los diarios se aprendía. Gente que venía de otros países aprendía el idioma comprando el diario, porque era lo más económico para aprender a hablar. Y él estaba convencido de que la cultura se podía difundir a través del medio gráfico. Durante algún tiempo eso fue así.
Para mí, hace mucho tiempo ya que el periodismo renunció a esa función. Es muy banal hoy en día, persigue algoritmos. Pero Homero es de otra época, y cuando trabajaba acá en Montevideo, hizo la página de espectáculos de El País, hace muchos años. El País era igual que ahora, el diario más vendido del país. Él logró hacer la diferencia a través de la página de espectáculos, no sólo por la forma en la que organizaba la cobertura, todo lo artístico, sino porque gracias al apoyo que él le daba desde las publicaciones a las películas que a él le gustaban, conseguía convencer de que eran importantes. Incluso algunos títulos llegaron a ser éxitos cuando no lo hubieran sido y se estrenaron cosas cuando no se iban a estrenar. Películas de Bresson, por ejemplo, que no se iban a estrenar, él las veía en algún festival y venía y decía, a esta película hay que estrenarla. Hacía anticipos en los diarios, explicaba por qué era importante, por qué era buena, por qué había que verlas. Y finalmente se estrenaban. Entonces hacía una crítica, o encargaba a alguien que la supiera hacer bien para que haga una crítica.
Era muy escrupuloso con la palabra. Él cuidaba mucho la prosa periodística. Te enseñaba a construir las frases de tal manera que en cada una hubiese dicho algo importante. Te enseñaba a eliminar lo superfluo, lo que no sirve, para que todo el texto sea informativo. Te amenazaba siempre con que al lector si lo aburrís, te abandona y se va. Era un periodista extraordinario.
¿Y te dejó sus libros?
Me dejó los libros, sí. Era una biblioteca importantísima. Eran dos habitaciones, llenas de libros, revistas, colecciones rarísimas. Él es de la época en que la información era impresa, y además le escribía en los márgenes. Todos los libros de él están llenos de información de altísimo nivel, y era una época en la que la única forma de conseguirla era ir a buscar revistas de afuera. Había que discriminar cuál revista tenía los datos correctos y cuál no. Y él le pegaba siempre. Era un tipo que sabía buscar.
Aprendí a escribir con él. Yo no escribía sobre cine hasta que lo conocí a él. Lo leía mucho, y fui, me le presenté en una feria del libro, para que me firme un libro que me había publicado. Él era del 22, yo soy del 68, más de 40 años de diferencia. Y él fue extraordinario conmigo porque me tuvo una enorme paciencia, y me estimuló a que yo escribiera. Nos hicimos amigos, y fuimos amigos muchos años.
Con Roger Koza, otro crítico, tuvieron un programa en el que además de enseñar a mirar y a pensar en lo que se ve, se los veía pasando muy bien. ¿Qué sería tener una mirada crítica?
Yo no soy crítico de cine, no sé si sé tanto de esa mirada. En general, escribo sobre cine desde la historia, desde lo que me pasa, desde el cineclubismo o la cinefilia. Pero crítico no soy. Roger sí, y es uno de los más importantes de Latinoamérica hoy. Somos amigos.
Tenemos muchas afinidades y nos gustan las mismas cosas. Nos pasa, nos pasaba haciendo el programa, que nos ponemos muy contentos. Nos hace muy felices hablar de las películas que nos gustan. Pero él es crítico, yo no.
Divulgás lo que te gusta, lo que te parece que puede hacer bien. A lo olvidable, ¿te parece que es mejor ignorarlo?
Sí. Salvo que sea ofensivo. Salvo que sea algo que te indigna. Entonces ahí hay que escribir desde el enojo. La forma en que J.J. Abrams lo hace matar a Han Solo, por ejemplo. (Star Wars: el despertar de la fuerza, 2015). Es indignante. Hay que rebelarse contra eso. No se puede hacer eso con un héroe de nuestra infancia. No se lo puede matar como si hubiera tropezado con una cáscara de banana. Tiene que haber épica, y ahí no la hay. O también está la posibilidad de no matarlo, siempre está posibilidad. Entonces ahí uno se indigna y algo escribe. Pero, como decís, a lo que es malo, es mejor dejarlo pasar. No hay tanto tiempo en la vida. Hay que concentrarse en lo que está bien.
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