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Contenido creado por Federica Bordaberry
Literatura
Sacarle la piel a un saurio

Fontanarrosa, un narrador rosarino que dibujó el humor en papel y lo ridículo en otra capa

A casi 80 años de su nacimiento, sin aniversarios necesarios, nunca es tarde para recordar al Negro Fontanarrosa desde el otro lado del río.

19.02.2024 13:03

Lectura: 11'

2024-02-19T13:03:00-03:00
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Por Gustavo Kreiman | @guskreiman

En Rosario pasan cosas.

Por ejemplo, en mayo de 1996, las cámaras del canal de televisión argentino TN filmaron en la zona sur de la ciudad a un grupo de hombres y niños asando gatos para comer como una manera de paliar el hambre y la pobreza. Esto no sucedió en serio. Las cámaras no filmaron a personas comiendo gatos. La nota periodística fue inventada y ficcionada por el periodista Julio Bazán como una provocación crítica contra Carlos Menem, el presidente de turno.

Desde entonces, decirle “comegato” a alguien, que nació en Rosario, es una forma de agravio, que a fuerza de repetición se fue vaciando de sentido, se volvió jocosa. Para algunos, puede llegar a generar humor. En el fútbol, la expresión se usa mucho.

En Rosario pasan muchas cosas. Hay belleza, hay crisis y también nacen personas que transforman la cultura rioplatense. Allí nació el artista plástico Antonio Berni, el músico Fito Páez, el médico revolucionario Ernesto Guevara, la jugadora de hockey Luciana Aymar, los futbolistas Lionel Messi y Ángel Di María, la cantautora Silvina Garré, el actor Alberto Olmedo y la actriz Libertad Lamarque.

Dicen los cuentos de la farándula argentina que en el rodaje de la película La cabalgata del circo (Mario Sofficci, 1945), Libertad le dio un cachetazo a Evita o Evita le dio un cachetazo a Libertad: no queda claro. Ambas lo desmintieron. Lo que es seguro, es que no se llevaron bien.

Un año antes, el 24 de noviembre de 1944, en Rosario había nacido alguien más:

“Era domingo y el parto había sido normal salvo por un detalle, el bebé resultó negro y canalla (hincha de Rosario Central)”. Hablamos de Roberto Fontanarrosa.

Fontanarrosa creció sano, bien, y sin grandes dificultades ni conflictos en su infancia. Desde muy chico dibujaba y escribía, imitando las historietas que leía con dibujos, y escribiendo cuentitos en el margen de las revistas. En una entrevista para la televisión él cuenta que le parece todo muy natural, que es usual que los niños empiecen dibujando, que después hay muchos que dejan de dibujar porque les agarra la autoexigencia y se frustran al no poder ilustrar tan bien lo que imaginan, pero que a él no le pasó. También cuenta que las historias que imaginaba dibujando eran dramáticas y aventureras, y que, en cambio, las que imaginaba escribiendo sí tenían chistes y trabajaban con el humor de manera espontánea. En otra entrevista, realizada por la periodista uruguaya María Esther Gilio, dice que es un humorista accidental.

Roberto Fontanarrosa

Roberto Fontanarrosa

El Negro dejó el liceo en tercer año. En su autobiografía lo cuenta con humor. Se proclama como precursor de la deserción escolar. Arrancó trabajando en publicidad, hizo unas tarjetas para fiestas en un tono humorístico y cayó en la cuenta de que eran mucho más aceptadas que las otras y que le resultaba mucho más divertido crearlas. Luego entro a trabajar en un diario y lo pusieron a hacer las tiras cómicas casi por casualidad, porque no había nadie más que hiciera ese trabajo.

Su primera publicación no accidental como humorista gráfico fue en la revista rosarina Boom, en 1968. En 1972 empezó a trabajar en la revista cordobesa Hortensia. Sus obras más reconocidas en ese lenguaje son dos:

Boogie, el aceitoso, un asesino descorazonado, que quedó tocado de la cabeza por la guerra de Vietnam, que parodia el mundo de los espías y los mercenarios y critica al fascismo y al armamentismo. Recibía muchas cartas en contra de Boogie, pero las más preocupantes eran las que le llegaban a favor: “Era una cosa terrible, tipos felices porque por fin llegaba alguien que les pegara a los negros y a las mujeres”. También es el autor de Inodoro Pereyra, una tira cómica que retrataba los días de Inodoro, un gaucho que vivía con su compañera, la Eulogia, y con Mendieta, su perro. Inodoro era como un argentino común que iba hablando con asombro sobre lo que pasaba en el momento.

Tira de Inodoro Pereyra

Tira de Inodoro Pereyra

En la entrevista con María Esther Gilio, titulada “Yo quería hacer Indiana Jones” y publicada después de su muerte, Fontanarrosa dice que él no hacía humor para hacer pensar, porque eso sería una pedantería ya que la gente piensa sola, no necesitan de su provocación. Que lo que él buscaba era hacer reír, porque si no lo hacía lo ponían en la calle y se buscaban a otro para hacer su trabajo.

Era un tipo que disfrutaba su trabajo, probablemente porque encontró la manera de que se pareciera bastante poco a un trabajo. Le ponía el cuerpo y lo hacía bien. Falleció de un paro cardiorrespiratorio al final de un proceso de enfermedad, una esclerosis lateral amiotrófica, que lo tuvo un tiempo en silla de ruedas. Al Negro la enfermedad le hizo retirarse del dibujo propio antes de tiempo por una cuestión técnica: ya no le funcionaba bien la mano. Pero los dibujos vivieron un rato más porque se los siguió contando con palabras a Crist, santafesino, y Óscar Salas, cordobés, dos amigos dibujantes que se habían reído con ellos y luego los dibujaron por él.

Como cuando era niño, de adulto, además de dibujar, escribía: cuentos, novelas y colaboraba artísticamente con el grupo de música humorístico argentino Les Luthiers.

Como cuentista produjo muchísimos relatos memorables, editados en general por Ediciones De La Flor. Su editor, Daniel Divinsky, cuenta que el Negro estaba peleado con la gramática y que, aunque leyera, la ortografía no se le contagiaba: “Sembraba acentos como quien tira semillas en el campo y, si le pegaba, le pegaba”.

La mayoría de sus cuentos generan entre ellos algo de continuidad y se pueden leer compulsivamente. Se pueden leer, entre otras cosas, para recordar por qué está bueno leer. Sin repetirse y sin dejar de estar bien escritos, en todos aparece un costumbrismo muy argentino, abordado con una ternura y una lucidez divina, que propicia ante todo el habla coloquial. Rodolfo Fogwill, otro escritor y publicista argentino, se preguntaba si un escritor de ese país tenía que aspirar a ser el mejor Fontanarrosa o el peor Borges. Fogwill, que no manifestaba su respeto por casi nadie, lo respetaba al Negro.

Roberto Fontanarrosa

Roberto Fontanarrosa

Hay dos cuentos que son particularmente buenos para quien escribe esta nota:

Uno, "Mog y Npwm", que habla sobre el origen del fuego. Es un diálogo entre una pareja pre-histórica, en el que un hombre llega y le cuenta a su mujer que unos amigos descubrieron algo muy raro y no sabe bien cómo explicarle de qué se trata. Ella, que estaba cocinando carne en la cueva, probablemente aburrida y también con ganas de salir, desconfía del relato y de las pelotudeces que hacen los amigos de su marido. El vínculo entre ellos está desgastado, pero igual se advierte cariño, interés y preocupación por el otro en la conversación. En ese cuento se llega a una definición de lo que es el fuego a través de una reflexión sobre el color:

“Todas las cosas tienen color, tú lo sabes. Las plantas son verdes, algunos animales son marrones. El cielo es azul. Bueno, el fuego es el color rojo, pero sin nada abajo. El color solo. ¿Has visto la sangre? Bueno, es roja. Si a la sangre le sacas el color, te quedan dos cosas. La sangre por un lado y el color rojo por el otro. Como si le sacases la piel a un saurio. El fuego es la piel de la sangre”.

El otro, es “Experiencia en El Cairo”. Es uno de los tantos en los que se reproduce una vivencia que para el Fontanarrosa fue real: juntarse con sus amigos en el bar El Cairo de Rosario, a tomar café y filosofar, donde según él mismo, lo fantástico era que no se hablaba de nada importante, la insoportable levedad de la conversación”.

En este cuento, los amigos se la pasan hablando de que cada tanto viene a sentarse con ellos un tipo que es un plomo, un pesado, un denso. Parece que el tipo viene y se les pegotea, se les queda hablando y no se pueden escapar. Un tiempo después viene otro amigo y cuenta que conoció otro plomo muy parecido, pero en otro bar. Entonces, deciden hacer el experimento de juntarlos a los plomos, a ver qué pasa. Y, cuando los juntan, resulta que se llevan bárbaro entre ellos, y dejan de ir al Cairo. Los plomos se empiezan a juntar mano a mano en otro bar para poder charlar sin tanta gente pesada alrededor.

Una primera lectura, bastante simplista y sesgada de "Experiencia en el Cairo" sería marcar ahí cómo se cristaliza lo rotos que estamos todos. Y lo finísimo que se pone él como autor para hacerlo. Una, quizá menos sesgada, sería la de leer ahí cómo el plomo componía, incrementaba sus potencias con el (en teoría) otro plomo. También hay algo del doble, como tópico en el cuento, que es un tópico muy concurrido, también uno de los favoritos de Borges. Pero es muy probable que Fontanarrosa no hubiera pensado en ninguna de estas cosas.

Tira de Boogie, el aceitoso

Tira de Boogie, el aceitoso

Es más orgánico imaginar que el cuento esté basado en plomos reales, en alguna historia que vivió o que le llegó. Que estamos hechos mierda, rotos, salta a la vista; pero descubrir que más que épico es gracioso, es más inhabitual. Que los plomos pueden encontrarse y empezar a recluirse porque perciben plomo a los que se creían picantes, es una manera divertida de pensar en cómo la gente se junta y se separa. Lo hermoso de cómo escribía cuentos el Negro es que agarraba este tipo de cosas, no las arruinaba con grandes categorías y las ponía bien escritas en papel.

“El humorista tiene un laboratorio interno muy afinado para detectar el absurdo y el ridículo que está allí donde nadie o muy pocos ven”, dice en la entrevista con Gilio, y este cuento parece dar cuenta de eso.

Fontanarrosa dibujó, escribió, tuvo amigos, se casó dos veces y tuvo un hijo. Y, en noviembre de 2004, cerca de su cumpleaños número 60, fue invitado al III Congreso Internacional de la Lengua organizado por la Real Academia Española, en Rosario, su ciudad natal.

Ahí, cuando tuvo que hablar, pronunció una conferencia inolvidable “Sobre las malas palabras”, una amnistía de los insultos y las formas ramplonas en el habla, reivindicándolas como irremplazables, por sonoridad, fuerza, contextura física y porque podían tener fines terapéuticos.

Si uno tuviera que preguntarse por qué Roberto Fontanarrosa fue como fue, podría encontrar algunas respuestas en esa conferencia. Si uno tuviera que preguntarse por qué el Negro es como es, preguntarse por qué decidió hablar de eso y no de otra cosa en el Congreso quizá ayudaría a comprenderlo.

Una hipótesis: habló de eso porque, como todo buen narrador, sabe que para hablar de una cosa hay que hacer de cuenta que se está hablando de otra. Porque desde su ética y su crítica decolonial (aunque todavía no se hubiera inventado ese término), para sentarse al lado de los señores de traje de la RAE de ese momento, se puso como siempre una camisa así nomás y no se acomodó el pelo.

Y no le habló a ellos: le habló al auditorio, sobre todo a las maestras, sin subestimarlas, hinchando los huevos, y habló de esto y aquello, de significantes, de significados, de la revolución cubana y sus limitaciones por pronunciar la R como L en el habla, habló de nosotros y de ellos, entre nosotros —aunque también contó que se había comido un asado con ellos—, y además de elogiar lo local (no desde lo telúrico sino desde la potencia de la parte más vulgar del mito), nos hizo reír mientras pensamos. Porque hace bien, porque es saludable, porque nos puede llevar más lejos, porque está bueno.