El riesgo nos atrae. Esa delgada línea entre el peligro real y el susto que queda en lo anecdótico. Disfrutamos de experimentar la adrenalina del peligro sin sufrir sus consecuencias, y su búsqueda es inherente a nuestra especie. 

Esto explica que nos gusten las montañas rusas, los escape rooms, las películas de terror, y los realities. Ese trozo de realidad que nos aporta drama, risa, llanto, amor y confrontación en lo que parece ser una arena controlada. Vivirlo al extremo, pero en otra carne. 

Este 24 de junio, una nueva edición de Gran Hermano en Argentina llegó a su fin. Su ganador, Santiago “Tato” Algorta, es un joven uruguayo que ahora integra la eterna lista de aquellos que experimentaron por nosotros y salieron de la arena. El fenómeno del reality show no pierde el éxito desde su creación, a finales de los años 90. Pero sabiéndolo o no, la cultura venía coqueteando con el concepto del panóptico y la vigilancia desde varios años antes. 

Lo advirtió George Orwell, en su obra 1984 (1949). Con ella, nacía el concepto que hoy encuentra sus raíces en el fondo de la cultura pop: el mismísimo Gran Hermano, el original. En la novela, aquel líder del Partido Único y su policía del Pensamiento, la cual combatía al desarrollo intelectual de la humanidad por dos frentes: la destrucción del pensamiento y la del lenguaje. Porque según su premisa, lo que no forma parte de la lengua no puede ser pensado. Así, inventaban la “neolengua”: una especie de idioma sumamente atrofiado que permitía la comunicación sin mayores posibilidades de variaciones ni surgimiento de nuevas ideas. 

Casi 50 años después, en Holanda, el productor John de Mol tomó este concepto y lo llevó a la televisión en 1997, con una premisa muy distante (o quizá no tanto) de la original. Jóvenes que superaban un casting exhaustivo para formar parte de una casa aislada del resto de la sociedad. Cámaras en cada rincón. Y allí, sobrevivían. 

Aparece así el experimento controlado. El arte de diseñar esa arena en la que los gladiadores, guste o no, se van a terminar despedazando. Porque aunque sean amigos, todos quieren ganar. Y premio solo hay uno.

Para este momento, el panóptico en la televisión venía germinando cada vez más rápido. En 1998 se estrenaba The Truman Show. Una película de humor protagonizada por Jim Carrey que, lejos de quedarse en lo anecdótico de la escena graciosa de por sí, planteaba preguntas tan antiguas como el mundo mismo. 

1984 (1984), Michael Radford

Su director es el australiano Peter Weir, quien venía de dirigir La sociedad de los poetas muertos (1989). Sus motivaciones son claras. Hay preguntas que le quitan el sueño, y las comparte con su público a través de sus películas. 

La premisa de la película es concreta: un joven es propiedad de una corporación televisiva y no lo sabe, hasta que lo descubre por las malas. Vive en un set de grabación ambicioso y casi fantástico: la ciudad ficticia de Seahaven. Tiene playas, mares, cielo y su propio sol. Todo artificial. Y la figura del director Christof (Ed Harris) es el dios en este mundo. El emperador del Coliseo. Todo se encuentra directamente ligado a su poder y el de su corporación. Reaparece la necesidad de control y el placer que genera el poder sobre un otro. Y con él, la incapacidad de soltarlo. 

Con el antecedente de 1984 a sus espaldas, la película aún así logró ir más allá. Porque en la década de los 90, sin tener todavía una cultura tan firme en torno a los realities, el director pareció haber divisado en el horizonte un problema social que se acercaba. Una necesidad de consumir vidas ajenas que le otorgaría la fórmula del éxito por muchos años a las productoras de televisión. Gran Hermano, Operación Triunfo, La casa de los famosos, La isla de las tentaciones. Un mismo concepto reinventado a través de los años. 

Truman Show (1998), Peter Weir

1984 es una novela política. Gran Hermano, en cambio, es un programa de entretenimiento. El Gran Hermano de 1984 era la amenaza más importante de los habitantes de Oceanía. Sus vidas estaban atadas a esta figura de manera directa. La adaptación de un concepto tan oscuro de la distopía a un formato de esparcimiento y diversión resulta poco probable. Pero el productor no solo lo consiguió, sino que su idea lo trascendió. Y hoy, 28 años después de ese primer programa, se continúa replicando en múltiples versiones como países que lo ofrecen. 

Gonzalo Bengoechea sabe bien cómo funcionan. Es productor ejecutivo y dedicó años al área del casting. Integra el equipo de MasterChef desde sus inicios, en el año 2017. “La magia del reality es que logra un montón de emociones distintas en cada programa, tanto en los participantes como en el público”, explicó a LatidoBEAT. Para él, la clave de su éxito está en la identificación. En la capacidad de verse reflejados en cada integrante, sabiendo que son personas como cualquier otra. Que no se trata de actores. 

Y como en el arte, para Bengoechea el reality funciona porque cuenta eventos que nos trascienden. Historias de la propia humanidad: “Ayer fue la final de Gran Hermano, y la historia de toda la temporada fue el bueno contra el malo. Tato contra Ulises”. Se trata de encontrar, en el caso concreto, lo universal. En la anécdota, lo infinito. Ese relato que se revive una y otra vez en forma de libro, de película, en carne propia, en chisme o en un reality. Porque es la historia que nos hace humanos. 

El misterio sobre cómo se hacen los realities siempre estuvo. Esa especie de leyenda urbana que da vueltas sobre la idea de que, quizás, todo esté previamente pactado. Que todo sea actuado. Bengoechea advierte que desde la producción siempre debe cuidarse el no caer en la manipulación, pero que el casting es fundamental para que una edición funcione. Se trata de seleccionar cuidadosamente a los perfiles, como los ingredientes de una receta a la que nadie se resiste. Asegura que se hace especial hincapié, por ejemplo, en que el participante sea un apasionado de lo que el formato ofrece. Que tenga muchas ganas de participar. Una vez confirmado esto, comienzan a jugar otros matices: “Hay un montón de factores que van por el lado de la personalidad y perfil del participante”, explicó. 

Se trata de hacer que las piezas del engranaje funcionen, sin presionarlas ni condicionarlas. Genera un ecosistema apto para que las cosas se den por sí solas. Dejar que la magia suceda. “La televisión es contar historias. Vos tenés que intentar que no te falten piezas en el puzzle de esa historia. Cuando el reality te da algo, tenés que estar preparado para aprovechar ese momento y contarlo bien”.  

Juan Pablo Amaya tuvo una experiencia similar. Desde Colombia, su país, lleva 22 años trabajando en múltiples reality shows de varios países de América, entre ellos Uruguay. Comenzó como asistente de producción, para luego pasar a la asistencia de dirección. En conversación con LatidoBEAT, Amaya aludió a esta idea del ecosistema controlado, y la experimentación. En este sentido, explicó que el reality es “el hermano televisivo del documental”. Que a grandes rasgos, el objetivo y la metodología sería la misma. Se parte del planteo del “¿qué pasaría sí?”. Se vive a través del otro. Por esta misma línea, el espectador del formato busca un espejo, y la producción cumple sus deseos. “Nosotros reinventamos la experiencia de vernos a nosotros mismos”.  Pero como todo invento antiguo, para mantenerse vivo necesita reinventarse. Observar el entorno y encastrar con él.

El espectador ya lleva casi 30 años de realities en su haber. Esto moldea la manera en que vemos televisión y nos relacionamos con quienes la habitan a nivel más general. La aparición de las redes sociales, el surgimiento de fenómenos que hoy tenemos más que procesados, como la figura del influencer, hacen que nuestro acceso a las celebridades sea poco menos que ilimitado. Por eso, cuando no hay acceso hacia cierto ámbito de su vida, el espectador no lo perdona. Que cuenten su vida privada, sus relaciones amorosas, su postura política, su apoyo a causas sociales. Cuando recibimos un regalo de manera repetida, este se convierte en necesidad. Y la intimidad en el mundo pop no es algo que el espectador negocie con facilidad. 

El ser humano necesita control. Lo busca de manera constante. Y ante la falta de control sobre su propia vida, surge una necesidad casi biológica de controlar a un otro. De ejercer poder. Exponerlo al análisis exhaustivo como una suerte de experimento u objeto de estudio, y que no se escape nada. Porque en ambientes ficticios y controlados, la psicología vuelve a aparecer. Ofrece la posibilidad de sumergirnos en el drama, empatizar, sentir pena o ver surgir el amor sin que sea en carne propia. Vivimos la experiencia sin pagar la consecuencia. Y como es lógico, otros la pagan por nosotros.