Por Bruno Guerra
brunogdarriulat
A modo de introducción me gustaría enumerar algunas advertencias. O, si prefieren, podemos llamarles aclaraciones, que suena mejor y más liviano.
1: Este punto puede resultar obvio, pero no lo era (hasta el momento de investigar y escribir esto), para este lector tan empedernido como desordenado y de escasa memoria. Descubrí que los escritores y las escritoras que voy a mencionar, sobre todo los más importantes, están muertos en el plano material. Sin embargo, y contradiciendo a Don Miguel De Unamuno, aún viven en el trazo de varias formas escritura contemporánea, incluso cuando esta se construye en contra de esta herencia. Este asunto dispara mi primera réplica contra los críticos y los académicos de pizzería con trajes psicobolches que centran el canon literario a fuerza de comparaciones ridículas y que no se sostendrían si decidieran dar regresar a la fe poética.
2: También es reciente para mí el descubrimiento de grandes autores vivos que, en mi opinión, pavimentarán el camino a nuevas formas de la narrativa y de poesía. Lamentablemente, para corroborar esto, parece que tenemos que esperar a que la posteridad haga de las suyas, tal y como se nos ha enseñado.
¡Qué porquería ¡Qué tontería!
¡Qué flagelo es negarse a ver la belleza que habita también en lo bajo, en el bulbo, en lo mundano y en lo gangsteril!
3: El criterio utilizado para este texto y las categorías a mencionar es totalmente antojadizo y personal. Simplemente voy hacer usufructo de este medio para expresar lo que se me canta, por ende los invito a leerme a sabiendas que mi opinión vale un pepino. En este caso voy hacer una especie de homenaje a mis escritores menores favoritos, quienes, desde mi perspectiva, son gigantes y merecedores de un status superior.
4: Voy a abordar solo autores latinoamericanos, sobre todo del cono sur, y desde la superficie, como al pasar, ya que para explayarme más allá necesito tiempo, mucho estudio y al menos doscientas páginas dónde exponer.
Tras esta introducción, voy a lo concreto:
Parece que no hay virtud en la escritura pobre, o mal catalogada como pobre, pero es necesaria. Y es necesaria para que existan las obras más brillantes. Pero no, su función en el arte va más allá, estas obras viven por sí solas. El problema es que en un mercado que dice democratizar la escritura y darle el título de artista (algo que poco significa), a cualquiera que escriba frases sueltas en redes sociales (muchas de ellas mejores que los pasajes de Paulo Coelho y Jodorovsky), y colocan a la mala literatura en un lugar sobresaliente en la vitrina y a un precio jugoso. Es legible, me identifica y es gratis. Entonces todo se vende como literatura, y se destruyen así los cimientos de un arte que va rumbo a convertirse en la promulgación de una labor escritural de lo imbécil.
¡Ojo! No estoy en desacuerdo en usar las redes para publicitar la obra de escritores emergentes, al contrario, me parece una herramienta muy buena y la utilizo a mucha honra, entiendo las reglas del mercado y las juego, pero antes de lanzarnos la demencia de las letras, sugiero que leamos o releamos a Poe o a Faulkner, y pensemos si con ellos es suficiente.
Pero aquí no hablaré de esos Goliat clásicos, sino de los David, de los mejores menores nadando contra un flujo que no ha podido ahogarlos, y es eso lo que los hace grandes. Tambien hablaré de algunos menores que pasaron sin pena ni gloria, y si me da la gana de algunos malos copiones.
Recuerdo cuando llegué a Roberto Arlt. Creo que debe estar junto con Piglia y otros que mencionaré más adelante, en el podio de los más grandes escritores menores. Arlt fue y es de los más ninguneados, aún mas que Quiroga (autor de mi cuento favorito: "La mancha hiptálmica"), quien fue tildado en su época como mala literatura, hasta que el tiempo tomó revancha por él, barriendo a los tontos de zapatitos de charol y cigarrillos finos y largos que se creían con la facultad de tildar lo bueno y lo malo, tal y como yo estoy haciendo ahora. Horacio Quiroga es el obrero de un texto animal y primitivo, muchas veces carente de neo cortex, y escribió excelentes cuentos para niños (mucho más recomendables que el escaso Principito). La figura de este autor es pura fuerza y su biografía aporta, sin lugar a dudas, aún más potencia.
La vida de Quiroga parece funcionar como una ficción paralela a sus textos.
Pero quería hablar de Arlt. Mi puerta de ingreso a la narrativa mal considerada menor y también a mi adultez.
A Roberto Arlt me lo presentó un tipo que tuvo una fama mesurada en estos pagos. Alguien tan o más mentiroso de lo que yo era en esa época, o quizá éramos víctimas de nuestra propia ficción. Después de hablarme de Los siete locos y Los lanzallamas (obras que devoré en los días siguientes a esa charla), me contó de cómo este autor representaba la antítesis de Borges (una polémica que solo se generó por compartir la misma generación y estar en extremos ideológicos opuestos. Algo que tiene más que ver con las revistas del corazón y los programas de chimentos que con el arte). Es cierto que sólo Borges puede ser Borges, pero Borges no sería lo que es sin la biblioteca heredada de su padre, sin el Martín Fierro y sin Dickens, a los cuales, sin dudas, de tanto abordarlos, los deja en knock out o lloriqueando en el ring side. Este tipo, el que me presentó a Roberto Arlt, que mintió sobre haber leído a Borges, y que además ignoraba la existencia de Bioy Casares (autor de los mejores relatos fantásticos), pudo haber sido un gran escritor menor, pero se ocupó de despotricar contra sus pares hasta volverse loco, ermitaño o analfabeto.
Yo, ante el terror de ese destino conocí, al mismo tiempo, a Nicanor Parra, a César Aira y a Marosa Di Giorgio (ordenados desde mi perspectiva, de mayor a menor), y entendí que jamás podría escribir una poesía como la gente sin leer poesía.
En el límite justo por debajo de lo grandioso quiero colocar a Gabriela Mistral. Estoy convencido de que ella habría podido atravesar esa línea final sin la eclipsante presencia de Alejandra Pizarnik, que con sus versos como gritos, mueve todos los terrenos del arte. También eclipsó a Delmira Agustini (que nunca fue de mi agrado, pero tiene magia de poeta menor y en sus manos la cabeza de Dios), a Juana de Ibarbourou, a toda una fase poética de Cortázar (un grande entre los grandes), y a otros autores que, de tan olvidables, ahora se me escapan.
Hay una categoría que me resulta verdaderamente despreciable. Son verdaderos escritores menores disfrazados de grandes, o corderos disfrazados de lobos o caperucitas. En este apartado voy a incluir a Vargas Llosa, en cuya bibliografía destaco solo una novela: La ciudad y los perros. Saramago y su Ensayo sobre la ceguera y a Gabriel García Márquez y sus Cien años de soledad (que puede y debe mejorar). Para ser realmente grandes hay que saber sostener el éxtasis baudeleriano, y no basta una obra capciosa para ello. Quizá, se les agotó la chispa muy pronto tras escribir páginas grandiosas. Para escribir hay que ser valiente. Algo que Onetti, viviendo injustamente en una especie de sombra, ha hecho mejor. Y ni hablar de Peri Rossi, que es puro coraje.
A la categoría de grandes menores podemos agregarle algunos afluentes. ¿Qué sería de las expresiones queer en Latinoamérica sin Pedro Lemebel? ¿Qué sería de las nuevas formas de la crónica que ingresaron a prepo en el canon literario? Estas no son preguntas retóricas, es evidente que estas expresiones lo anteceden y que el autor no es el sostén de estos movimientos, pero sí es el mejor ejemplo de la resistencia de las minorías ante una de las dictaduras más sangrientas del cono sur. Lemebel no es más grande porque no escribió más libros, sin embargo su obra se tradujo en varios idiomas tras su muerte, lo que es otro indicio de grandeza.
Hay menores que son tan grandes que funcionan como Atlas, sosteniendo el mundo de los más brillantes. Quizá, Bolaño habría muerto de hambre antes de escribir Los detectives salvajes y la que es su mejor obra, 2666, sin la existencia de Antonio di Benedetto. No hubiera sido quién es sin la amistad de Mario Santiago, sin Efraín Huerta, sin Enrique Lihn, al que deberían hacerle un momento y, sin embargo, es estúpidamente eclipsado por las etapas finales de Vallejo, como si sus escritos fueran la misma cosa. En ambos casos su experimentación es increíble, y en ambos casos los autores nos enseñan a salir de la poesía, seguirla por fuera de sí misma, y luego nos la devuelven como un golpe en el pecho. Propongo hacer dos monumentos, o tres, e influir a Juan Rulfo.
Si pienso dos veces en los que realmente considero escritores menores o secundarios descubro que no hay algo necesariamente malo en esta categoría. La mayoría son muy buenos, pero no irrumpen en las letras, dejándonos la sombra de su inmortalidad. Osvaldo Soriano fue una revelación y escribía muy bien, sus textos son divertidos y fueron prometedores, pero ¿quién lo recuerda?
Y después están los menores menores, que se han confundido de lugar y de escala. Como Pablo Neruda y Octavio Paz, que incluso dejando de lado lo asqueroso y mezquino de sus vidas, es claro que su legado se ha estirado sin razón. En otras palabras, están sobrevalorados. Neruda después de Residencia en la Tierra, es una oda vomitiva a Stalin y una confesión tibia de una violación, así que prefiero cuando calla. Y Octavio Paz simplemente es un pelmazo, aunque valiente.
Juan José Saer es un ejemplo de un mesurado grande menor, que hace de lo cotidiano algo enigmático y casi poético. Juega un papel interesante en esta literatura. Hernán Casciari debe haber leído hasta a Saer y el resultado son unos relatos vagamente parecidos, más mundanos y accesibles, con resoluciones contundentes de hechos aparentemente insignificantes. Casciari es potente y efectista y no pretende más que eso, lo cual hace que me caiga simpatiquísimo.
Para finalizar y para que no se confunda mi homenaje con plena fanfarronería (aunque algo de eso hay), declaro ser un molde de escritor menor devenido en prototipo de periodista de opinión, algo que, dicho sea de paso, es una escritura que nunca me cayó bien. Por eso, todo este asunto irónico y bicéfalo me resulta tan divertido como contradictorio.
Por Bruno Guerra
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