Hay algo en el cine de gánsteres que nos sigue fascinando. ¿Será la estética del poder, la moral flexible, el vértigo de las decisiones que se toman con una pistola sobre la mesa?

Están los Corleone, que convirtieron el crimen en una institución familiar más respetable que cualquier república. Está Tony Soprano y sus ataques de pánico, que se vuelven casi entrañables, mientras decide a quién mandarle una cabeza de caballo. Y está el catálogo entero de Scorsese, que nos enseñó que la traición puede ser un arte y que una camisa con cuello blanco también puede salpicarse de sangre. 

Lo que hace Hernán Rosselli en Algo viejo, algo nuevo, algo prestado —su nueva película luego de Mauro (2014), que pasó por el festival de Rotterdam, y Casa del teatro (2018)— es agarrar ese universo y pasarlo por un proceso de argentinización. No hay pistolas ni trajes caros. No hay casinos ni restaurantes italianos. Lo que hay es una red de quiniela ilegal, un par de casas en el conurbano, una familia partida y una rutina delictiva sostenida con más costumbre que convicción. Es El padrino (1972) si se hubiera hecho con una cámara de seguridad. Es Buenos muchachos (1990), sin buenos ni muchachos.

Es, en el mejor sentido, una versión deforme del género, puesta en clave costumbrista.

La historia comienza con la muerte de Hugo, el patriarca de una familia que vive de la quiniela clandestina. Un sistema paralelo, ilegal pero aceptado, donde la gente apuesta números y los resultados circulan por redes que no pasan por el Estado. Herencia directa de lo más criollo, pero también de una lógica mafiosa donde todo se negocia en voz baja y nadie es del todo inocente. Tras la muerte de Hugo, Alejandra (la esposa) y Maribel (la hija) tienen que hacerse cargo de un negocio que no termina de explicarse del todo, pero que incluye empleados, clientes, cómplices, amenazas y secretos. A eso se le suma una posible familia paralela que Hugo habría tenido en secreto, y el descubrimiento progresivo de un archivo audiovisual que él mismo dejó registrado, como si supiera que eventualmente alguien querría entender lo que dejó atrás.

La forma de la película es, quizá, lo más interesante. Rosselli articula el relato con imágenes de cámaras de seguridad, viejos videos caseros, grabaciones de celulares y fragmentos que parecen sacados de un documental que nunca fue. Todo se mezcla con escenas más “tradicionales”, filmadas con actores no profesionales que funcionan casi como testigos de un mundo en desaparición. El resultado es una textura visual sucia, opaca, que no intenta esconder su artificio, pero que por eso mismo se vuelve verosímil. Como si cada plano estuviera hecho con restos. Como si el montaje mismo fuera un acto de espionaje sobre la intimidad de una red que prefiere no ser vista.

Y esta combinación extraña —la lógica del cine de gánsteres, el tono local, el uso de material encontrado, la intersección entre documental y ficción— fue lo que probablemente llamó la atención de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes, donde la película se estrenó el año pasado. 

A Uruguay llegó hace poco como parte de la Competencia Iberoamericana del 43.º Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay, organizado por Cinemateca. Fue una de las películas más comentadas del certamen, y terminó llevándose el premio de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay como mejor película, además de una mención especial del jurado oficial. Un reconocimiento que, más allá de las etiquetas, habla de una conexión emocional y estética con el público local, que supo ver en ese mundo gris algo más que una curiosidad formal.

Algo viejo, algo nuevo, algo prestado es una película sobre lo que no se dice. Sobre los vínculos familiares cruzados por el dinero, por el poder y por la culpa. Pero también habla sobre la posibilidad de mirar desde otro lugar. De reconstruir el archivo como si fuera un cuerpo. De pensar la criminalidad no desde la espectacularidad, sino desde lo íntimo. Y en ese cruce incómodo, Rosselli encuentra algo que no se ve seguido: una voz propia.

Algo nuevo, algo viejo, algo prestado (2024), Hernán Rosselli

¿Qué implica haber estrenado la película en Cannes?

Para nosotros fue una sorpresa y una alegría muy grande cuando nos enteramos de que habíamos quedado seleccionados. Veníamos hablando con algunos programadores y asesores de la quincena de realizadores mientras estábamos terminando la película, que fue un proceso muy largo de 4 años de rodaje y montaje. No sabíamos qué iba a pasar.

Estábamos muy orgullosos y contentos con la película, pero la distribución es el principal desafío del cine independiente. Entonces, cuando nos enteramos de que quedamos seleccionados en la quincena, sabíamos que eso implicaba que la película iba a tener financiación para ser terminada y que iba a tener un puntapié inicial de la distribución garantizado. Creo que estar en Cannes, que es el festival de festivales de cine, implica eso: una visibilidad muy grande para la película y un reconocimiento para el trabajo y el esfuerzo de años.

¿Cómo ves la situación actual del cine argentino?

Soy bastante cinéfilo y disfruto de ver y de discutir del cine en general. Sobre todo del cine argentino, de gente que muchas veces considero mis amigos y amigas, y colegas muy queridos, pero que con distancia y objetividad puedo decir que son gente muy talentosa. Siempre digo que el cine argentino es único en la región. Hay algo de la potencia y diversidad, en parte gracias a la ley de cine, al funcionamiento de la de la educación pública en Argentina, y a cierta tradición cinéfila estimulada por una serie de instituciones, como los cineclubes o las revistas de cine.

Hay muchas revistas y muchos emprendimientos de asociación y de cooperación entre personas que estimulan la discusión del cine como arte y el cine como industria. Existe un cine industrial muy grande de personas que quizá empezaron haciendo cine independiente, se fueron forjando y terminaron haciendo películas para las majors o para los servicios de streaming. A su vez, existe un cine que empuja el lenguaje más allá de los límites, con una identidad latinoamericana y nacional muy fuerte. 

¿La producción es enteramente argentina?

Cuando terminamos el rodaje y tuvimos una última de posproducción, se sumaron los amigos de Jaibo Films, españoles, y de Oublaum Films, portugueses. Así que es una coproducción con España y Portugal. Pero es una película con una fuerte identidad argentina y con apoyo del INCAA. También cuenta con un esfuerzo muy grande de las productoras de Protón Cine y Zebra Cine, que ya me habían ayudado a terminar mi película anterior, y de 36 caballos, que este año vienen con un montón de películas. Es una productora muy joven, de gente muy joven y talentosa que este año entrenó varias películas.

Algo nuevo, algo viejo, algo prestado (2024), Hernán Rosselli

¿Y cómo fue el recorrido de la película? ¿Pasó por espacios de industria?

Estuve en el Work In Progress de Mar del Plata. Yo quiero mucho al equipo de programación y es un festival al que voy mucho a ver películas, casi que mis vacaciones son ir al Festival de Mar del Plata a ver cine. Estuve en el MECAS del Festival de Las Palmas de Gran Canarias, y también tengo una relación. Generalmente me cuesta mucho el entramado de laboratorios, y siempre en esos lugares existe una especie de prejuicio de lo que “tienen que ser las películas”. Cuando empiezo a filmar tengo una especie de intuición del objeto cinematográfico que quiero hacer, pero es una intuición que aparece muy desdibujada en el material. Imaginate que en una película así, que mezcla archivo y material filmado, implica que en un momento hay un armado de una hora y media solo con el material de archivo, con placas que dicen lo que yo quiero filmar, y eso es medio inmirable. Yo lo puedo ver porque tengo el oficio de montajista, pero es muy difícil de vender el proyecto, que es lo que muchas veces se busca en esos lugares.

Yo no puedo ir a un laboratorio y decir: "Quiero hacer El padrino 2 (1974), pero en una versión con quinieleros”, y mostrarles un borrador de una hora y media solo con el material de archivo y placas. Es algo en lo que uno tiene que confiar y ver cómo hace para financiar ese proceso. La película es experimental en ese desafío de conseguir los recursos, y es una forma de producción que implica filmar con muy poco, porque buscamos una idea de intimidad en el registro de actuación, pero a lo largo de mucho tiempo. Es una película filmada en 11 semanas. Eso es una transgresión, también. Las películas se hacen entre cinco y seis. Una película grande como Argentina, 1985 (2022) se filmó en 11 semanas, y es una película millonaria. Nosotros filmamos en casi 12 semanas. La gente nos mira como diciendo: "¿Cómo hiciste?". Filmando con muy poco, como con lo justo, una cámara, el equipo de arte, pero con un equipo muy chiquito y el elenco, que es maravilloso.

Recién mencionaste a la pasada a El padrino 2. ¿Cómo  le diste vida a la familia de los Felpeto, que tiene un componente hasta “sopranístico”?

Hay algo de eso. Yo soy amigo de Maribel Felpeto, que es la protagonista y es una artista visual de Zona Sur, de donde yo soy. Ella me había contado un poco del material que su padre había filmado desde mediados de los ochenta hasta el 2000. Cuando lo vi, quedé muy impresionado, no me parecían películas familiares, sino una especie de material de un cineasta amateur. Entrevisté a Hugo y a Alejandra, sus padres. Nos juntamos y empezamos a hablar de su vida, de lo que ellos pensaban, y empezamos a hablar de películas. Siempre surgían El padrino, Érase una vez en América (1984), Buenos muchachos, que para mí son como los grandes éxitos de los hijos y nietos de inmigrantes italianos en América. Son las películas que marcaron a esa generación de los ochenta y noventa.

Hay un espíritu de sueño de movilidad social y de contraseña de lealtad familiar, un poco shakespeariana. Un poco de películas fundacionales de la familia un poco desviadas o monstruosas. Estaba el desafío de: “¿Hacemos algo testimonial con ellos contando su vida o hacemos una película que remita a El padrino?”. En un momento dijimos “bueno, filmemos El padrino”. Y ese fue el desafío: ver qué hacer con ese material para lograr algo que remita al cine de género de película de gánsteres. Un género que para mí dialoga con el cine mismo, con la estructura que es el arte del capitalismo desde comienzos del siglo XX, y con algo que remita a la realidad de la Argentina, algo con una identidad nacional muy fuerte y que entre en colisión con el cine de documental.

Algo nuevo, algo viejo, algo prestado (2024), Hernán Rosselli

Y pensando en un público internacional, tenés que hacerlos entrar en este universo argentinizado, hasta presentar qué es una quiniela.

Es que la gente no entiende qué es la quiniela, pero, a la vez, les remite algo. Porque lo que pasa con la quiniela es que, si bien es algo muy argentino, de origen napolitano, es la base de acumulación de capital de cualquier estructura mafiosa. Por ejemplo, en Mean Streets (1973), de Scorsese, el personaje de Robert de Niro es un levantador de apuestas. La base de cualquier estructura mafiosa es levantar apuestas, en Estados Unidos, sobre todo deportivas, pero también de lotería. Como en The Killing of a Chinese Bookie (1976), el asesinato de un levantador de apuestas.

La película hibrida entre la ficción y el documental. Hacés una suerte de metraje encontrado. ¿Cómo lograste generar un balance para construir un relato funcional?

Y eso es un poco por mi oficio de editor. Me fui especializando en películas que intentan darle orden a mucho material. En principio es un poco azaroso. Entonces, con la certeza de que iba a poder organizar ese material, empecé a pensar en esta estructura paralela que tienen ciertas películas de gánsteres y que cuentan la formación de una familia y un presente en crisis o en decadencia.

Pero, como te dije antes, eso implicaba tener un armado de una hora dividido en capítulos, con una especie de escaleta del material que iba a filmar en tiempo presente pegado en una pared. De esa forma uno va haciendo una especie de rompecabezas en el que las escenas tienen un orden inicial, pero después ese orden viene dado por el material. La película genera sus propios anticuerpos y empieza a pedir un orden propio. Cómo encontrar ese ritmo y dosificarlo es un trabajo de años.

Por lo que has contado había mucho material. ¿Hasta qué punto eso puede llegar a retroalimentarte y hasta qué punto se vuelve caótico?

Generalmente es un trabajo de esculpir el material. Uno tiene al principio una especie de piedra que empieza a cincelar y en un momento tiene que sacrificar cosas que le gustan mucho. Para hacer esta película yo dejé fuera un montón de escenas que me gustaban mucho, pero que atentaban contra su inteligibilidad, la paciencia del espectador o el pulso.

Muchas veces lo que pasa es que uno escribe 120 páginas de un guion. Entonces, antes de filmar, para ahorrar y recortar gastos, uno ya recorta previamente el material. Pero cuando uno lo recorta, cuando ya lo filmó, muchas veces lo que pasa es que quedan las huellas de ese material cortado, entonces se puede permitir cierta digresión. La película finalmente termina teniendo las huellas de ciertas digresiones, del funcionamiento de la comunidad, o escenas que no están tan apegadas a la trama, sino a la idea de que el espectador está entrando a un mundo desconocido. 

La película demanda un espectador activo. ¿Cómo la pensaste desde la construcción de audiencia?

El desafío más grande —y es algo que había ensayado con Mauro, mi primera película— es esta idea de que el espectador está entrando a un mundo desconocido y que cada escena tiene una especie de dosificación un poco homeopática de la información. Es reducir lo que la escena puede contar al mínimo, cómo el espectador se va a llevar la sensación de que hay un conflicto con la Policía. La idea de que hay un conflicto. Hay unas personas que trabajan de algo, aparentemente es al margen de la ley. Entonces, al final de una secuencia, el espectador probablemente se lleve una pequeña información. 

Para la forma homogénea que tienen las películas de plataforma es una ambición un poco grande. Porque el espectador avanza a tientas, pero a los 20 minutos de película probablemente tenga los elementos para poder avanzar solo con la película. Esa es la principal apuesta y desafío de la película: que sea un cine de la experiencia más que de la información. Es algo que discutíamos con el equipo de programación, tenían miedo de si esos primeros 20 o 30 minutos no iban a expulsar al espectador hasta que tenga todas las herramientas. Yo creo que es un ejercicio que me gustaría seguir experimentando.