Por Rodrigo Bacigalupe
rodri...@gmail.com
El pasado viernes, mientras terminábamos de ver el partido entre Uruguay y Colombia, algunos nos preparábamos también para lo que podría denominarse como función trasnoche, que en este caso no tenía nada que ver con el erotismo, aunque sí con la erótica del poder, pues, la plataforma de la super N había conseguido organizar, por primera vez, un evento en vivo, masivo, popular y, en términos contemporáneos, viral. Me refiero a una velada de boxeo cuyos nombres centrales en la cartelera fueron los del celebérrimo youtuber, a la sazón devenido en boxeador, Jake Paul, y quien una vez fue el hombre de hierro, Mike Tyson.
Como el concepto de posverdad también afecta a las estadísticas, no sabemos si fueron sesenta, ciento veinte o ciento cincuenta millones de visualizaciones que tuvo el espectáculo. De todos modos, la etiqueta de mega evento no se la podemos quitar.
En la hipertrofiada era del vacío de la que hablara Gilles Lipovetsky (1983) todo vale con tal de conseguir una chispa de nueva realidad, de atención, de mitificación del pasado devenido en presente, y presente proyectado al futuro como una gran arcadia de la recreación. Siempre y cuando sea la chispa adecuada, al menos, para el mercado. Así fue que Netflix propuso a Tyson y Paul, "el otrora chico Disney", la posibilidad de un combate que, en principio, podía llegar a ser una simple exhibición (cosa que, en buena medida, resultó) y que, finalmente, acabó siendo algo así como un combate oficial, en tanto y en cuanto los récords profesionales estaban en juego.
Un récord, una estadística que, al alguna vez, llamado The Baddest Man on the Planet (el hombre más malo del planeta), Iron Mike, no le importaba en lo más mínimo, según sus propias palabras, pues, el legado poco importa una vez que estás muerto. Lo que sí es probable que le haya importado es la enorme suma de dinero que, a más pala que pico, se llevaron los dos pugilistas: casi 60 millones de dólares bien americanos, con un reparto de 20/40 para Tyson y Paul, respectivamente. En otro mundo, la ecuación hubiera sido bien distinta. Y en otro, aún mejor… quién sabe.
Guy Debord, en su hoy clásico La sociedad del espectáculo (1967) ya nos anticipaba cómo en las sociedades modernas el espectáculo, entendido como la representación de la realidad a través de imágenes y apariencias, se convierte en el eje central de la vida social, económica y cultural, al punto de llegar, en ocasiones, a algo así como lo que otro famoso pensador, Jean Baudrillard, definiera como simulacro, cuya lógica es la del espejismo, la construcción subjuntiva, tan real como ficticia. Estos términos se pueden aplicar sin problemas a la noche de la pelea, pues, tuvo tanto de realidad como de fantasía.
El combate, que habría tenido que darse unos tres meses antes, se vio suspendido en principio y aplazado después, por un problema gástrico que tuvo a Mike Tyson entre la vida y la muerte, al punto de haber sido bajado de un vuelo con unas complicaciones físicas de gravedad, aparentemente por una obstrucción del esófago que requirió intervención de urgencia, varias transfusiones de sangre y algunos días de internación. Mientras tanto, su rival, un joven de 27 años, en la plenitud de su forma física, se encargó de desafiar o pagar para que lo desafiaran, y así cambió de Mike (Tyson por Perry), enfrentándose al luchador de Bare Knuckle Fighting Championship (algo así como combate a puño limpio), a quien derrotó en junio de este año, mientras especulaba con la recuperación de su primera y legendaria opción.
Hace aproximadamente dos meses la conversación se retomó y comenzaron a verse por las redes distintos videos en los que Paul desafiaba nuevamente a Tyson, mientras que este, en su canal de YouTube, le contestaba subiendo fragmentos de entrenamientos progresivamente más estremecedores, pues, en los clip (edición o elipsis mediante) se veía a un Tyson sin fisuras, en plena forma, al menos para sus 58 años de edad, que no son los de cualquier cristiano, verbigracia aparte. La cosa fue subiendo de temperatura y la promoción del combate se acrecentó exponencialmente. La pelea era un hecho, y la reinvención de la mitología también.
Sin embargo, el elemento central de promoción del combate fue, según lo dicho y, con el diario del lunes (o del sábado), la mitología. El mito, que siempre crea un origen o se basa en dicho nacimiento, en la necesidad de un génesis, quería que creyéramos lo que estábamos viendo, tragarnos el simulacro en dos panes y con fritas, es decir, que ese hombre que supo ser el campeón más joven de la historia del pugilismo, que noqueaba hijos de puta (palabras del propio Mike) en menos de sesenta segundos, por arte de prestidigitación y predestinación, era el mismo, a imagen y semejanza del mito y de lo que dice su leyenda. Pero no.
En los términos del mentado Debord, la materialización ideológica es una de las características de esa sociedad rendida al showbusiness, y aquella consiste en la construcción de una apariencia que acaba imponiéndose a lo que se denomina sustancia. Así pues, de aquel campeón que realmente parecía indestructible solo se conservaba un muy deformado esperpento, un espejismo que algunos espectadores quisimos ver como oasis, como resurrección pagana, ave fénix del cuadrilátero, y sin embargo, ay, mirá lo que quedó.
En una reyerta pactada a ocho asaltos de dos minutos cada uno, los dos primeros conservaron una mínima porción de esa sustancia antes referida, pero los otros, nos sacaron del sueño en que como niños dormidos estábamos, pues, vimos y sufrimos la verdad de la milanesa, a saber —y en contra de lo que cante un Serrat— que casi siempre es triste la verdad: de Tyson solo quedaba el nombre (y los tatuajes). Luego de los primeros rounds, el combate dio la impresión de tener solo dos derivas: el bodrio o la carnicería. Si bien Paul no noqueó a su rival, es probable que no haya querido hacerlo (algunas declaraciones post-combate, indignas siempre, seguían esta tesis). Finalmente, luego de 16 minutos interrumpidos y partidos en dos si se cuentan los descansos, el mito del boxeo, más mítico que nunca, permaneció en pie, y con sus bolsillos con 10 millones entre izquierda y derecha, como tantos. Perdieron los ingenuos, los ilusionados, los mitógrafos y los mitómanos, ganaron los evemeristas, aquellos que se empeñan en derrumbar leyendas y hacernos bajar de una pedrada al duro suelo de la realidad, como si no hiciera falta un poco de ficción para seguir.
Pasividad y conformismo, otro tándem de los postulados de Debord, se vio resaltado bajo una falsa apariencia de una libre expresión que permitió que millones opinaran sobre el show, creyendo que se trataba de realidad, sin darse cuenta que era más fácil encontrar a Truman que a Wally. Al fin y al cabo, siempre hace falta un poco más de circo que de pan, y eso lo saben muy bien todos los que participaron de esa puesta en escena que, sin ser una farsa ensayada (no lo creo), fue una farsa comprobada, ya que, de la siete edades shakespierianas del hombre, el ex pupilo de Cus D’Amato (Tyson), ya tiene, por lo menos, cinco gastadas —y bien gastadas—. Adicciones varias y sostenidas (del sexo a la cocaína, pasando por varios puertos), problemas legales de todo tipo, acusaciones de violación, encarcelamiento, bancarrota y hasta problemas de obesidad (sería lo mínimo), son algunos de los pecados capitales que engalanan la biografía del nacido en Catskill, New York, un 30 de junio del año 1966.
¿Era necesario, para nosotros, el coro, ver tanto cambalache? ¿Por qué necesitábamos —con tanto ahínco (algunos)— creer en la posible mano de Tyson (en su guante) más que en la invisible mano del mercado? ¿Será que el mito es el elemento central de la estela de la cultura, la necesidad de hermanar esa indescriptible carencia metafísica que de tantas formas se intenta llenar? Vamos camino a volver barroca esa era del vacío a la que hacíamos referencia antes. ¿Será que no podemos dejar de soñar con la inmortalidad al tiempo que, para ello, nos comportamos como suicidas? En la posmodernidad 2.0, todo luce tan transitorio: las relaciones humanas, las modas, los nuevos inventos y los raros peinados nuevos. Sin embargo, y para contravenir uno de los mandamientos de Lipovetsky, lo permanente no parece perder importancia frente a lo momentáneo, sino ser (o parecer) una forma más de maquillar lo superfluo con un muy berreta rubor de eternidad.
Por Rodrigo Bacigalupe
rodri...@gmail.com
Acerca de los comentarios
Hemos reformulado nuestra manera de mostrar comentarios, agregando tecnología de forma de que cada lector pueda decidir qué comentarios se le mostrarán en base a la valoración que tengan estos por parte de la comunidad. AMPLIAREsto es para poder mejorar el intercambio entre los usuarios y que sea un lugar que respete las normas de convivencia.
A su vez, habilitamos la casilla reportarcomentario@montevideo.com.uy, para que los lectores puedan reportar comentarios que consideren fuera de lugar y que rompan las normas de convivencia.
Si querés leerlo hacé clic aquí[+]